Demasiado personal

Por Lara Moreno

Hace poco publiqué una columna de opinión en la que me lamentaba de no ser capaz de sacar tiempo para reseñar libros, entre otras formas de escritura. Nada ha cambiado en mi vida desde entonces y sin embargo, a apenas tres días de acabar un libro, aquí estoy sentada tecleando, nerviosa como siempre, intentando hablar de una maravilla que me ha robado el corazón: Canción de tumba, de Julián Herbert. ¿Por qué, si sigo sin tiempo, si sigo sin resuello? Porque una vez más, la pasión levanta polvareda. No hay más remedio, de nuevo es demasiado personal.

En el año 2011, el mexicano Julián Herbert (Acapulco, 1971) ganó el XXVII Premio Jaén de Novela, y yo no me enteré. No tenía ni idea de quién era este tipo, no había oído hablar de sus poemas ni de su libro de relatos Cocaína (Manual de usuario), que ahora quiero leerme sobre todas las cosas. No diré que no entiendo cómo no pude enterarme antes de su existencia, porque los libros no caducan o no deberían caducar, y este llegó a mis manos hace unos meses y se mantuvo escondido en el agolpamiento de mi mesilla de noche. Lo imagino ahora latir como un veneno que espera su momento, víbora enroscada y silenciosa. Semanas atrás, en un viaje en tren de cercanías, lo abrí. Zas, herida de muerte de principio a fin. Mágico engranaje de palabras, eficacia poderosa y natural, técnicamente limpio de disfraces, doliente, sagaz, irredento, descarado.

Canción de tumba es una elegía a la muerte de Guadalupe Chávez, la madre del protagonista (primera persona del singular, ese peligroso yo que da mundo al mundo), también llamada Marisela Acosta, Lorena Menchaca, Vicky, Juana, o dulce y mofadamente Lupita, para algunos de sus hijos. Ejerció la prostitución errante durante casi toda su vida y en el momento en que comienza la novela sufre, padece y agoniza de leucemia, mientras su hijo, llamado Julián Herbert, la cuida y la vigila junto a su cama de hospital. La cuida y la vigila mientras escribe, o escribe antes y después, pero aquí tenemos el camino argumental, el hilo donde todo el universo del libro cuelga, con delicadeza de funambulista o agarrado a mandíbula de lobo, presente, pasado, futuro, las combinaciones verbales narrativas promulgadas por el yo que da mundo al mundo nacen todas, como los buenos y sencillos argumentos, de este hilo de acero que tiene principio y fin: la agonía de una madre.

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La agonía de una madre es también la agonía de un hijo. Y como en cada agonía, se abre paso el círculo de la memoria: ir desde el inicio hasta el final, tirar del hilo del recuerdo, sentar las bases vitales. La infancia, la belleza, la soledad, los lugares, el sexo, el amor, las crisis, los viajes, la demencia, lo desolador, la vida. La agonía de una madre convierte al mundo en algo tétrico, pero este libro trata de otras sustancias distintas: como me dijo quien me recomendó este libro, prima lo terrenal, por lo que la tragedia no está tratada desde el espíritu o, peor aún, la moral, sino desde la tierra, desde el plancton; si taladramos más abajo aún, desde esa tumba de lava que esconde nuestra esfera («I don’t fucking care about spirituality»). Podría elegir cien párrafos distintos para citar a Herbert, en cada uno de los aspectos que me han deslumbrado, pero elijo este, que conforma un pequeño capítulo, para ilustrar la característica del enfoque: «Alguien, al ingresarla por Urgencias, escribió mal su nombre: Guadalupe “Charles”. Así la llaman todos en el hospital. Guadalupe Charles. A ratos, en medio de la oscuridad, cuando tengo más miedo, trato de hacerme a la idea de que velo el delirio de una desconocida». No se ven aquí la dureza cortante o el despliegue fabuloso de lirismo mordiente y seco que asombra durante todo el libro, pero sí la delicadeza mordaz con la que el narrador protagonista combina compasión y burla (la compasión y la burla por sí mismo), el desparpajo frente al detalle sórdido y a la vez ingenuamente surreal (con el que describe un país entero, «Welcome to La Suave Patria»), la poderosa sencillez de elementos a la hora de la carne (es decir del dolor y de la vida): oscuridad, miedo, delirio, desconocida. La combinación perfecta entre los fuegos fatuos de la modernidad, de la narrativa desmembrada, de la broma de risa dolorosa, del salpicón desenfadado de datos que no buscan la belleza, de los adornos quizá descuidadamente arrojados en el ejercicio satírico del presente, de la actualidad como reglamento, de lo natural como crítica social crítica personal crítica humana, es decir no hay crítica, hay sinceridad, apunte, testamento pulcro por no pretendido, de la peripecia de la divertida anécdota y la barrabasada; la combinación perfecta de todo eso con la sencillez del absoluto a la hora de todo lo demás, a la hora de lo hondo, de lo descarnado, simplemente oscuridad, miedo, delirio, desconocida, es esa la simbiosis que en este libro levanta la polvareda, remueve las pasiones literarias, hace la tormenta.

