Nunca he sabido separar la forma y el fondo, el lenguaje del contenido
Entrevista a Coradino Vega
Cuatro años después de El hijo del futbolista, su debut literario bautizado favorablemente por parte de Rafael Chirbes o de Muñoz Molina, regresa Coradino Vega (Riotinto, 1976) con Escarnio, novela que incide en las mismas coordenadas ya trazadas en la anterior. Realismo social, retrato sociológico de la España en crisis de los años noventa, esta novela de aprendizaje está protagonizada por Carlos, desclasado estudiante de Derecho que, tras un primer y brillante curso universitario en Huelva, se traslada a Madrid para continuar sus estudios. Allí se topará con un ambiente hostil, trabará amistad con el profesor Torres-Navarro (trasunto de Francisco Tomás y Valiente, como el mismo autor reconoce en una nota final) y se internará en los territorios del amor y el sexo junto con Ainara.
Mediante un estilo sencillo, transparente, Coradino consigue una historia que dice mucho más de lo que aparenta y que vendría a ser una segunda entrega de esa suerte de radiografía social de la España reciente que está llevando a cabo en su literatura.
Coradino es profesor de lengua y literatura en un instituto de Sevilla. A lo largo de tres o cuatro días, hemos mantenido esta conversación a través de correos electrónicos.
Tu literatura creo yo que tiene tres pilares: el realismo español, la literatura judeoamericana (Bellow, Malamud, Roth, etc.) y la literatura italiana que, para mí, es una mezcla entre la norteamericana y la francesa.
Bueno, no sé quién dijo que las influencias hay que merecerlas, y yo no estoy seguro de merecer la huella de los autores en los que me fijo más y que, en efecto, pertenecen en buena parte a esas tres líneas. Porque son referentes demasiado grandes, ¿no? La llegada del joven de provincias a la capital ya estaba además en La educación sentimental y en Las ilusiones perdidas. Y explorar el pasado formativo reciente para comprender el presente fue el móvil de las novelas contemporáneas de Galdós. Así que me temo que en eso no soy muy novedoso… Entre otras cosas, porque tampoco es algo que me preocupe mucho. Puedo sentir una afinidad temperamental con Chéjov o Camus (que es casi tanto como decir que, cuando juego al fútbol con mis alumnos, me siento identificado con Cruyff o Beckenbauer, o sea, una ilusión), pero yo escribo en español, soy español me guste más o menos, y al respecto querría pertenecer a una tradición que viene de Cervantes, pasa por Galdós y Machado, se detiene en algunos escritores de los cincuenta más o menos, y desemboca en Chirbes o Muñoz Molina. Una tradición que tiene más que ver con una sensibilidad o una mirada ante el mundo que con términos más genéricos. Por otro lado, es verdad que los escritores italianos y judeoamericanos del siglo XX siempre me han tocado muy de cerca. Una familia judía gritándose en el Brooklyn de los años cuarenta, o en Sicilia, resuena en mi mente igual que una familia andaluza de los noventa. Ojalá se me pegara algo de la energía vigorosa de Saul Bellow, de su apuesta por que existan verdades que estén del lado de la vida. O del vitalismo chispeante de una novela como Sombras sobre el Hudson de Isaac Beshavis Singer quien, aunque escribiera en yiddish, inauguró en cierto modo esa literatura. El sentido del humor es para mí fundamental, y por eso quizás también me gusten tanto Vittorini o Natalia Ginzburg. En Escarnio, el padre de Carlos debe mucho a los tenderos de Malamud y, a lo largo de la novela, hay guiños continuos a la obra de Philip Roth. De él me atrae, entre otras muchas cosas, el encuadre de la crisis individual en el contexto histórico colectivo, algo que también es muy de Galdós, ¿verdad? La presencia de todos ellos en lo que he escrito es mi manera de agradecer lo mucho que debo a sus libros. Me gusta lo que has dicho sobre la literatura italiana. Nunca lo había pensado y creo que llevas razón.
Sí, por un lado está la ligereza americana; y por el otro, la gravedad y el existencialismo francés.
