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El placer del simulacro

El placer del simulacro

Por Javier Calvo

La experiencia dramática. Sergio Chejfec. 2013. Editorial Candaya, Barcelona. 176 páginas, 15 €.

Es sabido que la negatividad radical constituye una de las venas más paradójicamente fructíferas de la literatura del siglo XX. Autor estan distintos como Beckett, Canetti o Valente llegaron a ella como culminación de sus distintos procesos de indagación literaria, desde la conciencia puramente guiñolesca hasta la vía negativa de acceso a lo absoluto. Una característica de muchas de estas manifestaciones, en especial de las que vienen de la tradición narrativa, es la negación de la experiencia dramática. En Beckett, por ejemplo, o en el Peter Handke de La tarde de un escritor (en mi opinión un referente directo de la obra de Sergio Chejfec), la des-dramatización es el eje, del mismo modo que la peripecia lo es de la tradición que ellos vienen a cerrar en falso.

La experiencia dramática, la nueva novela de Sergio Chejfec, muestra una extraña forma de continuidad con sus dos obras anteriores, Baroni: un viaje (2007) y Mis dos mundos (2008). Por un lado, hay una identidad tan clara de estilo y de recursos literarios que uno lee sus páginas con una poderosa sensación de dejà vu. Chejfec parece ser uno de esos autores que evolucionan a partir de las ideas de refinamiento y repetición. Por otro lado, respecto a sus dos libros anteriores publicados en España, La experiencia dramática se aleja de aquella primera persona anónima que situaba el relato en una zona de ambigüedad entre ficción y no ficción. En los libros anteriores, aquella primera persona acentuaba el componente ensayístico y memorialístico del relato. En el nuevo, concebido como conversación entre dos personajes explícitamente ficticios, la ambigüedad desaparece. Es una novela-novela, lo cual resulta paradójico de una forma edificante, puesto que La experiencia dramática es un libro sobre la representación entendida como adulteración, o en el mejor de los casos como sustituto de la experiencia accesible.

La peripecia dramática del libro se describe tan deprisa que hasta da apuro. Félix y Rose son una pareja de amigos que quedan semanalmente para dar un paseo y conversar, y eso mismo es lo que hacen durante las 170 páginas del libro, dar un paseo y conversar, pasando por una serie de lugares mayoritariamente carentes de interés y hablando de una serie de asuntos mayoritariamente insatisfactorios, tanto desde el punto de vista artistotélico como socrático. Entre los múltiples mecanismos de distanciamiento de lo dramático que Chejfec va superponiendo durante la caminata, el más llamativo es el hecho de formalizar el libro entero como una conversación sin un solo diálogo, la base misma del drama. La imposición del voz de narrador como filtro de la conversación, o parapeto contra la misma, genera ya una distancia insalvable con los personajes, sobre todo teniendo en cuenta que es la misma conciencia hiper-analítica y tendiente a la abstracción que narraba en primera persona en libros anteriores. La caminata semanal de los protagonistas se nos presenta como detrimento de la experiencia dramática, una pura simulación o escenificación de acontecimientos dramáticos o bien “una especie de latiguillo dramático” al que ambos se entregan desde una especie de fatiga existencial.

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            Esa caminata que sustituye a la peripecia funciona en realidad como acumulación, o mejor dicho, como sistema de carencias e incapacidades. Si un modelo de caminata wordworthiano, por llamarlo de alguna manera, se basaría en la absorción de la trascendencia del paisaje y en su diálogo con la memoria, aquí no hay ninguna de ambas cosas. A diferencia de sus obras anteriores, aquí Chejfec se decanta por una ciudad sin caracterizar, explícitamente postulada como “ficción física”. Su vacuidad genérica es a la vez reflejo y prolongación de la inanidad de los personajes. Para ellos, mientras caminan por la calle, no es posible “encontrar o pensar algo novedoso; la imaginación remite, las ideas tienden a quedar atrapadas en la indefinición (…) la tarde asume entonces los atributos del intervalo”.

