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A remangarse tocan

A remangarse tocan

Por Juan Carlos Suñén

Los novelistas comienzan a hablar de la función social de la literatura, de lo que se deduce que ahora creen en el poder correctivo de la ficción. Y, como no hace ni una década que lo que se imponía era denostar abiertamente cualquier texto con otra pretensión que la de entretener, podríamos llegar a deducir de ello que las cosas están cambiando y que los escritores adquieren, al fin, conciencia de su responsabilidad. Nos equivocaríamos, sin embargo, porque no está cambiando nada: el beneficio sigue primando y, demos crédito o no a las afirmaciones de compromiso, es obvio que los contenidos siguen a la realidad, no la preceden. El novelista de éxito escoge siempre muy oportunamente el asunto de sus novelas.  Tanto como el contenido de sus declaraciones. Si la novela es histórica, dirá que “el conocimiento del pasado es fundamental para defenderse del presente” (hace unos años habría dicho que “la Historia también puede ser entretenida”) y si es humorística dirá que “la risa es un factor fundamental para superar el trauma social que protagonizamos” (hace unos años habría dicho que “el entretenimiento no está reñido con la calidad”).

La única forma de que la literatura siga viva es que persiga esa clase de verdades a las que sólo la belleza accede. Dudo mucho que, de no cumplir esa condición, pueda influir en nada, menos aún en asuntos que exigen más agitación que estilo, más organización que márquetin. Es más, creo que es mucho mejor que la literatura no intente inmiscuirse así en la realidad. No es que recele de la capacidad de la ficción para movilizar escrúpulos; deducirla del hecho de que Homero, Shakespeare y para de contar, hayan podido efectivamente transformar en cierta medida nuestra experiencia del mundo, es, al menos, razonable. Pero que haya quien -y con antelación- le suponga semejante función a su propia obra ¡es tan ridículamente arrogante!

Quizás los escritores posean la agudeza y capacidad de improvisación necesarias, y el lenguaje suficiente, para dar forma afilada a la opinión general del día (y es de agradecer que lo hagan) pero que su obra sea capaz de trascender su subordinación a un mercado cada vez menos interesado en esa clase de verdades a las que sólo la belleza accede, parece más difícil. Conviene recordar que retratar los miedos y aspiraciones de sus coetáneos no hace al escritor útil para la lucha contra las circunstancias, sino sólo atractivo para el lector. El mismo lector que deseaba verse reflejado en las novelas con chalet adosado de hace pocos años, quiere ahora leer sobre los turbios manejos que le han llevado al desahucio. No es cosa que no requiera talento, penetración y buen pulso. No es nada que no debamos celebrar en un autor; pero está muy lejos de ese propósito de orden superior que se llama revolucionar conciencias. Para eso es preciso ganarle a lo real zonas nuevas, impensadas, imposibles. Para eso hay que perder el miedo.

sunen

Uno ve en qué ha convertido Hollywood a Los miserables y se pregunta si la literatura puede aún ganar alguna batalla o ya ha sido vencida para siempre:  ¿cómo esperamos que transforme nada si, para empezar, nos limitamos a beneficiarnos de su prestigio a través de productos de diseño? ¿Se volcará ahora el escritor en hacer una nueva novela social, enfocada a lo colectivo e intencionalmente crítica, porque eso es lo que toca hacer?, y ¿quiénes serán los modelos de tan deseable cambio?, ¿Cela, Delibes?, ¿y quiénes sus adalides? Nos lo dirá el mercado. El mercado nos dará esas respuestas mientras novelas como La señorita B, de Ramón Nieto, seguirán condenadas al olvido, simplemente, porque exigen del lector cierto esfuerzo intelectual. Hace años que condenamos ese tipo de obras tan arrogantes en aras de un concepto más acorde a la despreocupada modernidad. ¿No es cierto? Y bien, ¿acaso vamos a desempolvarlas ahora? Nadie parece interesado, sé lo que me digo.

