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Entrevista a Juan Gracia Armendáriz

Entrevista a Juan Gracia Armendáriz

Por Mateo de Paz

Cuando leí los Diarios de Juan Gracia Armendáriz, quise conocerlo en persona. Hoy en día esto no resulta difícil. Las redes sociales se han convertido en un medio perverso para que el pasado retorne –aquellos compañerosdel barrio, del instituto o de la universidad, personas que no querías volver a ver en tu vida–,pero también son una forma útil de descubrirnos, sobre todo si ambos pertenecemos al mismo negocio. Un mes de enero rompimos monitores y procedimos a lo que él mismo denominó «nuestra desvirtualización». Nos sentamos en torno a una mesa de la cervecería Santa Bárbara, pedimos un par de cervezas y frente a frente la conversación vino sola. Cuando miramos el reloj habían trascurrido algo más de seis horas. Entonces ambos lamentamos no haber tenido a mano una grabadora para reproducir aquella jamsession literaria. Nos hicimos amigos y tiempo después, aunque nunca sería lo mismo, en un correo electrónico, le propuse entrevistarlo. Allí le envié la primera pregunta: ¿desde cuándo escribes y por qué? Su respuesta generó en mí una nueva pregunta y a esta se le sumó una nueva respuesta suya que, poco a poco, eslabón a eslabón, fuimos ampliando con nuevas preguntas y nuevas respuestas hasta llegar a lo que ahora el lector de micro-revista tiene en sus manos.

¿Desde cuándo escribes y por qué?

Mi primer escrito fue un plagio de una poesía colegial que comenzaba: «Con esta moneda me voy a comprar un trozo de estrella y un pedazo de mar…» Tenía siete años y lo hice para llamar la atención de mis mayores. Y vaya si lo conseguí: querían llevarme a un concurso de televisión. Pronto se descubrió el engaño y regresé al anonimato familiar. Dos años después leí a Salgari y a Miguel Delibes; escribí una novelita del Oeste muy sangrienta; después otra cuyo personaje era el último Neandertal… El primer impulso de aquellos escritos fue la imitación, conseguir aquello que tanto me fascinaba como lector. No puedo dejar de mencionar que en casa había una gran biblioteca, que mi padre me descubrió la poesía un día que leyó en voz alta el poema «El albatros», de Baudelaire. Mientras en el colegio nos prohibían leer La Celestina yo tenía al alcance de la mano Las flores del mal. Mi padre fue mi gran iniciador y sabía dosificar el tipo de lectura. Cierto día me regaló dos libros: Chacal, de Frederick Forsyth, y La Metamorfosis, de Kafka. Lectura y escritura cabalgaban juntas.

Tengo la impresión de que algunos autores publican más de lo que leen… Borges decía: «Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven». ¿Crees que el alimento de la escritura es la lectura?

Participo de esa sospecha. Se desprecia la tradición literaria y se compra de manera compulsiva la obra del último genio semanal de la novela norteamericana. Hace poco contesté a un cuestionario de la Universidad de Poitiers en el que me preguntaban qué consejo daría a un escritor novel. Mi contestación fue: «Le daría tres consejos: Lee, lee y lee». Lectura y escritura son para mí actos complementarios, que se alimentan el uno del otro de suerte que el escritor/lector es quien se fortalece de esa relación caníbal. No dejo de leer cuando estoy engolfado en una novela, muy al contrario me rodeo de lecturas que me van a aportar vitaminas y desecho aquellas que pueden apetecerme mucho, pero que no están en sintonía con mi trabajo. La literatura es una gran obra polifónica, y yo busco en las lecturas aquellas voces que se corresponden con el tono de lo que estoy escribiendo. No tienen por qué ser todas obras de ficción. Un buen ensayo, la obra de un historiador o un artículo publicado en Nature pueden desatar conexiones inesperadas y son lecturas tonificantes, desintoxicadoras. Eso sí, hay libros que mi religión me impide leer, porque llegado a cierta edad no puedo perder el tiempo. Esta idea casa mal con mis costumbres omnívoras: aunque trato de ser selectivo estoy abierto a la sorpresa.

