Entrevista con Juan Gabriel Vásquez

Por Jordi Corominas

En la época de la imagen hay profesiones antiguas que deberían crear un impacto cada mañana, cuando después del café abrimos el periódico y fijamos nuestra atención en la caricatura del día.

Perdón, cuando escribo cosas de este estilo siento el desajuste, la posibilidad real de una gran dualidad de nuestra época, donde lo descrito en el primer párrafo se convierte, poco a poco, en un hábito agónico, anómalo porque la velocidad y las revoluciones tecnológicas abocan la partida a una nueva situación.

Sin embargo los caricaturistas jugaban y juegan un papel básico desde su tribuna de rostro anónimo y dibujo contundente. Juan Gabriel Vásquez lo ha reflejado en su última novela, Las reputaciones, donde su protagonista se dedica a tan noble oficio y se ha convertido en un prócer colombiano, un hombre determinante. Javier Mallarino puede tumbar gobiernos, derrumbar personalidades y vivir en la tranquilidad de una rutina donde los hechos del pasado no suelen afectar a su presente, hasta que, siempre es así, algo ocurre y la paz se desbarata.

Quedo con el flamante premio Alfaguara 2011 en un hotel del centro de Barcelona. Pasan los minutos y no baja de su habitación. A la jefa de prensa y a quien escribe no nos parece extraño porque la noche llevaba demonios de insomnio que cortaron sueños y despertaron a mucha gente antes de la hora acordada. Por eso el café es el primer protagonista del encuentro, imponiéndose como una necesidad absoluta y compartida. Lo bebemos, buscamos acomodo en una zona sin músicas molestas que dificulten la transcripción, hablamos de la maldición de ir medio dormidos y hacemos el esfuerzo de despertarnos cuando, como siempre, enciendo la grabadora.

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Jordi Corominas i Julián: ¿Por qué un caricaturista?

Juan Gabriel Vázquez: El origen remoto de la novela tiene que ver con un caricaturista. Cuando empecé a descubrir los temas del libro pensé que podría haber escrito sobre un columnista, que es lo que soy, y todo se hubiera vuelto más simple desde un punto de vista estratégico, pero el origen de mis novelas nunca es un tema. Lo que me interesan son los personajes. Aquí es un caricaturista porque el primer pálpito, como hubiese dicho Nabokov, de la novela es mi interés en Ricardo Rendón, gran figura de la caricatura colombiana a principios del siglo XX.

¿Partiste de él para llegar a Mallarino?

Sí, había oído hablar toda la vida de él. Sus libros de caricaturas estaban en mi casa y de pequeño los cogía y los hojeaba. Más tarde supe que se suicidó a dos calles de donde hice mis estudios de la Universidad en un barrio de Bogotá por el que tengo especial cariño porque tiene mucha Historia, un enclave donde en muy pocas cuadras pasaron muchas cosas que definieron el siglo XX colombiano. Mi primera idea fue escribir una novela sobre Rendón, aunque luego me di cuenta que tenía demasiadas camisas de fuerza e inventar un caricaturista contemporáneo, un heredero de Rendón, me permitía más libertad retórico y hablar sin tantos cortapisas.

Si te basabas en Rendón más que hilvanar el personaje terminarías sacando una especie de novela histórica y, francamente, no te veo mucho de esa cuerda.

Claro, y siempre he tenido una tensión con la novela histórica. Mis libros hablan del pasado colombiano, pero siempre he dicho que lo único que no debe permitirse la novela histórica es ser redundante, es decir, contar lo que ya sabemos por la historiografía o el periodismo, y en el caso de Rendón se corría ese riesgo, mientras que por intuición me di cuenta que hablar de un caricaturista contemporáneo me abría posibilidades interesantes para comentar aspectos del mundo en que nos ha tocado vivir.

En la novela cuando hablas del papel del caricaturista pones de relieve la importancia de Rendón con relación al periódico, a la trascendencia del dibujo a nivel social porque al estar en prensa era el método informativo por excelencia de un largo trecho de nuestra historia, quizá enlazándolo con que esto ahora desaparece poco a poco.

Y me sabe mal a horrores, soy un fundamentalista del papel. Mallarino, mi caricaturista ficticio, crece y se hace importante y tiene ese momento central cuando una caricatura suya tiene efectos muy importantes en la vida de una persona en los años ochenta del siglo pasado. Pertenece a un momento donde eso aún era posible. Ahora el lento desplazamiento de los periódicos al margen del debate nos ha entregado otras formas de destruir reputaciones, otras formas de afectar gravemente la imagen ajena.