En una película soviética de 1935 titulada El nuevo Gulliver –de Aleksandr Ptushko pero que firmaría hoy, sin sonrojarse, Tim Burton si el dogma que la alimenta fuese otro- los oprimidos liliputienses adquieren conciencia política gracias a la aparición, entre los restos del naufragio que da pie a la aventura, de un cuaderno escolar. A lo mejor no hace falta ponerse a la tarea de escribir una literatura con mensaje reparador, a lo mejor es suficiente con que revisemos la que ya hemos escrito. Porque hay una literatura que se ocupó en su momento de desenmascarar al fascismo y a sus amos, y en español, no sólo en alemán, italiano, francés o ruso. A lo mejor es suficiente con devolverle a la cultura lo que es suyo, y su sentido a las aulas. A lo mejor la urgencia está en otra parte, más alejada de la satisfacción del lector y más cercana a la denuncia de su instrumentación, menos obsesionada con la historia reciente y menos complaciente con el canon establecido.

¿Cuántos de los lectores que hoy adquieren las publicaciones de nuestros novelistas más  exitosos habrán leído también a Arturo Barea, o a Ramón Nieto, o a Lezama Lima, o a Juan Benet, o a Aliocha Coll o, incluso, a Ignacio Aldecoa? Toda literatura es muestra de un discurso mayor (no se entiende sin él), un discurso que no puede, en modo alguno, conducir fuera de la justicia, la libertad, la igualdad, la responsabilidad… pero cuyo fin último no es tampoco el de reflejar nuestra reacción de condenados a la enfermedad de esos valores en un momento concreto (un trabajo que también debe hacerse, por cierto, pero que no requiere de la ficción, no en esta época), sino su urgencia esencial, permanente. La obra literaria debe garantizar que, en nuestro interior, aún somos indistinguibles de su necesidad, que es una necesidad moral.

Porque a corto plazo, no es el escritor el que cambia las cosas, ni el lector, sino el otro. En cuanto al largo plazo (la cultura como gran reflexión y la literatura con ella, la educación como sustrato crítico) es un concepto que ya no le interesa a nadie: todo cuanto requiera de él morirá, por causas ajenas a la voluntad intelectual, si el otro, de nuevo, no lo impide.

Que cada uno debe luchar con sus habilidades y sin urgencia, día a día hasta llegar a donde sea que deseamos ir, es siempre cierto de puertas para adentro y básicamente cierto, de puertas para afuera, en tiempos de justicia, libertad e igualdad; pero si alguna vez los hubo, tales tiempos, no son estos tiempos. Estos, lamentablemente, precisan armas más sólidas, contundentes. El escritor que quiera influir realmente en los acontecimientos que se remangue, porque eso es lo que toca.

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Sobre Juan Carlos Suñén:

Se declara poeta por exclusión, crítico literario por inercia, profesor por necesidad, ocasional caricaturista y compositor frustrado. Vive actualmente en Magaz de Abajo, en el Bierzo, dedicado a la lectura, la relectura, la escritura y la reescritura mientras aprende a defenderse de una naturaleza poco dada al diálogo. A regañadientes, mantiene un blog (Magaz de Letras). Su última obra publicada es "La habitación amarilla", Bartleby, 2012.

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3 Comentarios

  1. javier arriero
    01/04/2013 at 16:49 · Reply

    Olé.

    No sé si a la verdad se accede sólo por la puerta de la belleza, que además de ser estrecha suele requerir llave, pero en cualquier caso la literatura es verdad, y el resto es industria, papel y ruido. Y la verdad es urgente, pero no es ni efímera ni coyuntural.

    Hemos llegado aquí precisamente porque hubo negación del pensamiento. Hemos llegado tarde al presente, asi que, sí, toca remangarse y actuar. Desde lo más pequeño para llegar a lo más grande. No sé si saldremos de ésta, pero que al menos el futuro nos alcance con los puños apretados.

  2. 03/04/2013 at 13:58 · Reply

    Interesante crítica y reflexión que toca una de las grandes cuestiones no resueltas, al menos no definitivamente, por la crítica literaria: ¿CUÁL ES, CÓMO ES, EL VÍNCULO ENTRE LA REALIDAD Y LA FICCIÓN? ¿ACASO ES en absoluto? Me gustó lo de “Los Miserables”. Cito: “Uno ve en qué ha convertido Hollywood a Los miserables y se pregunta si la literatura puede aún ganar alguna batalla o ya ha sido vencida para siempre: ¿cómo esperamos que transforme nada si, para empezar, nos limitamos a beneficiarnos de su prestigio a través de productos de diseño?”

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