Esto me recuerda algo. Un tipo fue a ver a Onetti para que le diera consejo. Contra lo que pensaba, la mujer de Onetti le abrió la puerta. El otro dijo: «Maestro, vengo a que me dé consejo». Onetti, tumbado en la cama, contestó: «¿Querés ser escritor? Pues caminá porque el “boom” pasa rápido. ¿Querés escribir? Tenés todo el tiempo del mundo». ¿Esta historia no te hace avanzar como escritor? ¿No te hace «caminar» hacia delante, dejar de perder el tiempo en saraos y presentaciones y centrarte en la escritura y la lectura?Tengo entendido que Juan Carlos Onetti es para ti un maestro: ¿estás de acuerdo con su apreciación?

Sí, es un maestro desde que en los años ochenta me lo descubrió Francisco J. Satué, y desde entonces veo que su obra gana más lectores y prestigio. Pasé algún tiempo «onettizado» y su onda expansiva no se apaga, al contrario de lo que ocurre con otros autores del «boom». En su respuesta al joven escritor utiliza el verbo caminar, él que escribió tanto en la cama, pero es un verbo perfecto para el novelista porque la novela debe caminar, aunque escribas tumbado.Onetti tenía una rarísima habilidad: era muy eficaz escribiendo. Podía pasar largas temporadas sin escribir una línea y de repente ser presa de ese amor loco que tenía por la literatura y escribir con letra de amanuense un cuento redondo o una novela deslumbrante. Pero los mortales no tenemos esa capacidad, de suerte que el tiempo para nosotros pasa más rápido: la vida breve.  A Onetti siempre se le vincula con la tristeza y la melancolía, pero hay en su obra mucha parodia de la novela y cine negro, un humor cruel a veces, pero humor al fin y al cabo.  En cuanto a las presentaciones y actos literario-festivos no los desprecio, procuro estar en aquellos donde sé que voy a encontrar personas que aprecio, es decir interlocutores.

Eres narrador y poeta. ¿Te consideras un escritor simbolista?

Me han descrito como un narrador disfrazado de poeta y no parece mal piropo, puesto que mi lugar de origen literario fue la poesía. Leí mucha poesía y aunque con menos frecuencia sigo haciéndolo. La poesía no admite mediocridades, y para mí se transformó en una suerte de lenguaje secreto, sagrado. En cierto modo eso me vincula con los simbolistas, pero en el plano narrativo juego en otro campo, aunque me permita el uso de recursos poéticos, bien sean simbolistas o no. En cualquier caso, la poesía no es un género, es una forma de mirar, una suspensión del ánimo. Y en la narrativa la mirada lo es todo.

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 ¿A qué te refieres con que en el plano narrativo juegas en otro campo? ¿Podrías profundizar en esta cuestión? 

Las diferencias entre acometer la escritura de un poema y de una narración no son sólo de orden técnico, también mental y corporal. Esto lo sabe cualquiera que haya escrito un endecasílabo y un relato. La poesía posee una tradición tan sólida que, si hemos de creer a Octavio Paz, no hay pueblo sin poesía, pero sí sin narración. La primera hunde sus raíces en el humus de la prehistoria, es canto, símbolo, danza… La narración, y en concreto la novela es un género bastardo, híbrido, hijo del ensayo, de la crónica, de la historia, de la ciencia. Es un género tardío. Transmutar unos hechos en ficción exige un esfuerzo mental muy potente, hay cálculo, composición, técnica narrativa. Es sabido que hay excelentes poetas muy precoces, pero esta circunstancia es infrecuente en la novela, que no surge sólo de un conocimiento de la técnica y del ritmo poético, sino de la necesidad de buscar un motor que funcione como vector espacio-temporal. En la narración acotamos un tiempo y un espacio, algo que no es posible en nuestra existencia, y le otorgamos una dirección. Hay poesía estática, como un cuadro de Mark Rothko; la narración no puede sustraerse al tiempo, al espacio, a la acción de unos personajes, en definitiva. Aún así diré que me interesan las novelas donde se percibe cierta vibración poética, sin embargo me interesa poco la poesía prosaica. Además, para escribir una novela hay un componente vital en el sentido exacto del término, no bastan las lecturas, hay que haber vivido.

Esta última afirmación está en contra de todas esos descubrimientos de jóvenes autores de veintipocos años que publican su primera novela de seiscientas páginas mientras que las editoriales y suplementos culturales nos los presentan como genios.