Formas que seguramente no tienen la inteligencia de las pasadas.

Exacto, no tienen la inteligencia y tampoco la autoridad. Decía en estos días que en nuestro mundo de redes sociales ha desaparecido la frontera con la que nos sentíamos tan cómodos entre vida pública y privada en el sentido que ahora todos somos figuras públicas. En un mundo en que una foto comprometedora puede dar la vuelta al país en tres segundos o una declaración puede ser grabada con cualquier formato implica que todo puede difundirse rápidamente y que todos podemos ser personajes públicos y salir perjudicados. Eso es profundamente inquietante.

Y Mallarino, en una metáfora muy adecuada, hasta el momento del homenaje es anónimo hasta para sus seguidores, porque al ser un dibujante nadie tiene porque conocer su rostro.

Es el recorrido que la novela trata de seguir, desde el anonimato, el hombre sin imagen que tiene tanto impacto, hasta el final, que es cuando ya tiene una imagen pública y sin embargo su relación con su oficio ha estallado por lo que le ha pasado en tres días. Podría haber titulado tranquilamente la novela “Auge y caída de Javier Mallarino.”

Así es. Cuando está con el embolador, nuestro limpia botas…

Palabra que cambia en toda Latinoamérica.

Cuando está con él ya usa un primer recurso hacia la memoria cuando juega a saber si el limpia botas conoce a Rendón, un aviso de nuestra insignificancia, una prueba de olvido pese a la importancia que en algún momentos podamos tener.

Es el primer momento en que la novela trata un tema que luego toma mucha importancia: el asunto de la memoria, algo que descubrí con la escritura del libro. Ricardo Piglia dice que los escritores escribimos para saber de qué estamos escribiendo. Lo que comenta me sucedió exactamente eso con Las reputaciones, en el sentido que la historia que empecé a contar no tenía planeada esa reflexión sobre la memoria que surge después y que es absolutamente central, la idea de la tendencia constante al olvido, de la tensión entre los beneficios de recordar y de olvidar y pasar página como le sucede a Samanta Leal. Por otra parte también está el tema de la falibilidad de la memoria, que esta no es algo totalmente confiable; construimos toda una vida sobre nuestros recuerdos que en ocasiones ni siquiera son ciertos.

Construimos un guión.

Eso es.

Si todo fuera lógico, pero la vida no lo es,  después de recibir el homenaje se podría cerrar el guión de Mallarino, pero es a partir de este punto cuando se desencadena todo el drama.

Es una estructura que le gusta mucho a la tragedia clásica, que ha sido mue importante para mi, de Shakespeare a Racine. Hay un verso de Chaucer donde se define la tragedia como el relato de la caída de un hombre, de un hombre que está en un punto muy alto. La tragedia cuenta el derrumbe. Las reputaciones, con las actualizaciones obvias de nuestro tiempo, aborda esa caída.

¿A partir de la tragedia el lector puede entender las vueltas de tuerca que vas dando al relato?

Sí, son procesos de reconocimiento. La novela en sus 140 páginas es un proceso paulatino de reconocimiento en el que cada vez Mallarino va descubriendo su propio rostro. Se ha dedicado a dibujar e investigar los rostros ajenos, pero en esos tres días va quitándose sus máscaras y descubre quien es él en realidad. Ése era el proceso que me interesaba.

Trazas lo que dices con muy pocos elementos.

Me interesó hablar del mayor número de cosas posibles en el menor número de páginas. En ese sentido la opción del género es muy clara. En ese sentido la novela corta es un género diferenciado, un género que no es una mera novela, es un aparato distinto que funciona de manera distinta del que he sido un gran lector toda mi vida, desde Crónica de una muerte anunciada hasta El gran Gatsby. Mezcla la intensidad del cuento con la capacidad de profundizar en la vida moral de los personajes que tiene la novela de toda la vida.

La economía de medios te permite exponer con más claridad lo que te interesa.

Exactamente. Antes de empezar me decías que percibiste que la novela se vive plenamente en la cabeza de Mallarino y un lector colombiano me comentó que la novela podía leerse como un monólogo en tercera persona. Ambas ideas me parecen muy justas y hablan de un estudio obsesivo de una conciencia y de las consecuencias morales de una decisión. Me interesa subrayar la idea de esta novela como una novela moral, en el sentido de que estudia las consecuencias de nuestras obsesiones, cómo vivimos con nuestros errores y cómo tenemos esa capacidad fascinante para hacer daño a los demás. La novela quería explorar todos estos puntos dentro de una estructura a la que le tengo mucho cariño que es la de investigar un misterio del pasado.