Claro, y la literatura italiana lo combina de alguna forma, es cierto. Yo nunca he sabido separar eso de la forma y el fondo, el lenguaje del contenido. Y en el tono desenfadado, como cantarín, de la literatura italiana, hay un optimismo no muy extendido en el resto de Europa y que sí se da sin complejos en los países anglosajones. Pero la naturaleza humana es una mezcla de optimismo y pesimismo. Con un resfriado, ya no ves el mundo de la misma manera. Pavese tradujo y escribió muchos ensayos sobre literatura norteamericana e inglesa, y sin embargo uno no puede leer sus diarios si no tiene robustecido el ánimo. O Moravia, que fue capaz de escribir La Romana pero también El tedio, que tanto debe al existencialismo francés, ¿no? A mí me parece que en España, y en la literatura hispanoamericana posterior al Boom, ha dejado más huella la influencia francesa. Esa actitud de permanente sospecha, de intelectualismo de l’angoisse, de ser crítico por encima de todo… La cosa empieza con Sartre y termina con Foucault, Deleuze y demás suicidas con un marchamo de inteligencia de la que yo debo de carecer por completo. Si uno contrapone todo ese verbo abstruso —con sus contorsiones argumentativas y justificaciones delirantes— a las memorias de los represaliados por la misma época en el Este, no le será difícil apreciar el vacío humano del discurso de aquéllos. El terror que los filósofos franceses nunca padecieron (entre otras cosas, porque muchos lo respaldaron explícita o implícitamente) lo cuentan, por ejemplo, Evgenia Ginzburg o Nadezhda Mandelstam de una forma en la que la afirmación de la vida no da margen al lamento; por eso, al leer sus memorias, uno sale fortalecido, nunca deprimido. Fíjate, uno de los pocos comentarios que me entristecieron cuando salió El hijo del futbolista fue el de alguien que me adscribió al curioso movimiento del “realismo depresivo”. Y me entristeció no por lo de realismo, que acepto con una mezcla perpleja de resignación y orgullo, sino por lo de depresivo. El hijo del futbolista parte de una desazón íntima fuerte, y su estilo se adecua a ese estado de ánimo, por lo que ahora no me extraña tanto que a alguien pudiera parecerle depresivo. En Escarnio, en cambio, más que desazón íntima hay rabia pública, y el estilo se abre al exterior, me parece a mí, se vuelca hacia fuera. Como lector, estoy cansado de la literatura ensimismada, del narcisismo de mirarse el ombligo (sea estética o psicológicamente), del lado oscuro, de los atardeceres, la desdicha…; prefiero prestar atención a las cosas concretas a perderme en abstracciones mentales. Y como escritor, qué quieres que te diga, estoy a favor de levantar el corazón, de que la felicidad sea posible en esta tierra, de que la literatura te ensanche los pulmones. Cada vez me es más ajena toda esa melancolía y aburrimiento franceses, o el nihilismo, o el cinismo. “¿Angustia?”, decía Paco de Lucía, “más angustia pasa un albañil subido al andamio un 5 de enero”… Y no hablo de edulcoramientos bobalicones… Hablo de la postura de Milosz, Szymborska o Saul Bellow, que también dijo en una carta algo que suscribo por completo: “Si lo único que tenemos que oír es que la humanidad apesta en nuestras narices, entonces el silencio es mejor, porque ya hemos oído esa noticia”.
De Vittorini sólo he leído Conversación en Sicilia, pero en la Ginzburg tiene mucha presencia la familia y en tus dos novelas ésta es muy importante; sobre todo la figura paterna. Y también tiene importancia el origen social del protagonista (de perfil medio bajo) y esto me recuerda un poco a los personajes de Pavese.
Puede ser, puede ser… Hay lecturas que me gustan y otras que me llegan más hondo, que conectan más con mi manera de ser o con lo que a mí me gustaría decir. Las de Vittorini, Pavese o Natalia Ginzburg pertenecen a ese segundo grupo y, de manera consciente o más bien inconsciente, imagino que acabarán saliendo por algún lado. Adoro Italia. A Rossellini, De Sica, Magris…, a Claudio Abbado. Uno de mis mejores amigos es de Turín, la ciudad donde trabajaron para Einaudi los escritores que citas. Me siento atraído por todo eso. No sé cuántas veces habré visto La mejor juventud.
Escarnio es una novela de aprendizaje.
