El anticristo

Por Javier Moreno

El anticristo. Joseph Roth. Capitán Swing, Madrid. 2013. 236 páginas, 16 €.

 

Este es sin duda un libro raro, de esos que no hay modo de encajar en los –más o menos numerosos- estantes mediante los cuales la crítica acostumbra poner algo de orden en la selva literaria. En una droguería de las clásicas, de esas que usan cajones con etiquetas de nombres exóticos y anacrónicos, este libro habría que buscarlo en uno de los más inaccesibles, esquinados y pegados al techo. Pues bien, Capitán Swing ha usado la escalera y nos lo ofrece ahora radiante sobre el mostrador, tras quitarle las telarañas y sacudirle bien el polvo.

Joseph Roth, autor, entre otras obras, de La leyenda del Santo Bebedor o de La marcha Radetzky, escribió este Anticristo durante su exilio tras el ascenso del nazismo en Alemania. Nunca llegamos a saber con seguridad quién es realmente el Anticristo, algo que tal vez forme parte de su naturaleza difusa y políglota (‘el señor de las mil lenguas’ es el atributo preferido que usa Roth para referirse a su personaje). El Anticristo es una especie de gran magnate que contrata al propio Roth para que viaje por el mundo y le informe del estado en el que se hallan las diversas naciones y pueblos que lo componen. El estilo que usa Roth para dar cuenta de la situación es a medias descriptivo, a medias visionario, con ocasionales excesos de grandilocuencia propios de los textos elaborados con la -¿ingenua?- intención de sacudir conciencias y alterar el estado de las cosas. Un año después de su publicación el propio Roth era consciente de que su libro jamás produciría el efecto deseado.

Estados Unidos, Rusia, Alemania, el pueblo Judío… son analizados bajo la lupa inteligente y crítica del enviado Roth que, al igual que un doctor experimentado, va poniendo el dedo en la llaga, mostrando los síntomas que delatan la enfermedad de todas y cada una de esas sociedades, dominios del poder tentacular del Anticristo. La técnica alienante, el cine (Hollywood) como caverna platónica albergadora y forjadora al mismo tiempo de sombras, el nacionalismo como fuerza contrapuesta al cosmopolitismo defendido (como buen judío que era)  por Roth, he ahí algunos de los signos que evidencian la presencia del Anticristo quien, en un alarde que roza lo humorístico, se permite en los momentos finales del libro el lujo (como si de un empresario modernísimo se tratara) de despedir a Roth para sustituirlo por otra ‘lengua’ menos larga y más barata. Hay descripciones bellísimas en este libro, como la de esos soldados que transportan las campanas de las iglesias para ser fundidas en cañones y, más tarde, acabada la guerra, esos mismos soldados trayendo de vuelta esos cañones a la fundición donde se convertirán de nuevo en campanas.

Es este libro un alegato –más o menos explícito- del cristianismo y de la monarquía de los Habsburgo, un libro por tanto conservador si se analiza desde los parámetros actuales. Tal vez la reflexión más interesante que pueda extraerse tras la lectura de El Anticristo (al menos la más interesante que se me ocurre a mí) es la facilidad con la que proyectamos anacrónicamente los juicios ideológicos. Como muy bien apunta Vidal-Folch en su prólogo, habría que pensar si en el momento histórico en el que este libro fue escrito –descomposición del imperio Austro-húngaro, ascenso del nazismo- la actitud ‘conservadora’ de Roth no era la mejor de las opciones, o al menos la más razonable. Tal vez. Lo que sí es cierto es que somos los hijos o los nietos de aquella tesitura histórica y que, como destinatarios de ella, hemos de hacernos cargo de la maldición que toda herencia lleva implícita.