Hay otro tema que no me puedo saltar. Yo no soy especialmente fan de lo autobiográfico. No lo soy de forma enmascarada, es decir, siempre afirmo que no importa, que si existe bienvenido sea (¿no existe siempre de alguna manera?), pero que no es un plus. Qué es la ficción sino realidad, y viceversa. Donde está el residuo está la materia, y el recuerdo de la vida es un apetecible vertedero. Pero qué más da dónde hunda uno las manos abastecerse. Y sin embargo cómo escuece cuando sucede. De forma elegida, no voy a rastrear, al menos por ahora, al menos a la hora de escribir esto, si la madre de Julián Herbert se llamó Guadalupe Chávez o si padeció leucemia. No lo voy a hacer porque en el desconocimiento, en ese vértigo de posibilidad, está la clave del profundo dolor que este libro me provoca: dolor por la agonía, dolor por la literatura, dolor por la filia biológica o no biológica que nos hace respirar  y también asfixiarnos. Asombro y sorpresa por el coraje, vital o simplemente literario, de llamar a tu protagonista por tu propio nombre, de convertir una elegía en una novela, de cambiar lo sublime por lo cierto, el ejercicio magistral de la libertad es la lección que aprendo con este libro, la lección de la que disfruto como se disfrutan los venenos, a golpes de tormenta, sonrisa y desconcierto. No voy a investigar más allá de la verdad que encierra el libro, como todos los buenos libros encierran; lo que existe está dentro de sus páginas y lo que queda existe ahora en mi memoria, mezclado con todo lo demás que a mí me importa. Un amigo me dijo: escribir no es tan importante; quizá tiene razón, pero qué importante es leer cuando lo que lees te importa.

Canción de tumba es un alegato al descaro de la ficción como realidad (¿es así o es al contrario?), es una técnica perfecta de la liberación. Lo dice Julián Herbert (ambos, imagino), al principio de sus páginas: «Hace tiempo, en un cóctel celebrado en Sant Joan de les Abadesses, un poeta y diplomático mexicano me dijo: “Leí esa nota autobiográfica tuya que apareció junto a tu cuento en una antología. Me resultó entretenida pero obscena. No me explico por qué te empeñas en fingir que una ficción tan terrible es o alguna vez fue real”. Observaciones como esta me vuelven pesimista acerca del futuro arte de narrar. Leemos nada, y exigimos que esa nada carezca de matices: o vulgar o sublime. Y peor: vulgar sin lugares comunes, sublime sin esdrújulas. Asépticamente literaria. Eficaz hasta la frigidez. En el mejor de los casos, una novela posmo no pasa de costumbrismo travestido de cool jazz y/o pedantes discursos Kenneth Goldsmith’s style que demoran cien páginas en decir lo que a Baudelaire le tomaba tres vocablos: spleen et ideal».

Dice también: «Mi madre no es mi madre. Mi madre era la música». Spleen, obscenidad, primer recuerdo. Canción de tumba. Gracias, Julián Herbert, donde quiera que existas.

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Sobre Lara Moreno:

Escritora y editora andaluza. Ha publicado libros de poemas, como “La herida costumbre”, libros de relatos, como “Cuatro veces fuego”, ha antologado a poetas jóvenes en “Aquí y ahora” y acaba de publicar la novela, elegida Nuevo Talento Fnac, “Por si se va la luz”.

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