Soy escéptico con las obras de novelistas muy jóvenes. Todos sabemos que para que tu obra sea objeto de interés de lectores y crítica has de ser novelista. Es triste, pero es así, y ese es el motivo por el que muchos autores con talento para otros géneros se lanzan a escribir novelas. Para mí el camino hacia la novela ha sido lento, comencé escribiendo poesía, luego microrrelato, después relatos, diarios y más tarde, tras romper varios manuscritos, he escrito novelas. Que cada semana aparezca un nuevo genio de la literatura norteamericana es una aberración estadística. Muchos escritores españoles muy jóvenes quieren ser David Foster Wallace.

Tú eres un autor muy versado y leído, como demuestras en tus diarios. ¿Te sientes capaz de diferenciar la prosa poética de la poesía prosaica? 

Ni tan versado ni tan leído, en este «oficio» nunca se deja de ser un aprendiz. Ocurre con cada nuevo libro: el vértigo y la congoja; los momentos de euforia y ansiedad. Sinceramente, no tengo vocación de teórico de los géneros, pero una poesía prosaica es aquella que se lee con el mismo efecto leída en versos blancos o en un relato breve. Léanse, a modo de ejemplo, los «poemas» de Carver. ¿Prosa poética? Pondré un ejemplo: Los hombres intermitentes, de Francisco Javier Irazoki, que publicó Hiperión. Excelso como prosa y como forma poemática. Que otros se ocupen de las clasificaciones.

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Sin embargo, a ti se te ha clasificado como relevante autor de diarios. ¿Estás de acuerdo con que es el género literario más completo?

Clasificar no implica necesariamente la comprensión de lo que se clasifica, sino la aplicación, más o menos acertada, de unos criterios. He cultivado diversos géneros por necesidad expresiva y porque me gusta pelearme con mis propios límites como escritor. Cada territorio literario ofrece diversas alternativas; no creo que el diario sea el género más completo, sí creo, sin embargo, que no se han explotado todas las posibilidades narrativas que ofrece: es narración y es fragmento; es aforismo, prosa poética, relato, ensayo, minificción, autobiografía… Si no es el más completo en cuanto a opciones y estrategias narrativas se refiere, se le acerca mucho. Creo que hay un auge del diario y esto es interesante porque rompe un molde: antes leíamos los diarios de un autor porque nos interesaban sus obras anteriores; ahora se leen diarios como obras que se justifican literariamente por sí mismas sin la escolta de una obra previa.

¿Qué autores de diarios, tanto españoles como extranjeros, te han influido para escribir a ti el tuyo? ¿Cuáles son tus referentes?

Me interesan los diarios «orgánicos», que se leen como si se palpara a quien los escribió, que tengan temperatura humana. Algunos, que son admirables, se ocupan de acontecimientos históricos y circunstanciales, o son excesivamente culturalistas. Pienso en Dietari, de Gimferrer o en Tormentas de acero, de Jünger. Destaco los diarios de Kafka y Gombrowitz. En España hay una buena tradición de diaristas: Sánchez Ostiz, Trapiello, Carlos Edmundo de Ory, Carlos Barral, Laura Freixas, Justo Navarro… Otros, muy alabados, me dejaron frío, como Diario de un poeta seriamente enfermo, de Gil de Biedma. ¿Por qué? Porque son apuntes, apenas tuberculosos, donde el autor se enmascara. Con otros sólo queda reírse, como Diario de un genio, de Salvador Dalí, quien, por cierto, era un escritor admirable.

Diario del hombre pálido (2010) apareció en un momento muy importante de tu vida y Piel roja (2012), digamos, cierra ese momento. ¿Crees que el diario es el género más apropiado para tratar la enfermedad?

No necesariamente. Los textos patográficos de Joan Didion, Hans Fallada, Susan Sontag, Umbral, Cela o el mismo Bolaño, por citar unos pocos ejemplos, desmienten esa hipótesis. Fue una elección un poco inconsciente en el caso del primer libro, y totalmente deliberada en el segundo. Siempre quise escribir un diario y creo que fue un acierto, no del todo consciente, insisto, adoptar la estructura fragmentaria de ese tipo de textos. Por otra parte, me permití todo tipo de libertades; en ningún caso me ceñí a un orden hemerográfico ortodoxo. El diario ofrece muchas posibilidades al escritor. Nadie lo obliga a construir un molde tradicional, puede jugar con el tiempo, con la perspectiva, con el espacio narrativo, como en cualquier ficción. Eso sí, me impuse dos condiciones: a) lo que contara debía ceñirse a las experiencias vividas o recordadas, y b) respetar la intimidad de mis compañeros de cautiverio hospitalario y del personal médico bajo nombres ficticios. Lo fundamental para mí es que la voz narradora responda a la «verdad» de lo narrado. Yo no pacto con los lectores; el que pacta es el texto, y si éste consigue seducir al lector, el pacto autobiográfico se cierra.

