La mala luz

Por Alberto Olmos

La mala luz. Carlos Castán. Destino, 2013. 232 páginas, 16,90 €.

Un halo de peculiar malditismo acorrala el nombre de Carlos Castán desde que en 1997 la editorial Onagro publicara su libro de cuentos Frío de vivir, posteriormente reeditado por Salamandra. El libro despertó entusiasmos varios y traducciones europeas, y sobre el nombre de Carlos Castán recayó todo el peso que la literatura reserva a eso que conocemos como Gran Promesa Española.

Lo siguiente fue un nuevo libro de relatos, publicado esta vez en la entonces pujante Espasa. Museo de soledad pasó -si no recuerdo mal- con más pena que gloria.

Tras las reediciones aragonesas de algunos de sus títulos, Castán vuelve a las librerías, y de la mano de Destino, con la que además es su primera novela: La mala luz. Recordemos que Carlos Castán nació en Barcelona -y a esto vamos- en 1960.

 La mala luz exhibe un estupenda cubierta, fotografía angelical y desoladora de Will McBride, que anuncia muy convenientemente los derroteros deprimentes por los que habrá de transitar el curioso lector.

Castán nos cuenta la historia de dos hombres maduros recientemente abandonados por sus mujeres que coinciden en la ciudad de Zaragoza y comparten lecturas y bebidas mientras tratan de sobreponerse al último fracaso de sus baqueteadas vidas. Narrada por uno de ellos, la novela apenas dispone de lo que tradicionalmente denominamos trama, y nos viene sobrada de reflexiones sobre la soledad, el paso del tiempo, el sinsentido de la vida y la compañía lenitiva de los grandes libros de siempre, particularmente diarios y Marguerite Duras.

Castán destaca, sin duda, por su estilo, de frase larga -su respiración a veces recuerda a Javier Marías; sus enumeraciones y adjetivaciones, a Eloy Tizón- y sintaxis retorcida, atenta particularmente a las cuestiones cruciales del existir. O sea, una lectura exigente:

“Esto sucede muchas veces, apenas alguien pierde definitivamente la posibilidad de poder opinar y protestar, los demás actúan según su conveniencia, he visto hasta misas cantadas, con el coro lleno de niños angelicales, para despedir a los descreídos más recalcitrantes en el epicúreo convencimiento de que la muerte no deja de ser, como todo lo demás, un asunto de vivos.”

En la segunda parte de La mala luz aparece un argumento criminal bastante inverosímil, que tiene que ver con cuentas de correo y con los secretos que encontramos en ellas. La peripecia aquí se vuelve un tanto rocambolesca y, si bien sirve para poner un punto final de enorme dramatismo a la historia, no aporta al lector calidades superiores a aquellas que ha disfrutado en las primeras ciento y pico páginas de esta salvaje y hondísima novela sentimental.