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Cézanne o la presencia de las cosas

Cézanne o la presencia de las cosas

Por Coradino Vega

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Uno de los primeros cuadros, entrando a mano derecha, es Curva del camino en el bosque. En las reproducciones no se aprecia bien la pincelada corta que aprendió sobre todo de Pissarro, las rugosidades del óleo, su alegría luminosa. Lo que pueda haber de inquietante en el sendero que se trunca, su misterio oculto, queda enmarcado en la disposición de colores clara y precisa de la que emana la luz: el verde despierto de la vegetación a un lado, la lengua de crema en el centro, la oscuridad sombreada de los árboles al otro; el ocre tirando a rojo del tejado de la casa, casi escondida, bajo el azul del cielo. “La naturaleza habla a todos —le dijo a su biógrafo—. Pues bien, nunca se ha pintado el paisaje”. Una mañana, en el último tercio de su vida, caminando junto a un pintor joven por los alrededores de Aix-en-Provence, éste observó que los arbustos verdes junto al camino parecían azules a la primera luz del día. Con el morral a la espalda, Cézanne se lamentó de que aquel muchacho descubriera de un vistazo lo que a él le había costado comprender treinta años.

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Los caminos sinuosos abren a cada paso nuevas vistas. La curva, además, añade la expectación de la sorpresa, el suspense, el asombro ante lo distinto. En todos los cuadros que pintó como si fueran variaciones del mismo motivo, quien los contempla se convierte de pronto en caminante. Pero a la atracción de la mirada sigue inmediatamente la frustración, la clausura del horizonte, que también puede ser una invitación al atrevimiento, a profundizar en la libertad de lo que no tendría por qué tener límite. A veces uno no está acostumbrado a una reproducción simple y directa de la realidad más trivial. El dramatismo de la naturaleza exterior no tiene por qué reflejar siempre la situación interior del artista. Cézanne procuró sobre todo fijarse atentamente en la presencia física de la naturaleza y llevar al lienzo el fruto de su observación, sin añadidos imaginativos ni interpretaciones personales. En este segundo cuadro logra su fuerza expresiva con un sencillo juego de contrastes, por medio del color, entre la luz y la sombra; mientras que la presencia geológica de la ladera rocosa refiere esencialmente su solemne austeridad, su consistencia. Es lo que le separa del impresionismo: en lugar de atrapar el instante, comprender lo que permanece.

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Cézanne repinta y corrige sus cuadros constantemente. Podía llevarse meses observando un tema. No quiere que se le escape nada de la riqueza de lo que ve, de su emocionante pálpito, de su verdad. Jamás está contento ni considera acabadas sus telas. Su modo de trabajar pasa por la calma y la estricta disciplina. La sobriedad distendida de El mar en L’Estaque surge de la disposición de los colores fuertes —rojo en los tejados, verde en las plantas, azul en la superficie del agua— que atraviesan el lienzo con intensidad proporcionada. De nuevo falta una iluminación concreta, pues sólo la chimenea parece tímidamente alumbrada por el declive del sol. Las formas no están disueltas ni sumergidas en una atmósfera difuminada que haría imposible su ubicación en el espacio. La fuerza de los colores y su modulación crea la luz. Y esa fuerza determina la existencia de las cosas, las acerca al observador, las distancia al mismo tiempo en una lejanía inconmensurable. La serenidad madura de este cuadro testimonia un profundo respeto por la grandeza del paisaje, por su gloriosa humildad. Hay algo en la sensibilidad extrema de Cézanne por la naturaleza que recuerda a las terracotas de la Antigüedad, al equilibrio grecorromano. Uno contempla los cuadros joviales de L’Estaque y descubre que su austeridad formal les confiere una ligera monumentalidad, una especie de trascendencia en la que gravita también, como una ráfaga inadvertida, el dolor y el pánico y el desconcierto que provoca estar vivo. Es como la música de Mozart. Algo que parte de la realidad pero que acaba volviéndose distinto de la realidad. “Por eso avanzo tan lentamente, ya que la naturaleza se me presenta muy compleja, y hay que aprender constantemente. Hay que ver con exactitud el objeto, asimilarlo en su verdadera dimensión, y expresarlo con la mayor claridad posible.”

