Transhumanidad para adultos

Por Recaredo Veredas

Cada mes aparece una nueva serie del año, incluso de la historia. No es un fenómeno nuevo, lo causa la necesidad continua de noticias rompedoras, que marquen un antes y un después. Durante la era predigital se utilizaban las finales de campeonatos de fútbol y las bodas reales. Pasada una semana desaparecían para siempre. Ahora los aficionados más recalcitrantes pueden buscar y rebuscar en esa inmensa hemeroteca/archivo policial llamado Google.

En 2018 la ficción televisiva había entrado en una etapa oscura, se intuía un regreso a la vulgaridad que la caracterizó durante décadas, a direcciones mediocres e historias previsibles. Sin embargo esta temporada ha vuelto la esperanza. Ha ocurrido gracias a dos series de la misma productora, HBO, que condujo a las series a su época dorada. Una apela al pasado, la otra a un presente tan actual que para la mayoría parece futuro.

Protagonizada por adolescentes traumatizadas, presenta un mundo de una actualidad radical. Sus protagonistas viven en un lugar intermedio que no se sitúa ni en lo físico ni en lo virtual. Mantienen relaciones de amor puro con compañeros de clase a quienes ni siquiera llegan a ver y cuya identidad real ignoran. Incluso se cuestionan cuál es su identidad verdadera, si la virtual o la asignada en el mundo físico.

Sobre la primera ya se ha escrito demasiado. Se titula Chernobyl. Apela al pasado porque sus personajes están inspirados en las mejores novelas de Le Carré (sin duda el ciclo de Smiley, tan conspirativo, trágico y setentero) y su narrativa apela el cine de catástrofes. Desde una perspectiva tanto argumental como estética convoca a las referencias juveniles o infantiles de un porcentaje considerable de los abonados de la cadena.

Hunter Schaffer

La modernidad o su simulacro están, sin duda, en Euphoria. Protagonizada por adolescentes traumatizadas, presenta un mundo de una actualidad radical. Sus protagonistas viven en un lugar intermedio que no se sitúa ni en lo físico ni en lo virtual. Mantienen relaciones de amor puro con compañeros de clase a quienes ni siquiera llegan a ver y cuya identidad real ignoran. Incluso se cuestionan cuál es su identidad verdadera, si la virtual o la asignada en el mundo físico. Forman una comunidad integral, conectada las veinticuatro horas del día, donde lo privado se limita a aquello que se murmura. A lo excepcional. Cualquier acto íntimo, sobre todo sexual, puede ser grabado y publicado en la red. Contemplado por miles de espectadores anónimos, cuyo crecimiento es geométrico e imprevisible. Puede pararse en unos cientos o crecer hasta millones. Nadie sabe de qué depende. La exposición pública de lo vergonzante no es la mayor amenaza. Tal riesgo no les coarta ni limita el envío y reenvío de fotografías y vídeos que contienen actos sexuales o desnudos. De hecho lo consideran un riesgo asumible. ¿Por qué? Porque conocen la brevedad de cualquier escándalo. Saben que nada durará más de una semana, por muy terrible que parezca. Solo les asusta el delito, la intervención de la autoridad y, sobre todo, la marca digital que ese delito dejará en su futuro. La verdad ocupa un lugar secundario porque saben que el peso de una denuncia falsa es mucho mayor que el de su desmentido. No todo es negativo en el mundo fronterizo: las redes generan apoyo continuo frente a la disfuncionalidad familiar y el acoso. Lo vergonzante, el secreto, el tabú que tanto ha dañado a la psique de cientos de millones de occidentales, lo que, sin duda, está en el origen de la psicología moderna, disminuye hasta rozar el cero. Todas, o casi todas, las puertas quedan abiertas.

La manipulación existía antes de internet y el mundo era mucho más aburrido. Los padres de los y las protagonistas son distintos entre sí, pero con mínimas excepciones están tan tocados como sus descendientes. La diferencia en su contra: han hecho del disimulo su mayor propósito vital.