Sí, quizás… Y de ser así, ya llevaría dos… Otros dicen que es una novela de campus… Pero yo no me planteo esas cosas, ni cuando escribo ni después. Sinceramente, creo que no me corresponde a mí interpretar lo que he escrito, o definirlo.
Bueno, más que de campus sería de colegio mayor… No, ya en serio, Carlos se topa con un mundo muy distinto al suyo. En la etapa de bonanza, en la del boom immobiliario, se nos hacía creer que no existían las clases sociales. Ahora, con la crisis actual, esa falacia se resquebraja.
Yo nací en Riotinto, un pueblo en el que las clases sociales estaban muy remarcadas. Está en El hijo del futbolista. Viví allí hasta los dieciocho años. Y después siempre he notado mucho esas diferencias, que claro que existen. Nunca han dejado de existir. En los años ochenta España progresó mucho, pero también hubo unos índices de paro terribles. En mi clase de EGB se veía muy claro: quiénes venían de Bellavista y eran los hijos de los jefes de la mina, quiénes vivían en los chalés y pertenecían a los cargos intermedios, quiénes eran del Alto de la Mesa y provenían de los estratos más humildes. Mi padre nació en el Alto de la Mesa. Por mucho que un número mayor de personas viviera mejor que las generaciones anteriores, el mito desarrollista del “todos somos clase media” hacía aguas por todos lados. Incluso dentro de la propia clase media no era lo mismo ser hijo de maestro que de un médico. La burbuja lo enmascaró de algún modo pero no eliminó el sustrato. Cuando estalló, se vio que los ricos se habían hecho más ricos y los pobres más pobres. Ahora la clase media no sólo se ha estrechado, sino que cada vez está más cerca de los segundos. Es la falacia de entender la historia como un vector lineal de progreso continuo. En la historia reciente de España, con la sola excepción quizás de quienes perdieron la guerra, los hijos están viviendo por primera vez peor que sus padres. Carlos depende de toda esa coyuntura, otros no. Otros parecen que están incluso por encima de la historia. Hay quien me ha dicho que esos colegiales son los actuales ministros con veinte años menos.
Aquí aparecen algunas novatadas terribles.
Pero yo no me he inventado ninguna. Eso era así cuando entré en la universidad y sigue siéndolo a tenor de lo que he podido leer en la prensa. A veces no hace falta inventar, sino sólo echar un vistazo a lo que te rodea. Los pactos de silencio siempre afectan a los más débiles. Y el chantaje de quien detenta una posición de poder, o el de la costumbre de la mayoría, puede llegar a ser terrible para un chaval de dieciocho años, mínimamente sensible.
La novela transcurre en 1994: crisis del 93, corrupción política… Casi podemos decir que se trata de un espejo donde se refleja la situación actual.
Pienso que uno no elige los temas, sino al contrario. En ningún momento quise escribir una novela sobre esta crisis. Entre otras razones porque, hasta ahora, siempre he precisado de un cierto tiempo entre la experiencia que me provoca una necesidad narrativa y la actualidad. En aquella época yo estaba mucho más al corriente de la política española y, desde el principio, la crisis de 2008 me recordó a la del 93. Pero, sin duda, el espejo del que hablas es deliberado. Juan de Mairena decía “que si aquellos polvos trajeron estos lodos, no se puede condenar el presente y absolver el pasado”. Y ésa podría haber sido la cita inicial de la novela si su propósito fundamental hubiera radicado ahí, que no es el caso. Da la sensación de que, desde el crack del 29, cada crisis ya ha sucedido antes por mucho que pensemos que no se repetirá, que a nosotros jamás podrá volver a sucedernos. Y también da la sensación de que las medidas nunca son lo suficientemente sólidas o de que la memoria es demasiado débil, demasiado prostituta. Parece que las cosas siempre se solucionarán por sí solas, por inercia de la economía, sin voluntad profunda de cambio. En cuanto a la corrupción, mi decepción con la política española es mi decepción con los gobiernos socialistas, por las ocasiones perdidas. De la derecha nunca he esperado nada; está demasiado acostumbrada a ejercer el poder de manera cínica, a los privilegios y a los tejemanejes del beneficio. Para mí nunca fueron lo mismo. Por lo que a la izquierda siempre le exigí más, política y moralmente. Pero sus respuestas han sido por lo general insuficientes, hipócritas, chapuceras, sucias y oportunistas.
