Los niños

Por Recaredo Veredas

I

Saben que a su lado crece la muerte como una planta amazónica.

Saben que los cadáveres duermen en los pasillos y que la ruina atrapa las paredes con la soltura de la yedra.

Saben, aunque no dispongan de valor ni de palabras. Preferimos creer en su ignorancia: nos asusta mirarles de frente y certificar los daños.

II

Extendemos culpas como si fueran cheques sin fondos o billetes falsos: papeles inocuos, anulados por el tiempo. Las palabras se convierten en un ruido informe, que nunca calla, que silba en sus cráneos como el eco en una cueva.

III

Nos perdemos en casas vacías y olvidamos su pánico: les aterra el despiste de quienes vigilan las puertas, que el aliento que domina las calles manche sus pisadas.

No queremos saber que nunca soltarán los ojos, ni siquiera durante el sueño. Su alerta se mantendrá siempre, incluso cuando la alegría les atienda.

IV

Tejemos una herida que no cerrará, pero no podemos detener el daño. Aunque nos esmeremos en negarlo, el miedo ha quemado nuestros corazones y pisa el campo de cenizas sin dudar su mando.

Al fondo, escondido tras los árboles negros, pequeño como una marioneta, se esconde el coraje. No podemos saber -porque hemos alzado ciudades para negarlo- que son ellos quienes nos cuidan.

V

Sufren en silencio, como los monjes que ardieron contra la guerra. Como ellos permanecen inmóviles, de cuclillas, mientras su cuerpo se quema. Caerán sin cambiar la postura y su corazón seguirá rojo, inmune al fuego.

VI

Esconden sus deseos bajo la cesta de los juegos. Porque desean un sol puro, pisar la playa, mojar los pies y saltar sobre la arena ardiente, pero les obligan a curar con luz el pasado de los otros.

VII

No solo temen que nunca regrese el silencio de sus clases o la risa de los patios.  También temen un encierro eterno que devore los años, flaquee sus piernas y ciegue sus ojos. Y el miedo se graba en su piel con el tesón del arado. Allí seguirá, como siguen los infartos aunque el músculo parezca limpio. Afuera llueve sin descanso, como en el corazón de sus casas.

VIII

Algunos no recordarán el encierro, otros verán las señales pero no las causas, solo al alcance de la hipnosis y de la memoria inventada. Habrán pasado años, décadas y las capas, sólidas como cimientos, crecerán sobre la herida. Buscarán otros orígenes a su miedo a los cerrojos, a su anhelo de aire puro, a su huida del conflicto y a su devoción por la fuerza. No sabrán que aún responden a mil días encerrados.

IX

Los muertos no son ya piel fría sino un encaje de píxeles. Los padres hablarán a los niños con mentiras obvias y la falsedad de los tenores. Les dirán que los muertos viven lejos y les cuidarán siempre. Los niños no llorarán, solo se preguntarán, sin atreverse a preguntarlo, por qué no les dicen, de una vez por todas, que los muertos han muerto.

X

Pronto  volverán a las calles. Creemos que correrán sobre la luz, abrazarán a sus amigos y cantarán himnos al sol, pero  solo querrán volver a sus casas, con el temor latiendo entre las risas, para atender a sus padres, ocupados en sus rutinas y sus miedos sin fondo, en la fantasía de que cuidan a quienes les protegen.

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Sobre Recaredo Veredas:

Licenciado en Derecho. Máster en Edición. Reseñista en numerosos medios, como Quimera, ABC, The Objective, Política Exterior o Qué Leer. Profesor en la Escuela de Letras. Fundador, junto a otros, de Culturamas y creador de micro-revista. Autor de los libros de relatos Pendiente (Dilema Nuevos Narradores, 2004) y Actos imperdonables (Bartleby, 2013), del manual Cómo escribir un relato y publicarlo (Dilema, 2006), del ensayo No es para tanto (Silex, 2019), de los poemarios Nadar en agua helada (Bartleby, 2012) y Nadar en agua helada (Bartleby, 2019 y de la novela Deudas vencidas (Salto de página, 2014).

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