Diario del hombre pálido se inicia con el pensamiento de alguien que necesita un riñón para vivir y Piel roja termina con ese mismo personaje dejando de pensar. ¿Te sientes salvado o continúas, como ser humano y como escritor, en la cuerda floja?

Todos estamos pisando el cristal de una claraboya; a veces sentimos el crujido del vidrio, pero nadie se levanta pensando que ese día va a caer por el tragaluz. A veces, incluso bailamos sobre él.

  ¿Y no tienes la sensación de ser un superviviente? En un momento de Piel roja señalas que de todos a los que os trasplantaron la primera vez tú eres el único que sigue vivo.

Como señalas, de aquel viejo turno de diálisis del año 1986 el último compañero murió hace dos años. Si soy un superviviente no hay ningún mérito por mi parte, simplemente disponía de mayor reserva de energías. Yo tenía veinte años, y además fui muy afortunado. Cada paciente responde de modo distinto al mismo tratamiento. Sé que disponemos de fuerzas dormidas que se movilizan cuando las circunstancias son muy hostiles. Nuestra capacidad de aguante es gigantesca cuando nos enfrentamos a experiencias radicales y fronterizas. Como escritor, esas experiencias forman parte de mi poética. De hecho, la novela que más me influyó de adolescente fue Robinson Crusoe.

¿Por qué?

Supongo que el aspecto biográfico no es ajeno a este hecho. Pero hay que recordar, una vez más, que la biografía no sólo está compuesta por nuestras experiencias directas, sino también, y en grado superlativo, por todos los conocimientos vicarios, heredados: informaciones, lecturas, películas, arte… A mí se me sedujo Robinson Crusoe, es un mito de la modernidad que revisó de forma exquisita Michael Tournier en una novela maravillosa: Viernes o los limbos del Pacífico.  En cualquier caso, no se necesario cruzar el Atlántico en una zodiac o sobrevivir al ataque de un oso para ser un superviviente. Nuestras habitaciones son islas.

En mi opinión, Piel Roja no te habla de la muerte, aunque la perspectiva de la derrota esté siempre presente, algo que no termina hasta el desenlace final. Yo creo que ambos libros son en realidad un solo libro (deberían publicarse en un solo volumen) que habla del deseo de vivir. Por todo ello me parece una literatura vital y no mortuoria al mismo tiempo.

Estoy totalmente de acuerdo. La única diferencia entre ambas partes es el lugar desde el que cuenta la voz narradora. En la primera, escrita desde el centro de la enfermedad, da lugar a una suerte de estoicismo no exento de humor; de ataraxia, de mirada compasiva hacia los otros; y la escritura se llevó a cabo atado al presente de la máquina de hemodiálisis. La segunda fue escrita desde la distancia de lo que ya ha acontecido, aunque se narre bajo el disfraz del presente inmediato, pues resultaba mucho más eficaz que la narración en pretérito. Eso dio lugar a una voz más distanciada, una mirada a la altura de los ojos del lector. Hay un elemento «épico», si se me permite la desmesura, que no admite la contemplación, sino la acción: las discusiones con los médicos, los viajes a distintos hospitales, los recuerdos familiares… Traté de que la primera parte, más ortodoxa en cuanto a la textura del género del diario se refiere, se estirara en el segundo libro hacia el movimiento que exige la narración. Sospecho que esto no se ha llegado a entender bien.  Pero volviendo a lo que comentabas, en efecto, es un libro vital, lo mortuorio es el contrapunto, la sombra que sobrevuela el texto para luego desaparecer dejando tras de sí unos puntos suspensivos…

El «respiradero» aparece en tus libros como vehículo a través del cual el escritor y la persona avanzan y sobreviven. ¿Este es el centro del libro?

