La imperturbable levedad del ser
Cactus. Rodrigo Muñoz Avia. Alfaguara. Madrid, 2015. 232 páginas. 17.90 €
Conozco la trayectoria de Rodrigo Muñoz Avia desde hace muchos años, y he disfrutado siempre de su mirada irónica, y en ocasiones sarcástica, a la hora de enfrentarse a personajes atrabiliarios y un tanto desnortados. En el caso de Agustín, el protagonista de Cactus, nos presenta a un profesor al borde de la nada. Despedido, abandonado por su pareja, decide aceptar la inscripción que por él hace una amiga para tomar un curso en Stanford acerca de plantas suculentas.
La nada del personaje le acompaña como una esencia: la virtud del nuevo emplazamiento (en realidad se parece más a un cactus trasplantado que a un hombre en busca de reparación o sentido) es que parece estar aún más vacío que el anterior en España.
La leyenda sobre el viajero es que en cada aventura cambia. La realidad del turista es que se hace un selfie. Cactus es un selfie muy divertido: como en esas abominables aglomeraciones de las ciudades turísticas de agosto, no es tanto contemplar, pongamos, un cuadro de Rafael, como demostrar por medio de la foto que se ha estado allí. Agustín ni siquiera se preocupa por eso o por dejar alguna huella: de hecho, cuando lo intenta, los dioses se conjuran contra él. O la tecnología, por lo menos. El legado de Agustín y sus compañeras de clase, el reacondicionamiento de un jardín de cactus, está en claro peligro por la presión inmobiliaria.
Lo interesante de esta novela es que por un lado mantiene una peripecia debidamente intensa y alocada pero por otro sostiene una imperturbable fijación en un personaje que no cambia. No hay revelación, transformación o impulso por parte del protagonista. La tentación habría sido proponer un trayecto del alma, una redención. Pero, como ocurre con el Bartleby de Melville, por ejemplo, la tozudez en la nada conduce a Agustín a consumar ese paréntesis. No hay trayecto sino un cambio de escenario. Y el lector, que podría haberlo esperado, asume en realidad que la postura de Agustín es no preocuparse mucho de las consecuencias: no es solo “preferiría no hacerlo”, sino “la decisión que tome es irrelevante, en el fondo”. Funciona muy bien, pese a la dificultad narrativa.
Por otro lado, el catálogo de personajes secundarios, y de escenas, dibujan una California de espejismo, irreal pero con capacidad de molestar. Un territorio sin sustancia en el que los cactus pueden crecer pero en el que no parece haber sitio para una frondosidad real: todo es rápido, uniformado, en ocasiones incomprensible y siempre lo suficientemente extraño como para provocar la sonrisa en el lector. Y en ese sentido, dibuja una parábola sobre algunos aspectos nucleares del héroe moderno: la ausencia de momentos épicos, la uniformidad gris de los días, independientemente de dónde se pasen, la incomprensión de hechos y personas y la futilidad, divina futilidad, de casi todo lo que hacemos. No es poca cosa componer con eso una novela tan divertida e inquietante (sí, es inquietante) como esta.
Sobre Miguel Ángel Serrano:
Miguel Ángel Serrano (Madrid, 1.965) es novelista, ensayista, poeta y crítico. Obtuvo el Premio José María de Pereda de Novela Corta del Gobierno de Cantabria con Tango, su primera novela, a la que le seguirían Jardín de Espinos y El Hombre de Bronce. Fue además finalista del Premio NH de Relatos con El Veneno del Profundo Pesar. Es también autor del ensayo histórico La Ciudad de las Bombas: Barcelona y los Años Trágicos del Movimiento Obrero y del libro de poemas Un presagio.