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Entrevista a Rosario Izquierdo Chaparro

Entrevista a Rosario Izquierdo Chaparro

Por Coradino Vega

Escribe desde que era muy joven y durante años colaboró en la sección de opinión de periódicos como El Mundo, pero no ha sido hasta la reciente aparición de Diario de campo cuando Rosario Izquierdo Chaparro, socióloga con diversos estudios publicados sobre el empleo de la mujer y la exclusión, se ha convertido en novelista para los demás. Se trata de una novela distinta, valiente, que incorpora el registro sociológico a un relato propio en el que, como confiesa en esta entrevista, se ha desnudado sin tapujos. El punto de partida es la periferia norte de Sevilla, sin embargo cualquiera podría ubicarlo en el extrarradio de Madrid, París o Londres. Su mirada se centra en lo que casi nadie quiere mirar.

¿Qué tiene el tema de Diario de campo para que hayas sentido la necesidad de escribir una novela en lugar de un ensayo sociológico? ¿Qué has pretendido comunicar?

Creo que la sociología y la literatura comparten el intento por comprender y  explicar el mundo. Pero el lenguaje sociológico suele quedarse corto, o se me quedaba corto a mí,  a la hora de describir realidades como la de la exclusión social, cuya complejidad puede ser transmitida mejor a través del tamiz del lenguaje literario. Tras haber escrito varios estudios sociológicos sobre exclusión social para diversas instituciones andaluzas, sentía la necesidad de dar el salto de un lenguaje a otro, es decir, de dejar de lado la necesidad de categorizar y generalizar, de ser “objetiva”, de definir conceptos teóricos y procesos metodológicos, y hacer algo diferente con esa misma realidad: detenerme en el detalle, ignorar los códigos y poder inventar.  Necesitaba reflexionar sobre la precariedad y el caos que habitan no sólo en el territorio acotado de la exclusión social -por cierto, cada vez menos acotado y que se extiende como una mancha de aceite-, sino en nuestras vidas cotidianas, en nuestras ciudades.  Necesitaba contar que considero imposible acercarme a la exclusión sin ser tocada por ella, imposible conocer y entrevistar a mujeres más vulnerables y a mujeres más fuertes que yo sin transformarme yo misma. A menudo las mujeres a las que entrevisto condensan esas dos cualidades: ser más vulnerables y ser más fuertes a la vez que yo. Sentía que había mucha riqueza en ellas, y también en la intersubjetividad que se produce en las entrevistas en profundidad, cuyo potencial transformador luego no tenía cabida en los informes finales, y me desbordaba: tenía que encauzarlo, tenía que contarlo.  Escribirlo en clave de novela me ha ayudado a encontrar la manera de hacer eso. Ha sido un desahogo que el ensayo no me habría permitido experimentar. Y hay un impulso concreto que también reconozco común a la sociología y a la literatura y que me ha guiado de principio a fin: el deseo de dar a conocer determinadas realidades, entre ellas de manera muy especial la riqueza que tienen las mujeres a las que nadie mira y que sin embargo tienen tanto que enseñarnos a las que hacemos el intento de mirarlas.

La narradora de la novela comparte notorios detalles biográficos contigo (trabajo, vocación, familia…), ¿no te ha dado pudor desnudarte o, como dicen los rótulos de las películas, cualquier parecido es fruto de la casualidad?

No, nada de casualidad, este desnudo roza lo integral, para qué negarlo [risas]. Al preguntarme esto pones el dedo en la llaga sobre el proceso de creación de Diario de campo. Al principio intenté distanciarme e inventé una protagonista que se alejaba más de mí, porque ese pudor era fuerte entonces. De hecho, llegué a escribir una novela con esa protagonista, que era una mujer más joven que yo, sin pareja ni hijos. Pero sentía que aquello no funcionaba narrativamente, era una fórmula que no me permitía dotar de suficiente verdad a lo que quería contar. La carga introspectiva que debía tener el texto se diluía con esa otra mujer y no me permitía explorar a conciencia territorios íntimos que estaban pidiendo, de alguna manera, ser explorados. ¡Claro que me costó romper el pudor! Di muchas vueltas, dudé, me debilité, finalmente abandoné aquel manuscrito durante un año y estuve a punto de tirar la toalla, hasta que reconocí que era necesario olvidar los pudores para contar la historia como la historia pedía ser contada. Esto no implica que todo lo que se cuenta haya sucedido, ni que todos los personajes y situaciones sean reales, ya que he dejado trabajar a la imaginación y he fabulado bastante a la hora de construir el texto.

Da la sensación de que Diario de campo es un juego de espejos: cada aspecto que trata la narradora en su investigación laboral tiene un correlato íntimo. ¿Qué lectura puede hacerse de esto?