Se abren cajas a partir de la memoria.

Es tomar un punto del pasado que está oscuro y en el que hay un pequeño misterio privado e investigarlo para ver qué oculta, que hay ahí.

El efecto es más potente porque después del homenaje nos situamos en su casa, aislada en la montaña, y entendemos que hay algo más que el mero relato cuando surge la célebre caricatura de Daumier.

La caricatura de Daumier está en el centro de la novela y no mucha gente lo ha señalado. Me parece evidente que la caricatura refleja la estructura misma del libro, o más bien el libro refleja la caricatura, titulada el pasado, el presente y el futuro. La novela está dividida en tres partes que corresponden, vagamente, al pasado, el presente y el futuro de Mallarino. No es gratuito que la novela termine con un párrafo conjugado en futuro.

Y además hablas, parafraseando a Alice in Wonderland, de la memoria que sólo mira para atrás.

Es una de las tensiones importantes del libro. La idea metafórica de Alicia me pareció muy adecuada para simbolizar el problema al que tiene que enfrentarse Mallarino.

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¿Estructuraste la novela a partir de la caricatura de Daumier o surgió su simbolismo durante el proceso de elaboración?

Esas cosas van surgiendo, no tengo un programa consciente antes de empezar. Cuando una novela está viva  hay que estar atento a lo que te sugiere. Al partir de un caricaturista investigué la historia de la caricatura y llegué a Daumier, y cuando su caricatura aparece en el estudio de Mallarino entendí que es un comentario sobre sus preocupaciones morales y sobre su relación con el tiempo, con la importancia que tiene para el pasado, que no se queda quieto y que incómodamente se transforma todo el tiempo. Él ha construido toda su vida sobre ese pasado que ahora debe poner en cuestión porque ha empezado a cambiar. La gran pregunta que plantea Las reputaciones es qué ocurre con el futuro cuando cambia el pasado.

Él debe recuperar el pasado porque Samanta activa ese click…

Qué pesada ella, con lo tranquilo que estaba Mallarino. (risas)

Al recuperarlo se esfuerza, pero una vez su memoria coge el punto digamos que hilvana el relato con mucha fluidez porque lo que cuenta es mue importante para su trayectoria.

Toda la novela gira alrededor del misterio de esa noche de 1982 en que algo pasó o no pasó, no lo sabemos, y claro, para Samanta Leal saber qué ocurrió durante esa noche es determinante desde muchos puntos de vista porque le afectó directamente a ella; también para Mallarino, porque desde esos hechos ha apuntalado una carrera y la sociedad le ha otorgado una posición de autoridad y respeto, entre otras cosas a partir de lo que acaeció en esa velada. Para él descubrir que lo sucedió puede no ajustarse a su recuerdo plantea la posibilidad de desbaratar una estructura de vida, un tipo de situación en la que me gusta poner a mis personajes.

Cambiar el movimiento de las fichas.

Sí, en este caso es la revelación, que a todos nos llega en algún momento de la vida, de saber que el pasado no se está quieto. Crecemos pensando en que el pasado es absolutamente estático, que está grabado en piedra, y resulta que no. Crecer también es entender eso, comprender que eso es una ficción, darnos cuenta del mito. El pasado está constantemente transformándose y nos obliga a replantearnos constantemente nuestra posición en el mundo. ¿Qué hacemos cuando eso sucede?

Nosotros también cambiamos en el tiempo presente y eso es lo que nos hace replantear las cosas.

Claro, eso que dices es muy interesante.

En este caso hay algo que lo fuerza.

Hay un acontecimiento que lo fuerza. Carlos Fuente decía, hablando de las sociedades latinoamericanas, que no hay futuro vivo con pasado muerto, por eso tenemos que tener la memoria como una obligación. Esa frase puede aplicarse a los destinos individuales. No podemos seguir adelante, no podemos construir una vida personal sin una conciencia clara de nuestro pasado privado, y cuando eso entra a ser cuestionado pasamos a formularnos preguntas importantes.

Además en este caso el análisis de una conciencia individual se mezcla con la conciencia colectiva de un país por la importancia que tiene Mallarino para el mismo.