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El joven pintor Louis Le Bail nos informa de los montajes que hacía Cézanne para sus bodegones: “Apenas había puesto el mantel blanco sobre la mesa, cuando con innata sensibilidad colocaba los melocotones oponiendo bruscamente los tonos verdes contra los grises, los amarillos contra los azules; también giraba, inclinaba y equilibraba los frutos hasta obtener la composición que quería, recurriendo incluso a poner tacos por debajo de los objetos. Todo lo hacía con gran cuidado y delicadeza, se notaba que sus ojos se recreaban en ello”. Cézanne experimentó con la experiencia del paisaje como si fuera una naturaleza muerta y sus naturalezas muertas quedan dispuestas como si fueran paisajes. Donde hay vegetación aparecerá la fruta, la mesa es la tierra, un cántaro de gres ocupará el lugar de una casa; el fondo del bodegón hace las veces de cielo; las formas geométricas de sus manteles blancos, como capas de nieve recién caída, se yerguen con el perfil mineral de la montaña Sainte-Victoire. De esta forma, incluso en sus recogidos motivos de interior, Cézanne proyectaba la vastedad del mundo. Las tensiones espaciales entre los elementos o las distorsiones de perspectiva son similares. Cézanne pinta lo que ve, no lo que sabe. Realiza la naturaleza de nuevo. Y traza armonías paralelas. Una tela estampada, unas flores, nos hacen pensar en la silueta de una orografía exuberante Es la misma manera insólita y armoniosa de mezclar naturaleza muerta y paisaje, dice Guillermo Solana, que revela Wallace Stevens en su poema “Anécdota de un cántaro”:

Puse un cántaro en Tennessee,

Y era redondo, sobre una colina.

Hizo que el tosco páramo

Sitiara la colina…

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“La vida retirada es lo que me va.” Y cada vez se fue recluyendo más, como un animal asustado, en los lugares que conocía como la palma de su mano: la casa familiar del Jas de Bouffan, Gardanne, el pequeño pueblo costero de L’Estaque, donde ocultó a su mujer y a su hijo para que su padre no le retirase la asignación económica. Como a los impresionistas, los salones oficiales de París le dieron siempre la espalda. Además le consideraban un provinciano. Pero cuando al fin la Galerie Vollard le montó su primera exposición individual, que cambiaría la reputación de Cézanne entre sus colegas, ni siquiera la pisó. Estaba ocupado en cosas más importantes, como explorar a pie la cantera de Bibémus. Su obra es el reflejo de una vida vivida en un sitio particular. Pocos pintores nos proporcionan de manera tan intensa el sentimiento de un lugar de cualidades únicas. El cuadro de Gardanne que podemos ver abajo ofreció a los cubistas todo un repertorio de elementos —la forma radicalmente geometrizada y facetada, la cristalización integral, la interpenetración de los planos, la densidad mayor en el centro de la tela y menor en su periferia— que luego ellos convertirían en método. Pero quizás hayamos llegado demasiado lejos, en cotas de abstracción, por la vía del formalismo. A veces resulta más fácil teorizar que observar lo concreto. En los cuadros de Cézanne hay una referencia física, casi tangible, que es el fruto de la percepción de un pintor que está sobre el terreno, que retorna a una especie de suelo. Pocos han rendido cuenta como él de la presencia de las cosas. Y yo me pregunto si ésa no seguirá siendo aún la asignatura pendiente del arte.

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La exposición Cézanne site / non-site puede verse en el Museo Thyssen-Bornemisza hasta el 18 de mayo.

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Sobre Coradino Vega:

Coradino Vega es profesor y novelista. Su primera novela, titulada El hijo del futbolista (Caballo de Troya, 2010) recibió los elogios de Antonio Muñoz Molina, Rafael Chirbes o Alejandro Gándara. En abril de este mismo año publicará la novela Escarnio, también en Caballo de Troya.

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