El espectador adulto, en primer lugar, se asusta ante el mundo que vivirán (o viven) sus hijos. Un mundo donde la intimidad no existe (tampoco la suya, sus hijos pueden grabarles también a ellos), donde drogas sintéticas de efectos desconocidos son omnipresentes y donde se ha perdido contacto con el concepto tradicional de realidad. Un mundo que combina sin reparo alguno el cuidado superficial con el individualismo salvaje. El adulto siente pavor pero también puede preguntarse si el mundo cerrado con cuatro candados que él mismo vivió fue mejor. Si alguna vez existió el país de las hadas. La respuesta es obvia para cualquiera que no idealice el pasado. La manipulación existía antes de internet y el mundo era mucho más aburrido. Los padres de los y las protagonistas son distintos entre sí, pero con mínimas excepciones están tan tocados como sus descendientes. La diferencia en su contra: han hecho del disimulo su mayor propósito vital.

Podría afirmarse que Euphoria no es una serie para adolescentes sino un simulacro de modernidad cuyo destinatario natural es un espectador de mediana edad que se considera a sí mismo moderno. La estilización propia de Hollywood tiene aquí un papel muy relevante. De hecho las dos protagonistas son dos nuevas estrellas: la actriz, cantante e influencer Zendaya y la activista trans y modelo Hunter Schafer. La primacía de la belleza arrincona a la fealdad real: incluso la supuesta marginada dispone de armas para salir adelante y ya en el tercer capítulo ha reivindicado su potencial.

Sam Levinson

Existen, al menos, otros dos enlaces con el adulto. Por un lado se mantiene la universalidad de los traumas. Pese a todo el envoltorio cibernético, el sufrimiento de las protagonistas y de su entorno tiene el mismo origen y provoca las mismas consecuencias que en toda la narrativa de, al menos, el siglo XX: la violencia genera violencia, sea contra uno mismo, sea contra los demás. Se aprecia con claridad cristalina en la caracterización del villano, una especie de galán psicópata sacado de las masacres de Wes Craven. Su padre es la mayor fortuna de la ciudad y, a su vez, un depredador sexual que ha dejado la marca de la ira en sus hijos. Por otro lado la realización bebe desde el primer instante de varios referentes obvios y sólidamente instalados en la mente del espectador maduro: el David Fincher de El club de la lucha, la Sofia Coppola de Las vírgenes suicidas y, como influencia máxima, el majestuoso Paul Thomas Anderson de Magnolia. Es decir: utiliza una mirada casi omnisciente, en cierto modo decimonónica, que contempla sin piedad el caos de la naturaleza humana, mediante decenas de focos que se alternan sin desfocalización y un uso del melodrama efectista, casi operístico, que bordea lo inverosímil pero mantiene en niveles máximos la emoción. El auténtico talento de Sam Levinson, hijo del notable artesano Barry Levinson, está en que en ningún momento niega los referentes, incluso exhibe la influencia, pero la orienta hacia un lugar que ninguno de sus referentes había visitado: la adolescencia y lo transhumano. No sé si Euphoria es recomendable para adolescentes, tampoco si dentro de diez o veinte años seguirá reivindicándose. Sí sé que es reconfortante para cualquier adulto que quiera creerse más moderno de lo que realmente es. Y, por supuesto, para cualquiera que quiera disfrutar de un producto de una calidad altísima, tocado por una gracia casi extinguida: el auténtico talento.

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Sobre Recaredo Veredas:

Licenciado en Derecho. Máster en Edición. Reseñista en numerosos medios, como Quimera, ABC, The Objective, Política Exterior o Qué Leer. Profesor en la Escuela de Letras. Fundador, junto a otros, de Culturamas y creador de micro-revista. Autor de los libros de relatos Pendiente (Dilema Nuevos Narradores, 2004) y Actos imperdonables (Bartleby, 2013), del manual Cómo escribir un relato y publicarlo (Dilema, 2006), del ensayo No es para tanto (Silex, 2019), de los poemarios Nadar en agua helada (Bartleby, 2012) y Nadar en agua helada (Bartleby, 2019 y de la novela Deudas vencidas (Salto de página, 2014).

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