No lo sé. Quizá a nivel simbólico sí, la palabra «respiradero» sirve de nexo de unión entre ambos textos. Es una palabra que resuena en la mente del lector desde el primer momento. Tal vez, ambos «respiraderos» sirvan de galería subterránea que comunica los dos libros. El lector entra por el primer libro a través de un respiradero y sale por el segundo, como en aquella película de Steve McQueen. Confío que en este caso la evasión dure mucho tiempo. A veces, creemos que la escritura es un acto de hiperconsciencia, y de hecho lo es, pero hay un margen nada desdeñable, donde quien lleva el mando es «otro», y suele acertar casi siempre. Así salió ese elemento que señalas y quizá de modo inconsciente resulta ser más importante desde el punto de vista hermenéutico: un agujero por donde alguien escapa y huye, que a la postre es el motor narrativo del texto. Pero insisto: te respondo con intuiciones.

La sensación que uno tiene al leer los diarios es de asfixia. ¿Es algo consciente no dejarle respirar al lector, alguien que sólo encuentra su respiradero al terminar la lectura?

De lo que he denominado «Trilogía de la enfermedad», La Línea Plimsoll es, a mi parecer, la única angustiosa. Como ya advierte el título, ahoga al lector. Este aspecto no fue resultado de una elección deliberada sino de la atmósfera mental en que me movía entonces. Fue dictada por la necesidad. La escribí sin ninguna contemplación, ni hacia mí ni hacia el lector. Comenzó como un divertimento: estaba harto de la escritura elemental de los autores de mi generación y me propuse reivindicar otro acercamiento al lenguaje literario partiendo desde otra tradición literaria: Benet, Ferlosio… Lo que comenzó siendo un juego acabó en una novela para la que necesité contener la respiración… Y eso que la escribí enfundado en un traje de buzo. Al final, estaba persuadido de que había escrito una novela premonitoria, como así me demostraron los acontecimientos posteriores.En cuanto a Diario del hombre pálido y Piel roja no creo que sean libros angustiosos.

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¿La línea Plimsoll no te parece una novela muy onettiana?No sólo por la expresión, sino porque el personaje carece de escapatoria: la enfermedad, la muerte, la separación… 

Más que onettiana diría que es benetiana, que al fin y al cabo son dos autores que admiro, ambos hijos de Faulkner. Onetti era un maestro en crear atmósferas y mi novela es, antes que nada, una atmósfera. Hoy no la escribiría de ese modo, pero creo que empapa al lector de esa atmósfera estadiza y asfixiante; quería que al finalizar la lectura tuviera la impresión de haber practicado apnea, inmersión a pulmón libre, sin botellas de oxígeno ni tubos. En ese aspecto es onettiana. La influencia de Benet es obvia, creo, a nivel sintáctico, pero como dije me inspiraba la idea del juego y de cierta vanidad en el plano expresivo que más tarde fue tornándose en algo serio, al menos para mí. En el fondo, si bien se mira hay dos aspectos: la depresión y cierta conexión con la realidad que experimenta Gabriel que se sitúa más allá de lo expresable en términos de discurso narrativo.

Pero más que una novela sobra la enfermedad ¿no es un relato sobre la soledad y la incomunicación del ser humano?

Lo cierto es que no sé muy bien cuál es el centro de gravedad del relato. Creo que es la línea Plimsoll de Gabriel, el personaje. Ese aspecto mórbido al que te refieres viene dado por la línea de consanguinidad que se puede apreciar con los diarios y que sitúa a la novela como la primera entrega de latrilogía. Pero estoy de acuerdo contigo, creo que la novela va más allá del aspecto estrictamente clínico. El problema de Gabriel es que está hundido y no sabe cómo vivir; y razones no le faltan. Mi problema como narrador fue que así lo situé desde la primera página y eso me trajo de cabeza y de culo durante varios años. Hice lo que sabía hacer con los rudimentos que tenía entonces. Me estaba probando como novelista jugando con metales pesados.

¿Y cuál es el límite de Gabriel? ¿Hasta dónde puede llegar el ser humano sin que se desborde su capacidad de resistencia?

