Ejercicios para el endurecimiento del espíritu
Por Lara Moreno
Ejercicios para el endurecimiento del espíritu. Gabriela Wiener. La Bella Varsovia. Córdoba, 2015. 104 páginas, 12 €.
El eco de Agota Kristof.
Una madeja roja en la boca de alguien. Una madeja roja que sale o que entra, seguramente un nudo en la lengua.
¿No es eso más que suficiente para que el milagro vuelva a darse? Pero no, no es tan fácil. Acostumbramos a leer con un inocente escepticismo, con el paso de los años. Así las cosas hacen más daño luego. Así tienen más sentido.
Estoy en estos momentos corrigiendo un ensayo que habla sobre el lujo donde leí esto el otro día: «El sujeto contemporáneo necesita la autenticidad para existir sin creer jamás completamente en ella». Cuando lo leí pensé que Gabriela Wiener existe a pesar de su autenticidad. Posiblemente a pesar de su descreimiento. Pero existe de una forma total, expansiva, irracional: Gabriela proyecta la más potente de las imágenes desde lo que escribe, y se construye, con total autenticidad y descreimiento, frente a nuestros ojos cuando la leemos. Estamos leyendo literatura en tres dimensiones. Estamos conviviendo mientras la leemos con un holograma de carne y hueso, un holograma en el que nos confundimos, donde nos solapamos, como siempre ocurre con las realidades: la estupefacción siempre deja paso a la simbiosis.
Yo empiezo a leer los Ejercicios y no sé a qué atenerme. Voy un poco a tientas y a la vez un poco predispuesta y a la vez con un poco de miedo. Hay algo en lo que escribe Gabriela que siempre me da miedo. Normalmente se tiende a buscar el «yo» en el poeta, se asoma uno al poema con esa curiosidad, en escritores que tratan con varios géneros, que no escriben exclusivamente poesía. Pero Gabriela es tan terrible y honesta y personal y personaliza de tal forma lo que hace que yo me asomo a su poesía buscando otra cosa: la fragilidad, el abismo, lo delicado. Y tengo un poco de miedo.
Y leo «me pasé aquella noche intentando no irradiar demasiada luz». Y leo «había aprendido que la duda es otra forma de certeza». Y leo «yo recordaba haber leído sus poemas como un murciélago recuerda a otro, el asco que produce en los demás, sus vuelos de mamíferos oscuros». Y me encuentro con una Gabriela más literaria que nunca. Y empiezo a sentir una extraña ansiedad por no saber (ahora que lo sabemos todo queremos saber más todavía). Y me encuentro poemas que son microrrelatos, bombas significantes que muestran realidades ajenas, «él me compraba ropa en el mercado de pulgas, cuando salía me encerraba con llave», construcciones pobladas de personajes que irradian también eso que Gabriela irradia, ese interior expansivo que hay que esquivar si no quieres que te ciegue, si quieres seguir leyendo.
Y sigo leyendo. Y yo buscaba el pequeño lugar íntimo de su alma y me encuentro con mil historias que vuelven a atraparme y la distancia no me sirve de nada y se amplía una vez más el proyector de la curiosidad y sigo leyendo.
Leo: «… así son las familias, lesionados por el tiempo y el amor iban mis hijos de plástico». Y llego a «Deconstrucción del padre» y sobre todo a «Violencia doméstica» y me doy cuenta de que el miedo (ese miedo sutil que siempre me dio leer a Gabriela) era por esto, era por encontrar esta desolación.
Pero ella tiene un poema que se llama «Pequeña hermana» y dice «no tengas miedo a las cosas que dan miedo, ten miedo a lo que no da miedo» y entonces yo le hago caso porque también soy la hermana mayor y decido no tener miedo y sigo adelante y soy capaz de llegar a «Canción de cuna», donde suena «el himno de mi casa, donde no tuve paz».
Dice «la poligamia es mi debilidad orgullosa, Big Love mi serie favorita, mi historia con Ricardo Badani la demostración de que la realidad siempre supera la no ficción […] un marido siempre es un profeta al que un día dejarás de seguir». No hay que tenerle miedo a Gabriela, hay que tener miedo de uno mismo, solamente, porque «no hay nada tan público y discreto», porque es tan difícil ser honesto, ser auténtico a pesar de nosotros mismos, porque por algo su «Arte poética» es una hoja en la boca, pero una hoja de afeitar. Hacerse sangre, a veces, es la única forma de salir adelante.
