La crisis española
Por Jorge Carrión
“Desde que se le murió el marido, como que no es la misma”, me susurra Juan. Yo la recordaba muy locuaz y muy quejica: me ha sorprendido verla sentada en un rincón, calladísima. Tiene setenta años, ojeras dramáticas y a sus espaldas toda una vida en esta finca; tiene –también– un exceso de soledad, que siempre ha tratado de aliviar con el noble arte del cotilleo. “Llegaba a las reuniones de escalera”, le susurro yo a Juan, “con nuestros trapos sucios y con una batería de insinuaciones y de reclamaciones”. Me dice: “Da un poquito de pena, la verdad: quién la ha visto y quién la ve”. Más extraño todavía es el caso de la joven pareja del segundo primera. Ella se aliaba con la anciana y, como dúo, eran terribles. Capaces de las peores maldades. Capaces del grito, el aplauso irónico y el sarcasmo sin piedad. Auténticos demonios en tándem. Y ahora ahí está la joven con su marido, calladitos los dos, en otro rincón: se diría que quieren pasar desapercibidos.
Estamos en el mismísimo infierno. Las reuniones de vecinos son los gimnasios que nos preparan para una vida de tormentos en el Más Allá. Me compré este piso en Mataró, en la periferia de Barcelona, en el año 2005. A los pocos meses ya costaba mucho menos. Hoy su precio debe de andar por la mitad: no me atrevo a consultarlo. Lo primero que hizo el BBVA cuando empezó la crisis fue ofrecerme una cuota fija que ignorara las variaciones del euríbor, porque sus expertos pronosticaban que la tormenta no iba a durar y, sin duda, el trato me beneficiaba. Tengo una vela siempre encendida en mi escritorio para dar gracias a los dioses y todos los santos por haber sorteado aquella trampa. A los pocos meses mi hipoteca bajó muchísimo y, en estos siete años, se ha mantenido en una cifra soportable. No me ha faltado el trabajo y he podido pagarla. A otros escritores no les fue tan bien. Cristina Fallarás ha contado su propio biodrama en A la puta calle. Por suerte para ella, ahora ya no compartimos banco. En cierto momento de su relato recuerda que la empleada que le gestionó el desahucio le preguntó, para atenuar su responsabilidad ante la inminente intemperie: “Tendrás amigos, ¿no?”.
Ese tipo de preguntas despiertan el Robin Hood que hay en ti. No es de extrañar que Núria Güell, una de las artistas que mejor ha sabido intervenir críticamente en la crisis en que vivimos, contactara para uno de sus proyectos con Jaime Giménez Arbe, alias “El Solitario”, mítico ladrón de bancos encarcelado en una prisión de alta seguridad. Se le encargó que planeara el robo de una sucursal bancaria. Lo hizo en forma de novela. Su primer capítulo fue subastado: el dinero fue para su autor. El plan fue depositado en una caja de seguridad de la sucursal de marras. Leemos en www.nuriaguell.net: “Nos basamos en el concepto de ética bancaria que aplican la mayoría de bancos privados donde lo importante es generar beneficios obviando los daños sociales ocasionados, principio que surge de la dependencia por parte del Sistema Monetario actual del crecimiento acelerado perpetuo”. Y añade: “El proyecto genera valor de un valor potencial, estrategia que alude al concepto de especulación e inflación que conforma el núcleo fundamental de la actividad financiera y del negocio del arte”.
Es difícil no ver, en estos años liderados por Mariano Rajoy, en que las burbujas han ido explotando una tras otra, un vínculo entre el capital bancario y el capital franquista, pues ambos han sido defendidos a capa y espada por el Gobierno. Güell ha trabajado en ambos frentes. Una de sus últimas obras es Resurrección. Seis guerrilleros antifascistas catalanes –cinco de ellos asesinados por las tropas del dictador– fueron rescatados del olvido y se creó una asociación conformada por ellos. A través de una tarjeta de crédito registrada a nombre de uno de los muertos, Salvador Gómez Talón, la milicia incautó cajas con productos que la Fundación Nacional Francisco Franco (supuestamente “sin ánimo de lucro”) vende a través de su página web (donde se puede conseguir desde una bandera o un jamón hasta una estatua ecuestre de 1400 euros). Los pagos fueron devueltos, la Fundación no cobró y los objetos fueron enterrados en las cunetas de las carreteras de España. Fosas comunes y anónimas: no hay cruz que las señale en los mapas.
En las reuniones de escalera todos somos enemigos. Creamos alianzas meramente temporales que nos beneficien: la mía de hoy es con Juan y el resto de vecinos del séptimo, para que nos reparen las humedades. Llega la votación y, para mi sorpresa, la viejita y la parejita votan a nuestro favor. Es inaudito: nunca habían querido pagar nada que los afectara. Ni el nuevo ascensor, porque viven en los pisos de abajo. Permanezco boquiabierto hasta que llega el último punto del orden del día. Se jubila la señora del cuarto segunda, que se encargaba de la limpieza diaria del bloque, y propone que la comunidad contrate a la joven del segundo primera. Le pagaremos la seguridad social y un sueldo de dos horas al día. “Lleva casi tres años sin trabajo”, me susurra Juan, “desde que cerraron la fábrica donde trabajaba de administrativa y se le ha acabado el paro”. Observo su cara, pálida, desnuda de aquella vitalidad furibunda. Clava los ojos en el suelo mientras votamos. Escarba con la mirada. La humilla. Su marido, en cambio, mira una por una nuestras manos que se levantan y nos da, uno por uno, sin palabras, las gracias.
Sobre Jorge Carrión:
Novelista, profesor, gestor cultural, periodista, provocador o impenitente viajero, Jordi o Jorge Carrión es una de nuestros intelectuales más innovadores. Ha publicado la novela Los muertos (Mondadori, 2010) y numerosos libros de viajes o ensayos. Su penúltima obra es Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011) en la que analiza el fenómeno de las series de televisión. Acaba de quedar finalista del Premio Anagrama de Ensayo con Librerías.