En algo habrá mejorado España durante este tiempo.
Por supuesto. Una de las cosas que desconcierta al padre de Carlos es precisamente el cambio radical que ha experimentado el país en menos de dos décadas. De ahí su miedo a la inseguridad, a que a su hijo le pase algo. Andrés no asimila ese vértigo por mucho que crea en el progreso. La democracia española ha dejado al descubierto en los últimos años, de manera burda, sus muchas imperfecciones, todo lo que se escondía detrás del retablo de las maravillas de la modernidad, de su puesta de largo. Pero me niego a compartir con sus críticos que sea un fraude y que el régimen democrático resulte igual de malo que el franquismo. Eso no es cierto. Resulta más fácil cuestionar el presente que detenerse a valorar los logros a los que nos hemos acostumbrado. El problema es que incluso algunos de esos logros, como la sanidad pública universal, se están perdiendo en los tres últimos años. Y quizás urja más defender esos logros concretos, o luchar por mejoras tangibles como un cambio de ley electoral por ejemplo, que plantear enmiendas a la totalidad abstractas. Entre los fasci di combattimento mussolinianos había todo tipo de insatisfechos con la democracia, incluso numerosos rebeldes culturales. Deberíamos ser más cuidadosos con el uso del lenguaje. Las palabras tienen consecuencias.
Sin embargo, en la contraportada se dice que el franquismo no sólo ganó la guerra sino también la democracia.
Las contracubiertas de Caballo de Troya las ha escrito siempre su director literario.
Andrés, el padre de Carlos, es dueño de una pequeña ferretería y la crisis lo ha convertido en una persona tacaña y malhumorada.
Claro, es que lo público siempre acaba repercutiendo en lo privado, a no ser que pertenezcas al clan de los intocables a los que me referí antes. La ideología tiene mucho de estado de ánimo, de bienestar económico. El padre de Carlos es un buen hombre, con una conciencia de clase un tanto confusa, un socialista sentimental, tan forofo como el aficionado de un equipo de fútbol. Y sufre la traición de “los suyos” por mucho que se niegue a reconocerla. Me parece que Carlos no se da cuenta del todo. Ainara, en cambio, sí. Ainara ve que lo único que ha hecho Andrés es trabajar como un burro, y que su resentimiento está justificado. En eso no se parece en nada a los tacaños de Balzac, aunque siempre esté hablando de dinero. Pero me parece que no debería ser yo quien lo analizase y, en cualquier caso, sería un análisis que hiciera a posteriori. Mientras escribo no me planteo esas cosas de antemano. Van surgiendo. Poco a poco. Casi por sí solas.
El padre de Ainara, sin embargo, también cambia su forma de ser, pero por otras cuestiones que poco o nada tienen que ver con la crisis.
En los años noventa, todavía había gente que tenía que abandonar el País Vasco por la amenaza o la extorsión de ETA. No lo olvidemos. Pero, como dice Charles Simic, resulta difícil reconocer que alguien posea un estatus especial en virtud de su condición de víctima. Javier Echevarría experimenta un tránsito ideológico, desde su militancia antifranquista al Partido Popular, que han experimentado muchos. Y como a otros, su experiencia concreta respecto a ETA radicaliza su postura general ante la vida. Al final, como también pasa a menudo, cada cabra tira a su monte. Y aquí sucede al contrario: eso Carlos lo comprende, pero Ainara no. A los Echevarría la crisis ni les roza.
Los padres de Carlos son obreros y más bien progresistas; los de Ainara son conservadores y tienen profesiones liberales. Sin embargo, los primeros, pese a todo, están juntos; los segundos, divorciados.