Y es en ese punto donde notas que esta novela es mía, porque si tengo una obsesión clara es ese cruce de caminos entre las vidas privadas y el mundo público, más evidente en mis otras novelas porque ese factor estallaba para hacer la exploración de un momento histórico particular en Colombia, desde el narcoterrorismo hasta la Segunda Guerra Mundial en mi país. Las reputaciones pasó desde el principio por una vocación mucho más cerrada, mucho más simple, de no hablar de un momento histórico, y sin embargo terminó por hablar del mundo público y el privado desde el punto de vista, esa capacidad de influencia que tienen los que opinan en la prensa de afectar en la imagen y la reputación ajena.

Y te documentaste muchísimo para documentar este tipo de perfil.

Por eso te decía antes que hubiera resultado más fácil y práctico hablar de un columnista. Me hubiese ahorrado el proceso, pero tenía entre manos un caricaturista, el oficio del cual apenas conocía, y me gusta mucho el proceso del reportaje previo a la novela. Pasé tiempo con caricaturistas, les hice preguntas y al final pude hablar con conocimiento de causa.

¿A partir de esta investigación podemos considerar a Mallarino el caricaturista porque funde todos los tipos de la profesión?

Yo tengo muy consciente de donde saqué su físico, sus posiciones éticas y morales y hasta sus costumbres. Mis fuentes fueron distintos caricaturistas de la vida real en España y en Colombia. La construcción de personajes es una mezcla de todo esto. A Hemingway le preguntaron cómo construía sus personajes y respondió que si lo explicara eso sería un manual para los abogados que le querían demandar.

Desde mi punto de vista español creo que Mallarino tiene una personalidad independiente, pero es inevitable pensar en El Roto porque es un poco la conciencia crítica de este país y tiene una continuidad, no es flor de un día.

Y con una posición muy distinta, porque el destino triste de Mallarino no se corresponde con la figura del Roto, aunque comparten la misma autoridad moral. El Roto es una figura que quiero inmensamente, con los años se hha vuelto una incuestionable autoridad moral, un crítico implacable de la actual situación española. Es un humanista en todo el sentido de la palabra.

Y así se define Mallarino.

Eso se lo robe al Roto. (risas)

Supongo que ambos buscan crear a partir de algo relativamente efímero, un dibujo que puede hacerse en un solo trazo, una conciencia permanente en una sociedad que cada vez tiende más a privilegiar lo efímero.

Todos los caricaturistas con los que hablé tenían claro el carácter efímero de su labor, pero al mismo tiempo publican libros de caricaturas que se leen como historias paralelas, así leemos en Colombia a Rendón o a Héctor Osuna. El Roto en ese sentido es más un dibujante satírico, no juega con retratos políticos ni de hombres públicos.

Es casi un poeta.

Eso es. Juega con tipos humanos.

Sus frases son puñetazos sagaces.

Y son frases que son válidas hoy como lo eran ayer o hace cuarenta años.

Esa es la belleza de cualquier tipo de arte.

El Roto desde ese punto de vista es mucho más permanente.

El hermanamiento entre Rendón y Mallarino es una metáfora de la necesidad que tiene la sociedad de un Pepito Grillo que denuncie.

Hace mucha falta. Los países sin Pepito Grillo lo pasan mal. La idea que sean dibujantes me resulta atractiva porque la situación que plantea el libro no es tan plausible en España, pero en Colombia o México un caricaturista político es alguien que tiene mucho poder y afectar la imagen de la clase dirigente. La novela también habla de cómo empleamos tiempo en proteger, moldear y distorsionar la imagen para evitar daños mayores. Estamos en la cultura de la imagen y es normal plantearse cuestiones sobre el tema.

En esta sociedad alguien que use con inteligencia la imagen puede ser mucho más corrosivo que un columnista porque crean un efecto directo.

Sí, con otro ingrediente, que es el manejo del humor. Los caricaturistas y los dibujantes satíricos tienen ese punto a favor del que carece el columnista. El humor es subversivo y corrosivo, por eso los políticos temen a los caricaturistas porque temen más al ridículo que a la crítica, a recibir la burla del mundo que a la columna más sesuda y analítica contra su persona, y a eso precisamente se refiere Rendón con su máxima que la caricatura es un aguijón forrado de miel, incisivo y penetrante pero que viene con una sonrisa, por eso es doblemente corrosivo.

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