Breaking Bad, Gary Cooper y la apología del mal

Por Recaredo Veredas

Este artículo contiene pequeños spoilers.

Durante los últimos años, casi décadas, las series de televisión están desplazando al cine, incluso a la novela, como entretenimiento narrativo de masas. Muchas de las creaciones de la industria televisiva poseen mayor calidad y atrevimiento que las producciones cinematográficas y resultan mucho más fáciles de seguir que las mejores novelas. Uno de los principales valores de ese atrevimiento es la ambigüedad moral de los protagonistas. Los héroes de las  últimas series de televisión que han conseguido pasar a la aún pequeña historia del género poseen una característica común: no son buenos. En algunos casos incluso podría afirmarse que son malos, utilizando el criterio de bondad usado desde el principio de los tiempos hasta nuestra postmoderna época. Así ocurre en tres de las series más celebradas de las últimas décadas: la primeriza Los Soprano, la sofisticada Mad Men y la recién terminada Breaking Bad (que incluye la entrada en el arrebatador planeta de la maldad en el propio título). Dejo fuera a esa apología de la perversión titulada House of Cards, que muestra las maniobras de un congresista en Washington para conseguir el poder supremo (la presidencia de los Estados Unidos de América).

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Los Soprano narra el auge y caída de Tony Soprano, un mafioso de medio pelo de New Jersey, interpretado con vigor por el malogrado James Gandolfini. Tony es un asesino carismático, con dotes de mando, talento empresarial y un muy peculiar sentido de la justicia. Peculiar pero reconocible, como reconocibles eran los códigos de Michael Corleone. Esa coherencia hace que todas sus decisiones parezcan justificadas y provoca que incluso sus peores felonías sean perdonadas por unos espectadores que, en el fondo, le quieren y le envidian (también le compadecen, pero menos). Una de las meditaciones recurrentes de Tony es la añoranza del americano tranquilo, de ese hombre que, como Gary Cooper, cumplía su deber, cuidaba de su familia y confiaba en su país. Es decir, su nostalgia del American Dream. Así se lo expone periódicamente a su psicoanalista, la maravillosa y freudiana Doctora Melfi.

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Breaking Bad narra la conversión de una víctima del fracaso del sueño americano –del fracaso, por lo tanto, del ideal soñado por Tony Soprano y materializado por el rocoso Gary Cooper- en un auténtico criminal, en un mafioso capaz de matar a decenas de adversarios, o simples testigos de sus fechorías, sin apenas pestañear. Durante los primeros capítulos Walter White tiene una vida desastrosa: acaban de detectarle un cáncer de pulmón, complementa su rácano sueldo de profesor de química lavando coches, espera un segundo hijo y su primogénito sufre parálisis cerebral. El apoyo del espectador a su crecimiento –justificado en garantizar el futuro económico de su familia tras su previsible muerte- queda asegurado, aunque lo haga mediante uno de los caminos laterales que permite el sistema: el tráfico y venta de drogas duras. Tal es el éxito de su cuidada planificación que una revista del prestigio de The Economist  le considera su un ejemplo de logro empresarial, que resume en apenas 60 horas las enseñanzas de todo un MBA.

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Don Draper, el protagonista de Mad Men, es un exitoso publicista con identidad falsa, robada a un soldado muerto en la Guerra de Corea, adúltero perseverante y capaz de cualquier triquiñuela para mantener el poder dentro de su ámbito de influencia. Eso sí, es guapo y cuida de su familia. Como sus compañeros en el pódium de las series necesita la trampa, el mal, para mantener el éxito.

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Pero es en Breaking Bad donde más se evidencia el fracaso del auténtico espíritu de America –sin acento-  añorado por Tony Soprano. Comportarse como el mejor de los ciudadanos solo ha traído a Walter White las peores desgracias. Es la perversión del sistema, la adopción de un darwinismo salvaje como guía vital, lo que le regalará la felicidad y hará que se sienta como un verdadero hombre, por muy breve que sea su dicha. El televidente que contemple con atención las series más veneradas por la crítica alcanzará una conclusión: solo rompiendo las normas, vulnerando la ley supuestamente creada para el bien común, priorizando los fines sobre cualquier prejuicio moral, puede conseguirse la meta de cualquier vida occidental (o, mejor dicho, global): el éxito.

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Sobre Recaredo Veredas:

Licenciado en Derecho. Máster en Edición. Reseñista en numerosos medios, como Quimera, ABC, The Objective, Política Exterior o Qué Leer. Profesor en la Escuela de Letras. Fundador, junto a otros, de Culturamas y creador de micro-revista. Autor de los libros de relatos Pendiente (Dilema Nuevos Narradores, 2004) y Actos imperdonables (Bartleby, 2013), del manual Cómo escribir un relato y publicarlo (Dilema, 2006), del ensayo No es para tanto (Silex, 2019), de los poemarios Nadar en agua helada (Bartleby, 2012) y Nadar en agua helada (Bartleby, 2019 y de la novela Deudas vencidas (Salto de página, 2014).

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Comentario

  1. Gustavo Zunino
    20/02/2014 at 11:30 · Reply

    Estimado Recadero:

    Subí a Facebook un escrito con un contenido similar y la mayoría de mis contactos salieron al cruce diciéndome que veía fantasmas donde no había.

    Me reconforta leer esto viniendo de un profesional del Derecho y pensar que no estoy tan loco.

    Muchas Gracias.

    Gustavo – Buenos Aires – Argentina

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