El pasado, por su parte, es inaccesible salvo como conjunto de retales desdibujados. La memoria, nos dice la voz narrativa implacable, es “una geografía y un tiempo incapaces de verificarse en ningún lugar en particular y que por eso parecían flotar en una nube ilocalizable de datos”. Para Rose, por ejemplo, el pasado no es una presencia constante del que una persona pueda servirse a su voluntad, sino “un libreto que se revela con intermitencias, según picos y caídas –o lagunas– de fidelidad, un libreto en el que por otra parte la persona interesada no interviene sino lateralmente (…) Es una indicación meramente ambiental o un contexto de eventos asociados o aproximativos, etc.”. No consigue encontrar hechos consistentes alrededor de los cuales se ordene la memoria. Los hechos del pasado han visto cómo se alejaba su trazo, síntesis o significado, “han perdido intensidad y ahora tienen una presencia demasiado débil, como si la trama que los ha justificado hubiese perdido nitidez”. Par Félix, por su parte, los eventos dejaron de pertenecerle y “se fueron despojando de ciertos atributos esenciales para el trabajo del recuerdo”. Siente que en su pasado nunca ha habido verdaderas experiencias, y por lo tanto sus opiniones en general siempre han sido hipotéticas y desapasionadas. Sin experiencia ni pasado, “no tiene mucho que ofrecer”.

Rose, actriz sin éxito cuya carrera –o no-carrera– impregna ontológicamente el resto de su vida, habita por consiguiente en una región de vaguedad, “un limbo ajeno a toda responsabilidad”. A Félix, inmigrante solitario y soltero, esencialmente desconectado de la ciudad que habita,  “es como si le faltaran detalles sobre la vida en general, sobre la vida de los otros, sobre la vida real”. Para él “no existe lo íntegro ni lo entero, también la idea de totalidad le parece imposible  por ende según él las cosas difícilmente alcanzan a complementarse”. Solamente encuentra “lógicas desvinculadas, provenientes de órdenes de pensamiento distintos”. Aunque amigos desde hace cierto tiempo, y en cierta manera dependientes de sus veladas compartidas de caminar y conversar, ni uno ni otro poseen los mecanismos necesarios para entablar una relación mutua. Félix no alcanza a calibrar el carácter de las preocupaciones de Rose, no sabe qué vínculo tiene ella con sus estados de ánimo. Lo único que puede hacer es orbitar en torno a ella, la nativa de la ciudad incomprensible, pero Rose, a un nivel profundo, habla otro idioma, que él conoce únicamente a medias. Rose es para Félix “un centro de acciones desacopladas”.

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Dentro de esta maraña sistemática de disfunciones –tiempo, pasado, historia, drama y comunicación–, la caminata vespertina acaba coagulándose en torno a un nudo central. Se trata del encargo que el profesor de interpretación de Rose le ha hecho a ella y al resto de su clase. El profesor le ha pedido que encuentre una “experiencia dramática” de su vida para representarla en clase. Usando a Félix como espectador impasible, Rose busca en su pasado la experiencia dramática, sabiendo que “sólo después de haber pasado por ella es posible señalarla como experiencia dramática y reconstruir el momento previo, el que ha servido de antesala o escenario; hasta entonces toda la historia es una línea insegura de puntos”. Siguiendo esta lógica, Rose trata de amplificar o dividir diversos nudos de su experiencia personal, y de esta manera la caminata da paso a una historia-dentro-de-la-historia, que funciona primero como ejemplo y luego como contra-ejemplo de la clase de experiencia que ahora los protagonistas buscan por la calle. Es la historia del ex marido de Rose, un individuo todavía más marcado que ella por la ausencia de voluntad y de relato organizador (El marido es todavía peor que Rose en términos de no conseguir sintetizar la experiencia, él tiene dificultades incluso para orientar la memoria y detenerla sobre ciertas cosas). El ex marido vivió la agonía y la muerte de su hermano, lo cual debería haberle servido como relato dramático de su vida, aunque en última instancia ese relato también se desplomó.