El límite de Gabriel es alto; ten en cuenta que un paciente en diálisis soporta un nivel de estrés similar al de un piloto de un caza de combate. Y ese no es el único frente vital que el personaje tiene abierto. En cualquier caso, expreso un deseo en voz alta: que nunca nos sea dado saber todo lo que somos capaces de soportar. Quien no me crea que lea a Primo Levi. Y si me cree, pero no ha leído Si esto es un hombre, que lo lea también.

En mi opinión, la fogata final de los rastrojos y las hojas del cuaderno de Laura no deja de ser una especie de diálisis sentimental.

Esa «escena» final no deja de ser el último acto de salvación de Gabriel, quemar el diario de su hija y que su dolor se transforme en humo. Es una suerte de final del duelo y de la verdad que conoce sobre Laura. Finalmente, para sobrevivir emocionalmente Gabriel no huye, sino que bucea hasta el final. A lo largo de la novela desciende cada vez más para emerger al final en ese acto simbólico.

 Para preparar esta entrevista leí la reseña de un conocido crítico en la que censuraba que Laura hubiera finalizado el diario cuando le felicidad afloraba en su vida. Tú vives ahora cierta estabilidad emocional. ¿Has terminado también el ciclo «diarios» o continúas inmerso en él? 

Los críticos, como todo el mundo, tienen sus rarezas. Esa no me preocupa en absoluto porque pertenece al ámbito del gusto, no del juicio estético o narrativo. Todos los días tenemos noticia de gente joven que muere, como dicen los periodistas cursis, «en la flor de la vida». No encuentro censurable que Laura muera en un accidente de tráfico en un momento de felicidad. La vida es así de rara y ese elemento funciona en la narración. He cerrado el ciclo de los diarios, pero no la posibilidad de volver a ello en el futuro. Soy un escritor que merodea, me gusta husmear distintos registros y géneros, y sobre todo llegar hasta el límite de mis capacidades. Si no hay un reto que superar, no me atrae la escritura. No me gusta que se convierta en una acción mecánica y repetitiva. Entiendo la literatura como un acto de búsqueda, de indagación, de conocimiento, y para ello debo pelear con mis propias limitaciones… Y tratar de superarlas. Pero quiero responder a tu pregunta de modo claro: he terminado con ese ciclo autobiográfico, regreso a la ficción.

¿En qué proyecto nuevo estás trabajando?

Llevo algún tiempo engolfado en una novela que se abrió paso a codazos en medio de la escritura de una anterior. Tirar una novela a la papelera ––y yo he tirado varias–– duele mucho, pero se aprende más. Con la novela en que trabajo me equivoqué de perspectiva y eso me ha obligado a reescribirla por completo. En ello estoy, con el entusiasmo contenido ante las nuevas sendas que se han abierto. La escribo sin prisa, sin pausa, sin fechas. La tengo muy crecidita.


Es profesor de la Escuela de Ideas Hotel Kafka. Ha entrevistado a Ricardo Piglia, DagSolstad, José Luis Peixoto, Alan Pauls, y Eloy Tizón, entre otros. 

Nacido en Pamplona en 1965, es escritor y periodista. Doctor en Ciencias de la Información, obtuvo una maestría en Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor del poemario Como si al otro lado latiera (1994) y de los libros de microrrelatosNoticias de la frontera (Premio Jaén de Relatos, 1994; Beca del Ministerio de Cultura) y Cuentos del Jíbaro (Demipage, 2008). Sus textos ha sido recogidos en diversas antologías. Ha cultivado el relato en la compilación Queridos desconocidos (Premio a la Creación literaria Institución Príncipe de Viana, 1999), género en el que ha obtenido diversos premios: Premio Jaén, Julio Cortázar, Relatos NH, entre otros, así como el FraciscoYnduráin de las letras por su primera novela, Cazadores (2002). Es coautor del libro de semblanzas literarias Gente de libro (Demipage, 2005). En 2008 recibió el Premio Tiflos de Novela por La línea Plimsoll (Castalia, 2009). Es autor de los diarios Diario del hombre pálido y Piel roja, ambos editados por Demipage. Durante quince años ejerció la docencia en la Facultad de Ciencias de la Documentación de la Universidad Complutense de Madrid. Ha colaborado en diversos medios, como Diario 16, Heraldo de Huesca, Heraldo de Aragón, El Mundo, Babelia, Cuadernos Hispanoamericanos, Ínsula o Quimera. Es columnista del Diario de Navarra. 

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