Creo que ese juego de espejos es una experiencia que se repite en muchas de las personas que nos dedicamos a trabajar en el campo de la exclusión social. Entrar en los barrios estigmatizados, trabajar en ellos y conocer a las personas que allí viven, nos obliga a romper con estereotipos y prejuicios que están socialmente asumidos, casi institucionalizados, a la vez que nos hace replantearnos aspectos de nuestras vidas personales, de nuestras propias familias, y nos ayuda a relativizar nuestras realidades. Cosas que percibíamos como grandes problemas dejan de serlo, se suavizan, por comparación. Cuando aplicamos  técnicas metodológicas como los estudios de caso y  las historias de vida para comprender, nuestro propio caso y nuestra propia historia de vida se ven interpelados, presentándose ante nosotros, como bien dices, en un juego de espejos que este texto ha intentado reproducir.

Rosario Izquierdo 1

Hay un episodio en el que mujeres en riesgo de exclusión social se ríen del móvil obsoleto de la narradora. Como los chavs británicos de los que habla Owen Jones o los jóvenes de la banlieue parisina, los chicos españoles del extrarradio urbano también comparten esa afición por la tecnología de última generación y las marcas deportivas. ¿Cómo se explica eso?

No he leído a Owen Jones, pero me lo apunto de inmediato. Creo que son mecanismos de autodefensa y de autoafirmación ante la sociedad tecnológica, que por una parte los expulsa pero por otra los incluye como consumidores. El consumismo hace tabla rasa y nos iguala a todos y a todas. Tampoco es igual un adolescente de barrio que una mujer gitana y analfabeta que vive en un poblado chabolista, pero el efecto de la tecnología como herramienta de inclusión es el mismo en uno y en otra. Mis compañeras y yo observábamos con curiosidad las prioridades del gasto en esas familias: lo que considerábamos nosotras que debería dedicarse a tener una alimentación más variada y de mejor calidad, por ejemplo,  era invertido por ellas en teléfonos móviles de última generación. Precisamente ese fenómeno distingue muy bien lo que entendemos por exclusión social de la simple pobreza. Recuerdo que hace años grabé con cámara una entrevista grupal con mujeres del poblado chabolista de El Vacíe y ellas me dijeron que querían una copia de esa entrevista, pero me pedían que no se la diera en vídeo, sino en DVD, porque ellas ya no tenían vídeos. Yo, sin embargo, no tenía todavía DVD.

Parece que siempre ha habido una tendencia contracultural que siente cierta fascinación por la marginalidad de la periferia. Para ellos, vivir en chabolas de uralita es poco menos que una prueba de autenticidad, de rebeldía consciente contra el centro dominante. La actitud con la que tú te acercas a ese terreno está en cambio transida de un enorme respeto, de una capacidad de adaptación y escucha poco frecuente en quienes pretenden dar voz a los sin voz desde su cómoda situación socioeconómica…

Bueno, en primer lugar la situación económica de la protagonista no es nada cómoda, y nunca lo ha sido. Tampoco, por añadidura, la mía. Yo hablaría más bien de diferencias en los niveles educativos, que nos otorgan lugares o posiciones sociales diferentes, para señalar mejor lo socioeconómico. Siento mucho rechazo ante la actitud snob de quienes se aproximan a estas personas como si fueran bichos raros, y como si además fuéramos nosotras personas abiertas y estupendas, valientes o superiores a ellas, sólo por haber hecho el esfuerzo de aproximarnos. Los medios de comunicación fomentan estas actitudes con programas sensacionalistas. La sociología en parte, según y cómo se utilice, las puede fomentar también.

Las dudas sobre la utilidad del trabajo de tu narradora-socióloga son continuas. Además está esa maraña terminológica que convierte los casos concretos en una abstracción. Y sin embargo sus ganas de ayudar, de aportar algo, no se dejan vencer por mucha conciencia que tenga de “la inquietud prepotente de querer arreglarlo todo”. ¿Hemos perdido ese entusiasmo?  

Hace tiempo que disciplinas como la sociología y la psicología social han admitido la necesidad de la escucha activa y de la horizontalidad a la hora de intervenir con la población de los barrios excluidos. Por este camino van los supuestos de  la investigación-acción, que huyen de jerarquías previas y hacen que la persona que investiga se plantee aspectos importantes como: qué hago aquí, cómo y por qué lo hago, al lado de quién estoy, ¿de los de “arriba”, que me pagan, o de los de “abajo”, a quienes observo y cuyas realidades pretendo contribuir a transformar?  ¿Cómo debo intentar esa transformación, haciéndoles partícipes y promoviendo su condición de ciudadanas y ciudadanos, o dejando que sigan en un papel pasivo? ¿Cuál es mi papel en la cadena de injusticias? No es fácil resolver esas cuestiones, y no podía dejarlas pasar desapercibidas en Diario de campo, aunque tampoco me detenga demasiado en ellas, ni por supuesto las resuelva. La capacidad de escuchar es consustancial a todo eso. No creo que se haya perdido entusiasmo respecto a ello, si es eso a lo que te refieres. Mucha gente trabaja en ciudades como Sevilla, Madrid o Barcelona, desde esos supuestos y desde ese entusiasmo.

