Michon, el hijo
Como dice Michon, sabido es que el rey tiene dos cuerpos: el perecedero, “el andrajo, que se encamina a la carroña”, y el imperecedero, “que el texto entroniza y consagra”. Aquí nos interesa más el segundo que el primero; es decir, nos importa más “el cuerpo del Autor”, “el Verbo vivo”, que “el saccus merda”. Por eso no nos incumben tanto los autores de los días de Pierre Michon, es decir, sus padres biológicos, como su parentela literaria.
No tiene ningún reparo el francés a la hora de reconocer que su padre, el padre de cuanto ha escrito, fue William Faulkner. Pero antes de Faulkner tuvo otros progenitores: “Primero estuvo Rimbaud, claro, que luego colgué como se cuelgan los hábitos (…) y quizá porque lo colgué lo noto cercano”. A este primer padre le dedicó su primer libro, Rimbaud el hijo. En parte, es de suponer, porque se identificó con él: ambos tenían un fantasma por padre y una hermana muerta. Y en parte también por lo que hay de edípico en toda relación padre-hijo aunque ésta sea literaria, o, mejor dicho, más aún cuando ésta es literaria (no hay que olvidar que, antes de tumbarse en el diván, Edipo era sólo literatura): “Detrás de las grandes textos está siempre la voluntad de usurpar (…) Escribir sobre Rimbaud es querer ocupar el trono de la literatura en persona”, dice Michon.
Curiosamente, a este deseo de usurpación alude Michon cuando dice que Rimbaud es para él lo que Evaristo Carriego para Borges. No en vano, se ha dicho que Evaristo Carriego es una de las grandes usurpaciones textuales cometidas por el escritor argentino. Aunque surgió como un homenaje a un poeta que era amigo de su padre, gran parte del ensayo supuestamente dedicado a Carriego es en realidad una autobiografía ficticia del propio Borges. El libro que Michon dedicó a Rimbaud, en cambio, no revela gran cosa de su vida, pero, al igual que Evaristo Carriego, deja entrever una peculiar concepción de lo biográfico. Para Michon, la biografía, propia o ajena, es un terreno único para que el escritor explore la relación entre vida y ficción, y transite por los límites de la escritura. Michon volverá a este terreno biográfico en Vidas minúsculas. En este libro, el francés dará un repaso, o un rodeo, a su biografía a través de las vidas de otras personas con las que tuvo algún tipo de vínculo. Esta aproximación tangencial a uno mismo a través de la vida de los otros parece seguir a rajatabla la cita de De Quincey con la que Borges abría su Evaristo Carriego: “…un modo de verdad, no la verdad coherente y central, sino una verdad oblicua y fragmentada”.
Volviendo al libro que le dedicó a Rimbaud, a Michon le interesaba más su faceta de hijo, su genealogía, que otros aspectos de su vida, como la controvertida relación que mantuvo con Paul Verlaine o su supuesta implicación en el tráfico de armas y esclavos. Con su empeño en no dejar ningún legado, ni carnal ni por escrito, Rimbaud renuncia a toda paternidad para ser únicamente hijo, tan hijo como el mismísimo Jesucristo. El árbol genealógico de Rimbaud, como el del propio Michon, difiere por tanto del del resto de los mortales: “Madame Bovary es todas las mujeres. Es mi madre”, escribe Michon en Cuerpos del rey. Ahora bien, son pocos los llamados a pertenecer a esta dinastía literaria. Como se indica de forma paródica en Rimbaud el hijo, para formar parte de esta familia, los jóvenes “esperaban que los poetas titulados, es decir aquellos cuyo nombre había rozado por lo menos en una ocasión la palabra genio, les concediesen un rayito de ese halo invisible que se suponía llevaban sobre la cabeza; y que se transmite como por esquejes, del más Viejo al más joven, pero que nunca puede ser robado por el joven, sea éste Rimbaud o san Juan, el Viejo tiene que darlo”.
A Rimbaud le siguieron otros padres: “Flaubert, y Balzac, y Baudelaire, y Dostoievski, y Proust, todos los insustituibles”. Entre ellos destaca Flaubert: “Flaubert es nuestro padre en miseria (…) Todos somos hijos de su miseria, ora fingida y no obstante auténtica (…)”. Dice también que, durante su juventud, se aprendía de memoria los poemas de Victor Hugo, de Baudelaire. Para Michon, la poesía hace las veces de plegaria. Así, en Cuerpos del rey, Michon cuenta que recitó el poema La balada de los ahorcados, de François Villon, a modo de oración ante su madre muerta: “Versos que tranquilizan al cadáver, tranquilizan al niño en pie. Tal es sin duda el cometido de la poesía”. Durante quince años intentó escribir teniendo a esos grandes de las letras francesas como referente. El problema de este tipo de literatura es que ya no se hacía, así que estuvo años bloqueado: “Tenía miedo de que se rieran en mi cara. Hasta que conseguí ajustar lo solemne y lo prosaico en una narrativa que de alguna manera aspirara a producir el mismo efecto que aquellos versos”.
Durante ese largo período de bloqueo, Michon colmó su vacío bebiendo, quizá porque, como escribe en Vidas minúsculas, “el oro líquido contiene todos los padres, madres, esposas e hijos que se quiera”. Tenía más de treinta años, no había escrito ni una línea… hasta que se topó con Faulkner: “Leí por casualidad ¡Absalón, Absalón!: desde las primeras páginas hallé un padre o un hermano, algo así como el padre del texto (…) Al amparo de su sombra, y, como quien dice, cogido de su mano, comencé a escribir”. De Faulkner tomó la postura, la fuerza, el atrevimiento y, sobre todo, la voz, esa “voz despótica de eso que se ha dado en llamar la literatura”. Así que Faulkner era para Michon la medida de todas las cosas. Pero también era el obstáculo inmenso que había que sortear para convertirse en escritor, para poder ser, por fin, Pierre Michon. Con ese peso a la espalda que es Faulkner, o con esas alas, Michon empezó a escribir, y un par de libros magistrales, como Vidas minúsculas o Los once, le bastaron para ocupar de pleno derecho el trono de la literatura en persona.
Sobre Rebeca García Nieto:
Rebeca García Nieto es psicóloga clínica, profesora universitaria y escritora. Su primera novela, “Historia de una mirada”, fue publicada recientemente por Eutelequia. Con su segunda novela, “Eric, una vida en ausencia”, ha quedado finalista del Premio Azorín de Novela 2012.
Excelente texto este de Rebeca García Nieto. Ingenioso, crítico, ameno y rebosante de buena literatura. Chapeau!