Bueno, el progresismo del padre de Carlos es muy relativo, ¿no? Es más nominal que otra cosa. Y la madre de Carlos no creo que sea progresista. Es más inteligente que Andrés, pero poco progresista: el divorcio, por ejemplo, no entra dentro de su universo. Son gente corriente, nada más (y nada menos): dignas, comunes, productos de su circunstancia. Tampoco me imagino a la madre de Ainara como a una mujer conservadora, al revés. Por mucho que viva como una rentista mantiene lo que un día le unió a su marido: una sofisticación cultural de la que carece la familia de Carlos. Pero aunque a menudo yo sea el primero en hacerlo, no creo que se pueda dividir tan fácilmente a las personas entre progresistas y conservadoras. Todo es más complejo. En el fondo son etiquetas demasiado permeables y de trazo grueso, ¿verdad? Además, los expertos en literatura dicen que los personajes estereotipados no son buenos personajes. Y si lo dicen ellos, que saben tanto de la vida…
El profesor Torres-Navarro, de gran importancia para Carlos y para el desarrollo de la novela, está inspirado en la figura de Francisco Tomás y Valiente. ¿Llegaste a tener relación con él como el protagonista de tu novela?
No, una relación personal, no. Pero yo también estudié Derecho y leí algunos de sus votos particulares a las sentencias del Tribunal Constitucional. Estaba familiarizado con sus ideas por los artículos que publicaba en la prensa. Tenía cierta afinidad con él, me caía bien, lo admiraba. Su asesinato me golpeó más fuerte que otros, incluso que el de Miguel Ángel Blanco; me produjo un dolor terrible. Pero en un principio su figura no estaba dentro de la novela. Una tarde en cambio, cuando la reescribía, en un parque infantil del centro de Sevilla, vi al catedrático Javier Pérez Royo jugar con un niño, probablemente su nieto o su nieta, no lo sé. Yo había conocido a su hija en la facultad, había estudiado su manual de Derecho Político y solía leer sus columnas en el periódico. Por asociación me acordé de Tomás y Valiente. Entonces vi claro el final de la novela. Tanto, que casi se me cayó del tobogán mi hijo.
Por cierto, que en la novela se declara un euroescéptico y, en la charla que imparte en el colegio mayor, vaticina muchas de las cosas que han pasado después. Entonces muy pocos se declaraban contrarios a la Unión Europea: Julio Anguita y pocos más.
Sí, por eso creí oportuno introducir una nota aclaratoria en la que matizaba que no todas las ideas de Torres-Navarro podían ser atribuidas a Tomás y Valiente. En este asunto, la postura del personaje de ficción tiene que ver sobre todo con la crítica a la Unión Europea que hiciera en su día Tony Judt, que no era un leninista precisamente. La verdad es que nunca me sentí demasiado atraído por Julio Anguita, a quien sí llegué a conocer en persona, en una charla organizada en el colegio mayor sevillano donde residí durante mi primer año de carrera. Pero reconozco que el tiempo le ha dado parte de razón en relación con la construcción europea. En la soberbia de la primera etapa de gobiernos socialistas no cabía la disidencia. Y a mí me hubiera gustado escuchar una postura crítica desde una izquierda para la que la alternativa no tuviera que ser Cuba.
Yo creo que a Europa se le ha pasado ya el tren…
Desde luego, por el camino que va, está haciendo todo lo posible por conseguir la desafección total de sus ciudadanos.
El hijo de Tomás y Valiente, Miguel, es un novelista estupendo. Publicó dos novelas en 451: Las heridas de los elefantes y El hijo ausente, inspirada en el asesinato de su padre.
Pues me da mucha vergüenza, pero no lo sabía. Haré todo lo posible por leerla. La única referencia literaria que conocía, aunque sólo sea por similitud con los hechos, es Ojos que no ven, de J.Á. González Sainz.
¿Eras un estudiante tan brillante como Carlos?
Si por brillante te refieres a sacar buenas notas, en el instituto saqué buenas notas. Luego, en la universidad, me convertí en un estudiante de notable. Me aburría mucho. Leía novelas en las clases de Derecho Mercantil.
¿Qué novelas leías entonces?
Pues leía mucha literatura española y latinoamericana, a los escritores del Boom en un sentido amplio: García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Rulfo, Onetti, Bioy, Borges… Y a Proust, el Quijote, y Madame Bovary (que creo que es la novela que luego he releído más veces). También devoraba una colección que se titulaba Obras Maestras de la Literatura Contemporánea que compró mi madre para casa. Eran unos libros de Seix Barral con pasta dura, color caoba y de letras doradas, con unos floripondios en los lomos muy historiados. Y ahí estaban Kafka, Musil, Conrad, Moravia, Henry James, Faulkner, Joyce, Woolf, Greene, Mann, Sartre, Camus, Pavese…
¿Por qué estudiaste Derecho y no Filología Hispánica, cuando además eres profesor de Lengua y Literatura?