Y ya, de nuevo herida, llego al poema «Mi primera casa». Entonces me quedo casi sin aliento. ¿Qué es esto? No quiero. Quiero pichones, peces, floripondios (quiero oír todo eso), pero no quiero ver la hendidura. No quiero mirar. ¿Se puede ser más terrible, más sutil, más algo-inasible-abisal? Llamar hendidura a una casa, como ella hace, es un todo. Pero además: esa dejadez surrealista, cotidiana, atrevida. Esa vergüenza. Leo y a la vez escribo en los márgenes del libro, desde la cama, en medio de la noche, escribo eso, vergüenza, y de pronto llego al verso donde ella dice: «… algo debía estar secándose en el fondo / fue cuando me dio la vergüenza», y he escrito vergüenza apenas a tres centímetros de donde ella también había escrito vergüenza (a lápiz, en el margen). Y no puede ser. Esa es la simbiosis de la que hablaba antes. Pero la simbiosis no puede darse si no hay una realidad pura, y perfecta, un poema puro y perfecto, completamente vencido, sin vergüenza, y digo no puede ser, y apago la luz.
Puedo intentar analizarlo. Gabriela lo ha vuelto a hacer. Nos lo ha vuelto a contar todo, aunque no consigamos enterarnos de nada, o al revés, no nos ha contado nada y nos hemos enterado de todo, que es lo que pasa con los buenos libros. Ejercicios visita un país pasado, una huida, un destierro, visita, sobre todo, el concepto más absoluto de la raíz y sus tallos crecidos, sus amputaciones y sus floraciones: la familia. La familia desde la distancia necesaria, la construcción y la deconstrucción que en todos nosotros la familia supone, y metemos dentro de familia las familias pasadas y las futuras, los cadáveres nuestros de cuando éramos otra cosa, el padre, la madre, los hermanos, los amigos, los jirones de la memoria: en realidad con el paso del tiempo todo tiene ese calor de manicomio o ese frío de país abandonado. Gabriela nos lo cuenta con la sabiduría del que no pretende saber nada pero recoge el testigo de sí mismo. El viaje vertical del corazón: cada influencia y cada vértigo, la no oficialidad de las pasiones: la cultura y el sentimiento. Aparecen nuevos hitos en el recorrido. La sensualidad de la vida y la nostalgia, la sorpresa de la regeneración de las emociones si nos permitimos vivirlas, vivir las emociones, la vida y la nostalgia. Gabriela no habla de tomar decisiones sino de asumirlas. No enumera los pasos, sino calibra las huellas. Gabriela escribe un magnífico epílogo, un magnífico diálogo final con su otro yo: multiplicidad de códigos, complicidad, serenidad descarnada.
No sé si he sabido explicarme. Tengo subrayados versos, tengo apuntados el ritmo sordo de su prosa, el estilo no aritmético de sus figuras, de su rompiente. Pero eso es un complemento más. Algo que no hace sino reforzar sus cuadros, sus telas rasgadas, su hiperrealismo sucio y luminoso. He leído Ejercicios para el endurecimiento del espíritu y a mi pesar he aprendido la lección. Gabriela hace «una vida de puntillas» y llega a la transparencia. Al descaro del dolor. A esa corriente hipnótica. En este libro, Gabriela es tan Gabriela que no podemos leerlo sin temer el reflejo, la demasiada luz. Yo también he pasado «Un día en la vida de». Yo también amé a Claus y a Lucas y también pienso, ahora que ella me lo ha enseñado, que a veces esto es ganar la guerra y a veces es perderla. Lo mejor de todo es que hay que tener mucho, pero mucho valor, para estar en la edad de ser valiente y a pesar de todo, y con pesar de todo, serlo.
Sobre Lara Moreno:
Escritora y editora andaluza. Ha publicado libros de poemas, como “La herida costumbre”, libros de relatos, como “Cuatro veces fuego”, ha antologado a poetas jóvenes en “Aquí y ahora” y acaba de publicar la novela, elegida Nuevo Talento Fnac, “Por si se va la luz”.
Me ha llegado en casa y me espera en casa con ganas.
Después, por si acaso, leeré la reseña 🙂