La entrevistada número 6 del comienzo de tu novela dice: “Toda mi vida he sido lo que decían los demás, no lo que yo quería ser”. Y la narradora a sí misma: “Estás igual de jodida que si hubieras hecho las cosas como el mundo esperaba de ti”. ¿Distintos caminos para llegar a un mismo punto?

En efecto. Esos caminos distintos que llegan a puntos iguales o parecidos recorren la novela de principio a fin, y ponen de relieve la empatía que las mujeres entrevistadas u observadas despiertan en la protagonista. Has señalado dos frases que pertenecen al primer y al último capítulo de la novela, capítulos construidos en torno a dos entrevistas que forman parte de una misma investigación, destinada a profundizar en diversos aspectos del empleo femenino. Esas dos entrevistas flanquean los otros dos capítulos, que reflejan experiencias de investigaciones anteriores, y técnicas diferentes. La  entrevista número seis del primer capítulo va dirigida a una mujer desfavorecida, una limpiadora, y la número dos del último a una orientadora laboral, una técnica de empleo. Ambas son interpeladas sobre cuestiones diferentes y abordan el tema del empleo desde sus propios puntos de vista. Lo que ellas cuentan tiene un poder importante sobre la que las escucha. Este poder tiene que ver con la capacidad de las mujeres para abrirse ante otras desvelando sus vidas, y con la capacidad de la protagonista para escucharlas abierta y activamente, es decir, para dejar que lo que ellas cuentan se filtre en su intimidad, yendo más allá de los objetivos de la investigación que está haciendo. Es algo que también nos indica que no somos tan diferentes unas de otras; que la maternidad, la menstruación, las relaciones con los hombres y el trabajo nos afectan de forma parecida a todas, por activa o por pasiva. Y que distintos caminos nos hacen llegar, como dices, a los mismos puntos.

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La narradora acaba haciendo un duro ajuste de cuentas con lo que ha sido, con su constante actitud rebelde contra lo que ella denomina “normalidad”. ¿Estamos ante la admisión de una derrota?

La verdad es que en ningún momento se plantean los asuntos biográficos en Diario de campo en términos de derrota, éxito o victoria. En todo caso sí existe un cuestionamiento de la propia identidad como algo más o menos común, es decir más o menos cercano a la “normalidad”, y una asunción de decisiones supuestamente erróneas que es universal, que afecta a hombres y mujeres que han cruzado edades clave como los cuarenta años, barreras temporales que nos vienen dadas desde fuera, nos las creemos y a veces nos hacen pasarlo mal sin motivo, al pensar: qué hubiera sido de mi vida si en vez de elegir este camino hubiera elegido otro que también era posible. La protagonista se cree esas barreras, y las sufre. Yo también me las creo.

El ejemplo de su desconfianza hacia las instituciones y la enseñanza reglada de sus hijos cuando eran pequeños, ¿no contradice de algún modo el carácter público de su labor profesional?

No me lo había planteado, pero puede ser. Son paradojas que están presentes en la novela como lo están en la vida. Dedicarnos a algo de carácter público no implica que confiemos en el funcionamiento de las instituciones. Que su trabajo tenga el componente de empujar a las mujeres a que lleven a sus hijas e hijos a la escuela y a que ellas mismas se formen, no obstaculiza que la protagonista, con otro nivel educativo, reconozca haberse planteado, en efecto, no llevar a los suyos. La escuela y las guarderías no funcionan igual en un contexto que en otro. Eso también define otro de los bordes de la exclusión. Son asuntos no resueltos, y que quedan sin resolver.

Muchas ficciones de denuncia histórica o social españolas sentimentalizan los conflictos como si fueran, qué sé yo, novelitas rosas. Por el contrario, otra parte de la literatura podríamos llamar “comprometida”, si es que a estas alturas el término tiene alguna razón de ser, aborda lo político desde una frialdad de cartón piedra. La tuya en cambio no cae ni en el sentimentalismo ni en el desapego. A ti es como si lo injusto te afectara desde un punto de vista emocional, ¿no? Como si te provocara un dolor físico…

Si has hecho esa lectura, el texto ha conseguido más de lo que yo esperaba. La verdad es que me halaga esa lectura, y me parece importante el hecho de haberte transmitido ese dolor emocional, casi físico, que en efecto he sentido y siento en muchas ocasiones.

¿Cómo ha cambiado el trabajo social que describes en tu novela en el breve tiempo que va entre la indignación por ser mileurista a que esta condición sea poco menos que una utopía?