No lo sé. Creo que de esa duda nació en parte El hijo del futbolista. Cuando yo hacía COU, el término “salidas profesionales” intimidaba bastante. A mí me gustaban mucho la historia contemporánea, la historia del arte, la filosofía y la literatura pero, por encima de todo, me atraía la política. No me arrepiento. He tenido mucha suerte. Mis padres me permitieron en todo momento hacer lo que quería. Después de licenciarme estudié algo de literatura comparada y estética, en un doctorado feliz y un poco raro de la Universidad de Sevilla, y en París, con una beca Erasmus. Luego empecé Filología Hispánica en la UNED pero lo dejé pronto. Me fui a vivir a Madrid y trabajé como lector y corrector para algunas editoriales, como Alfaguara. Se me pasó la fiebre política y lo único que hacía era leer. Gracias a eso aprobé las oposiciones para profesor de instituto con un tema sobre el Romanticismo. En mi primer destino conocí a la que actualmente es mi esposa. Con ella he tenido dos hijos. No cambiaría nada. Estoy contento con el camino.
¿Qué recuerdos guardas de tu etapa madrileña? ¿Se podía vivir bien como lector y corrector editorial? Supongo que también te sirvió para un primer contacto con el mundillo literario.
Pues guardo muy buenos recuerdos y un amor profundo por Madrid, adonde vuelvo cada vez que puedo. Mi trabajo, como el de casi cualquier freelance editorial, no me daba para cubrir gastos. Por eso acabé volviéndome a Sevilla. En aquel tiempo hice muy buenos amigos, algunos de los cuales se han convertido en escritores más o menos conocidos. Nos reuníamos en el Dellwood, un bar que estaba en Las Vistillas. No sé si a eso se le puede llamar tener contacto con el mundillo literario. Por entonces casi ninguno habíamos publicado.
Pero, en general, ¿qué opinión te merece éste? ¿Hay tantas envidias, mala baba, cuchilladas, etc., como generalmente se dice?
A mí me parece que lo del mundillo literario depende del caso que le hagas. No creo que sea peor que el de los banqueros o los publicistas, pero tampoco mejor, por lo poco que conozco. Las envidias y las cuchilladas cada vez se dan menos en público, aunque sigan existiendo, claro. Lo que impera, me parece a mí, es el compadreo interesado, la autopromoción, las adulaciones como punto de apoyo y los favores mutuos, como si se diera un pacto de no agresión entre los que se consideran dentro. Al mismo tiempo creo que es algo que se magnifica infundadamente. Porque ¿cuántos lo forman y qué relevancia tiene más allá de su círculo? No sé, la vida es más amplia… Tampoco creo que sea muy distinto del de hace treinta años. Por más que cada vez se hable menos de literatura y más de chismes o editoriales, los debates siguen siendo los mismos (que si el realismo para acá, el realismo para allá, la verdadera vanguardia, la muerte de la trama, el grand style…), lo cual quizás sea el mejor indicio de que rara vez son debates serios. Porque no puede ser que siempre haya una generación acusando a la precedente, o a sus coetáneos, de costumbrismo. Esa rebelión siempre es la misma. Como el ansia de novedad…, como si bastase mover para innovar e innovar para mejorar… O el miedo a no parecer lo suficientemente inteligentes o guapos o modernos; ese miedo a la calidez, a los diálogos, a la emoción de tanto temer el sentimentalismo… O el gusto por la provocación… El ruido… Yo qué sé… Todo eso es muy antiguo. Algunos se creen que la literatura sólo puede progresar en una sola dirección y que no se puede disfrutar a la vez de Ulises y Fortunata y Jacinta. Ahora hay que escribir como Vila-Matas o Bolaño —lo mismo que en los setenta había que ser Benet o Juan Goytisolo— y a quien no vaya por ahí se le mira por encima del hombro o se le considera directamente tonto. