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Autopsia

Autopsia

Por Sara Mesa

Autopsia. Miguel Serrano Larraz. Editorial Candaya. Barcelona, 2014. 400 páginas, 18 €.

 

Nos dice el diccionario de la Real Academia Española que el término “autopsia” tiene una doble acepción: la primera, la más concreta, pertenece al campo de la medicina (examen anatómico de un cadáver); la segunda, más general (examen analítico minucioso), tiene la posibilidad de abarcar otros muchos ámbitos. En el caso de la novela de Serrano, dado que en un principio no tenemos cadáver ni bisturí ni batas ni luces blancas ni disección de músculos, piel o tendones, nos daría por pensar que debemos ceñirnos a la segunda acepción y buscar una interpretación alegórica del conjunto, o algo así. Pero, la verdad, voy a arriesgarme: creo que deberíamos ir más allá de esta simbología. En la historia que nos ofrece Autopsia -ese amplio relato de tono falsamente autobiográfico-, yo veo claramente un cadáver tumbado en una camilla metálica y diseccionado con detenimiento moroso en las cerca de 400 páginas que alcanza el libro. Es más: aunque esto no se indica explícitamente, entendemos que dicho examen forense ha de desembocar, forzosamente, en un veredicto. Las autopsias se hacen para llegar a una conclusión, a un resultado determinante y claro: la causa de la muerte fue esta, o bien fue esta otra. Así que, ¿cuál es la causa de la muerte del protagonista de Autopsia? ¿Se nos llega a aclarar finalmente? Porque, no nos engañemos, el protagonista de esta novela, de nombre idéntico a su autor, zaragozano como él, de la misma edad y con algunas circunstancias vitales idénticas, está muerto, si es que damos por válida la interpretación de que dentro de la vida se suceden muchas vidas y que, así como el adolescente mata al niño, y el adulto al adolescente, así el Miguel Serrano personaje, con su ejercicio de memoria -esa confesión en voz alta de un pecado que lo atormenta-, ha de fallecer y dejar paso el nacimiento de otro Miguel Serrano distinto, más maduro y mucho más reconciliado con su pasado.

No hablemos más en clave: Autopsia es una larga confidencia, un examen de conciencia, una confesión en toda regla realizada dentro de un confesionario cuyo sacerdote, por fortuna (¡menuda responsabilidad!), no somos nosotros. Nosotros, los lectores, sólo somos testigos -privilegiados, eso sí- de este profundo ejercicio autoanalítico. Hay una culpa, o una sensación de culpa, que atormenta desde el inicio al narrador y protagonista: el pecado lo vemos -se nos deja intuir- desde el principio, pero aparece y desaparece, sinuoso, velado, ramificándose desde el pasado hasta el presente, como una enredadera salvaje y hambrienta que todo lo impregna. Se trata del acoso escolar realizado contra una niña, Laura Buey -su nombre, omnipresente, llega a adquirir en determinados momentos un tono de amenaza-, una niña que ha debido de hacerse ya una mujer, y de cuya evolución posterior nada sabemos, ni nosotros ni el confesor. Pero, como ya he indicado, este “pecado” (utilicemos mejor el término entre comillas) tiene ramificaciones, lo empapa todo: si hablamos de violencia -una violencia cotidiana, sutil, constante, aunque nunca arbitraria-, vemos que esa violencia aparece también en otros espacios, no solo en el escolar: la violencia es estructural, y late en las calles (representada aquí muy claramente por esos temibles skinheads), anida en la jerarquía social, echa raíces en el mundo laboral. Así que la violencia es el tema que vertebra toda la novela, sin convertirse por ello en el único tema. Autopsia indaga más, ahonda sin tapujos y, consecuentemente, ofrece mucho. Al fin y al cabo, abrir un cuerpo en canal no es cualquier cosa: conlleva el descubrimiento de un amasijo que hay que clasificar, etiquetar y tratar de comprender. Por eso, en Autopsia están también el tema de la memoria -esa reconstrucción y, en definitiva, la ficcionalización del pasado-, de la originalidad versus el plagio -el dj Hans Castorp, trasunto, supongo, de Sergio Algora, basa su creación en la creación de otros-, o del crecimiento y el paso a la edad adulta -en este sentido, Autopsia es también una suerte de novela de iniciación y aprendizaje-.

