El último viaje del Omphalos
Cuando la reclusión llega impuesta, el escenario cobra vida; la cárcel respira; el sótano palpita; el garaje habla; el apartamento llora; el buque se estrecha. De esta manera trata de explicarse sus coordenadas el narrador: es el jefe de máquinas y se llama Jaime Torres; el buque, Omphalos (“Ombligo”, pura ironía); tres tipos son sus únicos habitantes, el remanente de una tripulación que, en días de su apogeo, se contaba por docenas. Supervivientes no es el mejor calificativo que se les pueda otorgar a tres tipos que son, a todas luces, los rehenes de un despiadado comisario de puerto, que esperan (pero ¿qué esperan?) confinados en un amasijo de hierros del que nada quieren saber ni la naviera ni el armador. Esto es El último viaje del Omphalos; así comienza la nueva novela de Willy Uribe.
Con este planteamiento descorazonador, los habituales de Willy Uribe sabemos a qué atenernos. No esperamos concesiones en el relato, sabemos que nunca irá a mejor. La sensación de asfixia se instala en la lectura, el oxígeno comienza a faltar a medida que uno consume páginas y encuentra que la historia no avanza (pero sí avanza, y cómo), y todo se complica justo cuando uno cree (incluso un habitual de Willy U.) que no es posible ya complicar nada, porque las piezas narrativas se van quemando una a una y el óxido y la muerte y el absurdo aceleran su trabajo imparable. El abogado enviado desde España con el cometido de negociar la libertad de los rehenes en los primeros compases del relato no será nunca una promesa creíble. Marcel Lago, el antagonista confeso, el ejecutor de ese cautiverio demencial, acabará siendo uno más (y no siempre el peor) entre las piezas que en esta trama fungen al servicio del caos. La asfixia vital envenena cada relación, y no hay hombre que no acabe desconfiando de cualquier otro hombre. Ni siquiera el lector.
No es odio ―acaba diciendo el protagonista―, es una armadura. Los lectores de Willy Uribe sabemos en qué modo se obstina en exponer al lector siempre frente al abismo de la nada en sus relatos, sin embargo a veces deja aparecer estos breves retazos de luz que mitigan, aunque solo sea en parte, la dureza de sus personajes, de sus historias. Le agradecemos el gesto, como le agradecemos siempre que vuelva, y Willy Uribe ha vuelto con un relato vibrante, ominoso, dañino para la salud y seductor, sin términos medios. Como los mejores psicotrópicos. Como la buena literatura que es, y subyuga y engancha. No es odio, es una armadura. Willy Uribe acabó estas líneas terribles y adictivas mientras vivía una huelga de hambre en favor de David Reboredo (recuerden: el extoxicómano rehabilitado al que el gobierno negaba y volvía a negar un indulto). Creo que hay mucho de ese estado físico y mental presente en el modo como se cierra el libro. Creo que hay mucho del clima de frustración general que se vive en la España de hoy en esta narración donde se señala repetidamente la desafección por aquella otra España del 86, la del brillo y la promesa, la que para estos personajes desamparados parecerá siempre lejana, esquiva, un espejismo entre la calima. Una metáfora, puede ser, pero no aconsejo que limiten la novela a una sola vía interpretativa. Sería cercenarla. Las novelas de Willy Uribe son siempre juegos multiformes de efectos impredecibles, y hay que acercarse a ellas en modo abierto. Ese detalle es lo que las hace originales, y apetecibles, y así hay que disfrutarlas, duelan lo que duelan.
Sobre Santiago García Tirado:
Es escritor. Su última novela publicada es La balada de Eleanora Aguirre (2012). Antes de ella ya había publicado la novela Un preso que hablaba de Stanislavski (2006) y el libro de relatos Todas las tardes café (2009). Otros empeños confesables en materia literaria son su edición de la antología de relato negro Asesinatos profilácticos y la del libro de Noam Chomsky Ilusionistas, ambas para Ediciones Irreverentes. En la actualidad colabora con Blisstopic, Quimera, Micro-Revista y el programa Todos somos sospechosos, de Radio-3.
Comentario