El trabajo no creo que haya cambiado mucho, pero sí las percepciones y los apoyos institucionales para desempeñarlo. Profesionales que antes sentían o sentíamos cierta seguridad en el empleo y desde esa seguridad laboral teníamos una base para desarrollar los trabajos, ahora nos quedamos en desempleo, o nos sentimos despreciados desde el ámbito institucional. La investigación y la intervención con colectivos en riesgo de exclusión social pasan a ser poco menos que excentricidades o rarezas inútiles, cuando no tachadas de radicales. El neoliberalismo tiene una aliada en la crisis para despreciar con más brío la inversión de gasto público en mejorar la vida de las personas con menos oportunidades, a la vez que sigue intentando colarnos el mito de la igualdad de oportunidades, eso de que hay becas y recursos para que la gente que quiera pueda llegar adonde quiera, y que si no llegan es porque no quieren, o porque no valen. Eso no es real. Yo no me lo creo. Si todavía quedan personas que creen eso, espero que al leer Diario de campo puedan cuestionarse esos mitos políticos. Aunque esto tal vez sea ambicionar demasiado.

De hecho, la crisis que empezó en 2008 ha hecho trizas la idea de progreso lineal y posiblemente estemos ante un nuevo tipo de estratificación social, ¿no? En un extremo, los que Robert Castel llama “desafiliados” y, en el otro, las elites políticas y económicas para las que la desigualdad parece ser inevitable, algo natural. ¿Qué fue del mito “todos somos clase media”?

Sí. Castel es uno de los teóricos más completos sobre la exclusión social. Se habla también de la sociedad binaria, en relación a esa brecha cada vez mayor en el acceso a recursos, a tecnología, etcétera. El mito de la clase media se derrama por las cloacas del sistema a gran velocidad, mientras cada vez más personas entramos en la espiral de la exclusión social. Me interesa especialmente la situación de las mujeres, como queda claro en la novela, porque nuestra línea de salida está por detrás de la de los hombres. Creo que el desempleo, tanto en hombres como en mujeres, es el pistoletazo de salida para que nos sintamos inmersos en lo que Ulrich Beck llama “la sociedad del riesgo global”. La protagonista de la novela vive en primera persona las consecuencias de la precariedad laboral y los miedos de este riesgo global a los que cada vez más personas nos enfrentamos. Es algo que venía anunciándose desde hacía tiempo, pero en los últimos años, aquí en España, se está dando a una velocidad de vértigo. El trabajo estable, tal y como lo conocieron nuestros padres, ha desaparecido, y las coberturas sociales que nos sostenían se están desmantelando.

Parece que a la narradora de Diario de campo le queda al menos el calor del hogar. Un calor que, por otro lado, a veces puede llegar a ser asfixiante. ¿Cómo te influyó a ti la maternidad en tu vocación de escritora?

Esta pregunta es difícil. El calor del hogar también puede desintegrarse en cualquier momento a la misma velocidad en que lo hace la clase media y todo lo demás.  Los vínculos líquidos nos vapulean, y ese calor asfixiante que mencionas puede hacerse vapor en cualquier momento, sobre todo en lo referente a la pareja. La maternidad, que es de los pocos vínculos sólidos que nos quedan, creo que ni ha mermado ni ha potenciado mi vocación de escritora.  Suele operar en contra, por la distribución del tiempo y las exigencias que te impone, porque los hijos y las hijas, sobre todo cuando son pequeños, pero incluso también adolescentes, no comprenden que te pongas a escribir sin atenderlos a ellos. Claro que también te da una riqueza en experiencias que puedes acabar convirtiendo en material literario. Es obvio que sin mis hijos Diario de campo no sería igual, aunque tampoco tendría por qué ser peor. Pero de todos modos la vocación literaria, si es fuerte, tarde o temprano acaba buscando y encontrando la habitación propia de la que hablaba Virginia Woolf, tengas hijos o no, y tengas más o menos recursos económicos.

Ilustración de Coradino Vega de Jorge Freire.

Fotografía de Rosario Chaparro de Pablo Arenas. 

Coradino Vega es una de las esperanzas de la joven narrativa española. Su primera novela, titulada El hijo del futbolista (Caballo de Troya, 2010) recibió los elogios de Antonio Muñoz Molina, Rafael Chirbes o Alejandro Gándara.

Rosario Izquierdo es socióloga y ha colaborado en diversos medios escritos,  como el diario El Mundo. Ha desarrollado una intensa labor social. Diario de campo es su primera novela.

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Sobre Coradino Vega:

Coradino Vega es profesor y novelista. Su primera novela, titulada El hijo del futbolista (Caballo de Troya, 2010) recibió los elogios de Antonio Muñoz Molina, Rafael Chirbes o Alejandro Gándara. En abril de este mismo año publicará la novela Escarnio, también en Caballo de Troya.

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