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Se la ha etiquetado de novela generacional. Puede ser. Lectores de su generación, como yo misma, podemos sentirnos identificados con ciertas experiencias del protagonista, con las formas de vida, referencias sociales y ritos culturales de la época común en las que nos tocó crecer. Pero esa etiqueta se me queda muy corta -una novela así rozaría el costumbrismo, y no es, ni de lejos, el caso-. Hay en Autopsia una falsa apariencia de costumbrismo -con la descripción pormenorizada de la vida de una ciudad como es Zaragoza y la mención específica a calles, bares, librerías, personajes-, igual que hay una falsa apariencia de autobiografismo, pero la novela trasciende, con mucho, ambos paradigmas: podría suceder en cualquier lugar, en cualquier época, el protagonista podría llamarse Miguel Serrano o Raúl Fernández, podría tratar sobre un caso de violencia escolar o sobre un robo o sobre un asesinato incluso: aquí lo que tenemos es a un personaje que crece y que madura con una culpa alojada en su interior, con el arrepentimiento y la necesidad de expiación. Da igual si la culpa es o no merecida; da igual si obedece a una acción más o menos terrible: es esa línea de acción lo que define al protagonista, lo que, en definitiva, está apelando a la naturaleza humana. Miguel Serrano (personaje) es un chico inseguro que trata de encontrar su lugar en el mundo y se enfrenta con incertidumbre al futuro, un personaje tímido, con una adormecida -pero no constante- conciencia de su valía, que sobrevive atenazado por los pequeños hábitos cotidianos -coger un autobús, emborracharse en garitos, estudiar, dejar de estudiar, trabajar, dejar de trabajar- y actúa en ocasiones movido por una rebeldía confusa y, diríamos, poco heroica. Este personaje, este Miguel Serrano que juega a confundirnos haciéndonos creer que es el Miguel Serrano real, en realidad podría ser cualquiera de nosotros. Aquí está el engaño: el proceso literario de Serrano en Autopsia es justamente el contrario al de aquellos otros escritores que se difuminan en sus personajes y en sus historias para que no los reconozcamos, pero no por ello es menos tramposo -en el sentido elogioso, claro está, con que Onetti recomendaba al escritor mentir siempre-. Serrano quiere dar la sensación de que todo lo que nos cuenta es real, para lo cual nos ofrece multitud de detalles que nos confunden, del mismo modo que lo hace el hiperreralismo, que no es sino otra forma distinta de ficción. La sensación resultante es de tal cercanía, tal proximidad, tal veracidad incluso, que sentimos que el libro conversa con nosotros, que realmente su autor -ese que está ahí en la foto de la solapa- nos está contando su vida y desahogándose con nosotros como si fuésemos un antiguo compañero de colegio y también hubiésemos conocido a Laura Buey.

Pero más allá de este mérito, hay algo que conviene destacar, y que es quizá lo más importante cuando estamos hablando de literatura, y aquí hay literatura, y mucha, y buena. Me refiero a lo maravillosamente bien escrita que está esta novela. Si ya en los cuentos de Órbita Serrano nos sorprendía con una prosa exquisita, flexible, natural, rica, aquí hay que añadirle los elementos estructurales propios de una obra larga, ese andamio que muchas veces falla y deja caer con estrépito páginas y más páginas, pero que aquí sostiene, y bien, una multitud de fragmentos, de vaivenes, de ondulaciones, que configuran un conjunto sólido y coherente. Haciendo un parangón con ese personaje protagonista que deja de coger el autobús para no encontrarse con otra ex compañera de colegio, o que da rodeos por otras calles para sortear la amenaza siempre presente de los skinheads, la narración en Autopsia da rodeos, avanza, retrocede, anticipa, se disgrega para luego volver a concentrarse, mira hacia todos lados, mira hacia sí misma, se interrumpe, se retrasa o se acelera. Esto sucede tanto por su organización externa en fragmentos -algunos de los cuales podrían funcionar como piezas independientes- como en la misma configuración interna de la frase. Lo he dicho en algún lugar: Serrano es el escritor español que mejor maneja los paréntesis, y por supuesto no hablo de una cuestión formal, sino de esas pausas y vaivenes que son reflejo de una forma de pensamiento serpenteante, del discurrir de la conciencia en zigzag. No me extraña que en alguna ocasión su prosa haya sido comparada con la de Bernhard pues, aunque tan diferente en tema y tono al austriaco, sí posee Serrano esa misma respiración entrecortada, en ocasiones asfixiante, que está relacionada con el funcionamiento de una mente cuanto se somete a una introspección de tintes claustrofóbicos -ese encierro, diríamos, en el recinto del propio cerebro-. El mismo narrador nos explica su concepción del tiempo narrativo cuando dice: “La realidad es continua, una curva suave, sin irregularidades, que se extiende ante nosotros, que nos sigue, que nos lleva. El tiempo no es discreto ni exacto, en realidad (a pesar de lo que creemos) no puede cuantificarse. Los puntos de inflexión son una invención posterior, ficticia, conveniente, como cualquier medida que trate de apresarlo. Toda narración, toda elucidación, es a posteriori, una consecuencia. Todo sucede ahora, después”.

Desgraciadamente, la autopsia crítica de este Autopsia ha de resultar a la fuerza parcial e incompleta. De este libro, otros antes que yo han dicho cosas muy sagaces, en especial recuerdo las apreciaciones de Alberto Santamaría, de Agustín Fernández Mallo y de mi buen amigo José María Moraga. Esto es muestra, sin duda, de la meritoria riqueza y maleabilidad de la novela, que parte de una materia narrativa en apariencia muy sencilla, la digiere, y la convierte en otra cosa. Y si, como si apuntaba al comienzo, la autopsia ha de concluir con algún veredicto, para mí el resultado de la disección es el siguiente: la causa de la muerte del personaje Miguel Serrano -pues el Miguel Serrano autor, afortunadamente para todos, está muy vivo-, el motivo de ese fallecimiento del pasado del personaje previo a su entrada completa en la edad adulta -ese cierre de heridas, siempre tan necesario-, es el ejercicio de memoria que le supone escribir este libro: al revés que en Las mil y una noches, el personaje muere a medida que habla. La metaliteratura también está aquí presente, pero no como un juego sin implicaciones: recordar -escribir- supone intervenir. He aquí el sentido del último fragmento de la obra, un último fragmento redondo, conclusivo, perfecto: para alcanzarlo, tendrán que leer los 75 previos. Eso sí: en el camino disfrutarán de la prosa del que ha sido convocado a esto de la literatura para brillar, para sorprender, para emocionar, para conmover, y también, cómo no -y el tiempo lo irá dejando claro-, para quedarse.

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Sobre Sara Mesa:

Sara Mesa ha publicado las novelas 'El trepanador de cerebros', 'Un incendio invisible' y 'Cuatro por cuatro', con la que fue finalista del premio Herralde. También es autora de los libros de cuentos 'No es fácil ser verde' y 'La sobriedad del galápago'.

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