La idea que tiene Rose de que, ante la ausencia de relatos “reales”, la experiencia dramática podría ser puramente fabricada, es decir, no verificable, introduce uno de los motivos recurrentes del libro y de los más fascinantes: la primacía necesaria de la representación, y más concretamente de la ficción. Cuando Rose habla del pasado, por ejemplo, Félix cree asistir a una obra que cuenta una ficción. Esa ficción del pasado es “una mera secuela de la voz y el vocabulario”. Esa idea de la no primacía de los hechos frente a sus representaciones contamina el texto entero. Las conversaciones con Rose, por ejemplo, fracasan para Félix en un sentido doble. En primer lugar, porque es consciente de que para asegurar su existencia, debería estar apuntándolas: ante la ausencia de una memoria coherente, todo lo no escrito se fundirá con el magma de lo irrecuperable. Y en segundo lugar, porque en el mismo decurso de la conversación, Félix se da cuenta de que no surgen temas o ideas coherentes porque las tendría que haber traído apuntadas. En la metáfora inicial del libro, que es también posiblemente la más memorable, Félix cobra conciencia de que la caminata semanal que está a punto de emprender con su amiga “es más cierta en la medida en que puede evocarla diseñada en ese mismo momento en los mapas digitales” (…) como si los objetos físicos no fueran más que una réplica espacial medio adormecida de aquello señalado por los mapas”. El mapa le produce “el placer del simulacro: asistir a su propia presencia y recorrido. Sentía que de este modo el itinerario adquiría consistencia y se perfilaba mejor, se hacía más cierto y real”. La ciudad digital se impone sobre la ciudad física, y no solamente eso, sino que su perspectiva es asimilada con la perspectiva divina, omnisciente, planteando una recuperación de lo absoluto y un replanteamiento de la realidad que apunta a una lectura estrictamente contemporánea y tecnológica de la destrucción de la memoria y sus relatos. El preludio de esa idea se puede encontrar en las páginas de Mis dos mundos:

Internet no tiene la culpa, obvio, pero conservo el estigma de haber atravesado esa etapa de vínculos flotantes y disparatados, cuando la navegación parecía un ejercicio de relaciones caprichosas. Al principio representó una metáfora sumamente descriptiva de mi conducta en los paseos urbanos, como los llamo a veces, y de las lucubraciones asociadas mientras camino; y en un segundo momento se produjo un típico caso de deslizamiento, o contaminación, la metáfora dejó de ser descriptiva para apresar su correlato y convertirse en acontecimiento analógico. No estoy en condiciones de saber en qué aspecto mi antigua percepción, preinternet, fue diferente. Antes de Internet mi sensibilidad urbana se organizaba de otra manera, las primeras impresiones conservaban una identidad de origen y obedecían a su momento específico, digamos, de conformación, estaban acotadas por el paso del tiempo y por nuevas experiencias; todo eso producía una sedimentación, donde cada recuerdo mantenía su relativa autonomía. Pero después de Internet (…) [tiendo] a enlazar los hechos en secuencias de familiaridad, aunque sea forzada y muchas veces disparatada.

Hay muchas cosas que impresionan en La experiencia dramática. Una es su estilo, psicóticamente pausado, diabólicamente antinarrativo y basado en los laberintos de la hipotaxis y en las fugas analíticas a partir de detalles cotidianos o humildes. Pero sin duda su rasgo más asombroso es su capacidad para desarrollar un discurso completamente universal y contemporáneo a partir de un relato tan parco, apoyado en una carestía absoluta de referentes y anclajes. Chjfec es un novelista paradigmáticamente desarraigado, nómada en sus experiencias y en sus argumentos literarios, y cuesta no relacionar esa idea de un escritor deslocalizado, que camina por ciudades ajenas como los personajes de sus libros, con la vía negativa que ensaya en esta novela. No necesito alabar la carrera de este escritor magnífico porque ya lo han hecho personas mucho más importantes que yo, pero el suyo es obviamente uno de los proyectos literarios más seductores del panorama actual en español. Situándose en una tradición radical, a veces exigente, y desarrollando su pensamiento en los intersticios de los géneros y de la cultura, nos lleva con vigor a través de las distintas mutaciones de su proyecto, encaminado a un destino deliciosamente incierto. Es una lástima que en España solamente conozcamos sus últimos tres libros.

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Sobre Javier Calvo:

Javier Calvo es uno de los mejores narradores y traductores de la literatura independiente escrita en español. Ha sido a su vez traducido a distintos idiomas, como el italiano, el alemán o el inglés. Su última novela, El jardín colgante, ganó el Premio Biblioteca Breve convocado por Seix Barral. También ha escrito, entre otras, Corona de flores, Los ríos perdidos de Londres o Mundo Maravilloso.

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