Todo lo que nadie se atrevió a contarme sobre el embarazo
Por Aloma Rodríguez
A finales de agosto me hice mi primer test de embarazo aprovechando la visita de mi madre y mi hermana pequeña. Dio positivo. El los días inmediatamente anteriores me habían echado de un trabajo, habían ascendido a mi novio y mi libro había sido reseñado en un suplemento literario nacional. El día de antes estuve patinando en el Retiro. Estas son algunas de las cosas sobre las que nadie me había advertido.
El quimérico inquilino. Da igual lo que me suceda: dolor en el hígado, visitas frecuentes al baño, sueño, cansancio, tobillos hinchados, dolor agudo en la espalda, en el omóplato, en la zona de los riñones, que te salgan granos, que tengas picores… TODO es normal. La respuesta es la progesterona: “la progesterona es muy mala”, “uy, eso es la progesterona”, “es normal, es la progesterona”, y así. Mientras lo que notaba era algo así como una invasión, que dentro crecía un alien que se adueñaba de mí y que campaba a sus anchas por mi barriga, que demandaba e imponía un ritmo, que controlaba mi humor y que culebreaba dentro, lo que oía es que todo es normal. Y todo es normal. Pero para mí es la primera vez, así que TODO es raro. Aunque no me quedó más remedio que asumirlo como extrañamente normal.
Una salida digna. Todo el mundo habla de las náuseas: tienen cierto glamour porque son molestas, bastante fotogénicas, vienen acompañadas de mareos y se relacionan con cierta fragilidad estereotipada femenina. Pero nadie habla de los gases. Eructos. Incómodos. Incontrolables. Nada glamourosos. Hacen que prefiera quedarme en casa, envuelta en una manta, con la luz apagada y un vaso de agua al lado esperando que pasen. Lo peor, en realidad, no son los eructos; lo peor es el dolor de espalda que provocan cuando no salen de mi cuerpo. Que no te engañen: el yoga para embarazadas, los estiramientos, ejercicios, etc., solo tienen una finalidad: que el aire encuentre una salida lo más digna y discreta posible. Nunca he sabido eructar y ahora, por fin, mi novio me admira.
El útero de todas. Estar embarazada es algo sobre lo que casi todas las mujeres han tomado una decisión o, al menos, saben que en algún momento tendrán que responder a la pregunta de si quieren tener hijos o no. El embarazo despierta un sentimiento de comunidad mucho más fuerte que cualquier otra cosa: la embarazada se convierte en el útero de todas, de las que han parido, de las que no, de las que quieren tener hijos, de las que no los tendrán, de las que tuvieron un parto feliz, de las que han sido todo cesáreas… Mi útero es el lugar en el que proyectan deseos y frustraciones todas las mujeres que conozco o que conocen a alguien que conozco o que se enteran de que estoy embarazada. Chicas con las que no había tenido relación me miran con ternura. Me tocan la tripa personas con las que no quedaría a tomar un café. Me cuentan sus partos y embarazos, convencidas de que el suyo es el único relato real y fiable sobre la maternidad, que siempre acaba de la misma aterradora manera: “[…] pero merece la pena”.
Todos queremos lo mejor para ella. Mi embarazo ha despertado talentos y saberes ocultos en mis amigos: saben de nutrición, de ejercicio y de medicina. Algunos se preocupan más que mi matrona por los kilos que he engordado (de momento, lo llevo bien, 1 por mes). También están los expertos en el control de los alimentos y te animan a comer jamón aunque el médico te lo haya prohibido por el asunto de la toxoplasmosis. O los que hacen caso a las leyendas urbanas y te aconsejan que no te pintes las uñas. Uno me pregunta escéptico por las transaminasas en los primeros análisis mientras me advierte con una mezcla de provocación y cariño que me voy a poner como una vaca, se me van a hinchar los tobillos y las rodillas y mi culo va a ganar protagonismo. (Este amigo merecería un apartado propio: durante las primeras semanas estuvo mandándome una imagen al día relacionada con la maternidad. En la última que me mandó se veía a un bebé cayendo de un carrito.) El mejor consejo me lo dio la madre de un amigo: “Quéjate mucho, no te hagas la fuerte como hice yo. Y nada de bragas de embarazada”.
¿Qué me pasa, doctor? Me dio un ataque de risa, al que siguió uno de llanto y acabaron mezclándose. Era de madrugada, estaba en casa de mis padres y mi novio y mis hermanos pequeños me miraban estupefactos. Mi hermana pequeña, 15 años, me acarició el brazo y me mostró todo su apoyo: “No te preocupes, son las hormonas, a mí también me pasa”.
Grandes esperanzas. Vi a mi padre una semana después de saber que estaba embarazada. Quedamos en Atocha: tenía apenas unas horas entre el aterrizaje del avión que le traía de Mallorca y el tren que le llevaba a Zaragoza. Venía de un congreso y antes de que me acabara el café con leche ya me había dicho: “¿Pero es que no te vas a volver un poco buena ni ahora que vas a ser madre?”. Mi hermano mayor supo desde el primer momento que eso no iba a suceder: imagina al cigoto nadando en NAPALM –o bilis en el mejor de los casos– en lugar de líquido amniótico y está seguro de que sus primeras palabras serán “puta mierda”.
Sobre Aloma Rodríguez:
Licenciada en Filología Hispánica, es traductora de francés y fotógrafa. Ha publicado París tres (Xordica, 2007), Jóvenes y guapos (Xordica, 2010) y Solo si te mueves (Xordica, 2013), por el que ha sido elegida Nuevo Talento por FNAC. Escribe habitualmente en Heraldo de Aragón y colabora en la revista Letras Libres. Mantiene su blog (alomasimpe.com/blog) desde 2005.
Gracias por lo que escribes, al igual que tu estoy esoerando mi primer hijo y es real todo lo que compartes. Un abrazo