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Escribir a mano

Escribir a mano

Por Sara Mesa

Hace algún tiempo, hablando sobre el proceso de escritura -hábitos, ritmos y enfoques-, Javier Mije me comentó que él escribía a mano sus cuentos y novelas. Aquello me sorprendió muchísimo. ¿Todavía había gente que escribía a mano? Debía de ser una peculiaridad infrecuente, una rareza -además de, pensé, un retroceso, un sinsentido, una rémora quizá con un matiz romántico para mí incomprensible-. Pronto descubrí que Mije no era el único que hoy día sigue optando por el cuaderno y el bolígrafo: aquello era mucho más frecuente de lo que yo pensaba. Daniel Ruiz García me explicó que él escribe a mano sus novelas -torrenciales, desbordantes- porque el proceso de creación es absolutamente distinto del de la escritura a la que tiene que enfrentarse cada día en su trabajo dentro del sector de la comunicación. De algún modo, al optar por esta diferencia, ahondaba en la brecha necesaria entre la escritura utilitaria, alimenticia, y la menos útil de todas las escrituras: la que aspira a convertirse en algo más libre. Yo, que también me gano la vida redactando -en mi caso, informes burocráticos sobre contenidos audiovisuales-, no tengo sin embargo ningún problema en utilizar el mismo instrumento -el ordenador- para escribir mis textos de ficción. Es más, jamás me había planteado que pudiese ser de otra forma. Al menos hasta ahora.

Resulta un tanto pueril hablar de las ventajas de la escritura en ordenador, pero son tantas, son tan innegables, que justo por ello decidí investigar qué era lo que estaba llevando a algunas personas a prescindir de la tecnología, al menos en los primeros pasos de la escritura de un libro. ¿Cómo puede uno elegir el folio en blanco y renunciar a la posibilidad de rehacer con limpieza -y no con borrones- su texto, de cortar, pegar, revisar, tener a mano diccionarios y todo tipo de información útil a golpe de un click? Cuando escribo voy releyendo constantemente, avanzo con lentitud, necesito la perspectiva del conjunto. Suelo utilizar interlineado simple y un cuerpo muy pequeño de letra para así valorar mejor -también visualmente- el resultado. El texto está entrelazado, o debe estarlo, gracias a sus propios mecanismos de coherencia interna: qué mejor manera que trabajarlo en una pantalla, con profesionalidad, con detenimiento, casi con lupa. Así es como yo he escrito siempre.

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Página del manuscrito de Love, de Julian Barnes

         Es evidente que las condiciones de escritura pueden afectar al texto, pero siempre había pensado que lo hacen en un porcentaje mínimo, no relevante. Si el texto es fuerte -y ahora no hablo de calidad, sino de autenticidad- poco importa, pensaba yo, escribir más o menos aislado, de día o de noche, sentado o de pie, en la mesa o en el sofá, con ordenador o en un cuaderno. Todos podemos llegar a ser muy maniáticos, pero cuando se está escribiendo a saco, nada de esto importa demasiado. El texto será lo que deba ser sobrepasando todas las circunstancias exteriores, incluido el instrumento y el soporte físico. Para mí no es más fácil escribir ahora -cuando al fin tengo una habitación propia, un espacio despejado para hacerlo y un portátil bonito y cómodo- que cuando escribí mis primeros libros en un vetusto ordenador que se atascaba continuamente, rodeada de gente y de ruido, compartiendo mesa y siendo interrumpida cada cinco minutos. No puede haber tanta diferencia -en el resultado final- entre escribir a mano y hacerlo con el ordenador, pensaba yo: escribir a mano sólo ralentiza el proceso, lo hace más complicado, para al final llegar, con suerte, al mismo punto que ya nos facilitaban el teclado y la pantalla.

Pero… ¿y si estaba equivocada?

Un día cogí un cuaderno. Quise hacer un experimento. No un experimento vacío, lógicamente, sino partiendo de una idea que me estaba rondando por la cabeza desde hacía algún tiempo. Y comencé a escribir. A mano. Bastó un solo día para comprender que el cambio no se limitaba a una cuestión puramente instrumental: estaba escribiendo diferente. De un modo diferente y con un resultado diferente. No mejor ni peor. No más lento ni rápido. No más cerca ni lejos de mi concepción narrativa -sea esto lo que quiera que sea-. No: sólo diferente. Mi primera sorpresa -y por supuesto, hablo únicamente de mi experiencia- fue comprobar la gran cantidad de texto que uno puede escribir del tirón, sin vacilar, arrastrando el bolígrafo por el papel hasta que hay que parar porque duele la muñeca. No es que no haya correcciones: es que las correcciones se aplazan. No reviso cada línea. Es la página en blanco -y no el cursor parpadeante en la pantalla- lo que me insta a seguir y seguir. Hay un placer casi físico en el hecho de escribir. La sensación extraña de estar volcando algo. El automatismo en la escritura puede ser preocupante, pero no en el comienzo. Siempre lo he dicho: creo en esa intuición primera. Y de esto tiene mucho que decir Mario Levrero en su magnífico experimento El discurso vacío: de cómo la caligrafía como ejercicio terapéutico acaba convirtiéndose en literatura: “Ahí está: el acto narrativo libre es lo que vengo postergando indefinidamente desde hace años, con una u otra excusa. Y no es que me cueste abandonar la idea de escribir -conscientemente, diría que hasta no tengo ganas de escribir- pero las ganas surgen apenas tomo el bolígrafo y enfrento la hoja en blanco”.

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Mi experimento…

         Segundo día. Continúo. Apenas releo lo anterior. De nuevo, una larga tirada de texto, atropellado y espontáneo. Advierto una pauta. Si bien mi caligrafía comienza siendo más o menor ordenada, más o menos legible, al avanzar pierdo esa tendencia a la corrección y la caligrafía se desordena y deforma, se hace prácticamente ilegible. La sensación de espontaneidad es atrayente. Corregiré después, pienso. Y continúo. Si bien con el ordenador el mantenimiento del tono o de la atmósfera narrativa los consigo releyendo constantemente (ese ejercicio de continuidad) con la escritura a mano sucede lo contrario: el tono se mantiene justamente porque evito las interrupciones, también más frecuentes frente a la pantalla por razones obvias (en las que internet, por supuesto, tiene mucho que ver).

Mientras tanto, sigo reflexionando sobre el tema. Una visión un tanto llamativa del asunto es la que ofreció el 27 de junio de 2012 el tabloide aleman Bild, que publicó su portada escrita enteramente a mano como manera de alertar sobre el fin de la escritura manual. Uno de cada tres adultos, aseguraba, no había escrito nada de su puño y letra en los últimos seis meses.

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Primera plana del Bild del 27 de junio de 2012

         No se trata evidentemente de caer en alarmismos -los tiempos cambian, etc.-, pero ¿estamos perdiendo algo? Hay teorías que afirman que, con la escritura manual, en la que únicamente utilizamos una mano, ponemos a trabajar los hemisferios cerebrales de manera distinta que con la escritura en teclado, en la que normalmente utilizamos ambas manos -salvo casos extrañísimos como el del buen Alejandro Luque, que escribe, y bien rápido, ¡con un solo dedo!-. En un artículo algo melancólico, el filósofo y ex ministro de Educación Ángel Gabilondo decía que escribir a mano nos ofrece la posibilidad de “experiencias singulares de pensar”: “Sin nostalgia, pero con voluntad de constatación, al dejar de escribir de esa manera, no es sólo la manera lo que se deja. Y no es una distinción que pueda medirse en términos de calidad de la escritura, ya que se producen excelentes resultados y magníficas creaciones con diferentes escrituras y formatos”. Con ese convencimiento de que la personalidad del que escribe se refleja no sólo en la caligrafía, sino también en la manera de estructurar visualmente las palabras en la página, la web Fuck yeah, manuscripts! recoge documentos manuscritos, sean o no literarios, de numerosos autores. Y es que la belleza de algunas de estas páginas, llenas de tachaduras, supresiones y añadidos, es innegable, aunque esto sí pueda ser más bien un modo de nostalgia…

 

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Primera página del manuscrito de Watt, de Samuel Beckett

Realmente lo que me interesa del asunto -desde una perspectiva de usuaria, no erudita- es la relación entre escritura a mano y fluidez, libertad y espontaneidad, cualidades que a veces se ven contaminadas más de lo que quisiéramos. No hablo de que la escritura a mano sea más válida por ser más espontánea (el larguísimo proceso de revisión y corrección es siempre necesario). Hablo de que el mecanismo de escritura tiene, o puede tener, una lógica distinta, un orden alterado, y que esto afecta, o puede afectar, a la estructura textual. Sin renegar del teclado y la pantalla -a los que volveré sin duda- encuentro en la escritura a mano una posibilidad de libertad que había olvidado. Aunque uno evite constreñirse, cuando escribe en el ordenador sabe, en cada momento, cuántas páginas lleva, cuántas ha escrito ese día o cuántas le quedan, de acuerdo a un esquema mental previo al que a veces nos sometemos inconscientemente. ¿No ha quedado un capítulo mucho más largo que otro? ¿No hemos escrito hoy muy poco, aunque nos hayamos tirado el doble de tiempo? No nos engañemos: ¿cuántos de los que escriben miden incluso el número de palabras que llevan? Yo lo he visto con frecuencia en estados de facebook. ¿Cuántas palabras son suficientes para acabar una novela?, se preguntan algunos. 49.523… ya me quedan menos, dicen otros. Cosas por el estilo. Con la escritura a mano estos corsés se aflojan, al menos en la primera etapa.

No pretendo hacer un panegírico de la escritura a mano. A pesar de todo lo dicho, me siento más cercana al ordenador, esa gran herramienta para los que gustamos de juntar letritas. Con estas reflexiones sólo pretendo constatar que las certidumbres -en mi caso, esa primera extrañeza ante la costumbre no sólo de Javier Mije, sino también de Montero Glez, de Fernando Royuela, de Paul Auster, o de Julian Barnes…- casi nunca son buenas. Personalmente, escribir a mano me ha ofrecido una experiencia nueva y unas páginas que, aunque aún no sé dónde acabarán, sé que no habrían existido de otro modo.

p.d. Este artículo ha sido escrito íntegramente en ordenador 😉

 

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Sobre Sara Mesa:

Sara Mesa ha publicado las novelas 'El trepanador de cerebros', 'Un incendio invisible' y 'Cuatro por cuatro', con la que fue finalista del premio Herralde. También es autora de los libros de cuentos 'No es fácil ser verde' y 'La sobriedad del galápago'.

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3 Comentarios

  1. 10/01/2014 at 10:05 · Reply

    Pues yo, desde que empecé a escribir a mano, no lo he dejado. También escribo diferente, más pausado todo. Y después hay que pasarlo a limpio y todo queda más depurado. Es un proceso distinto, y me quedo con él. Artículos y poemas, ordenador. Cuentos y novelas, a mano.

  2. Marcela Orellana
    11/01/2014 at 11:16 · Reply

    Lindísimo artículo Sara !

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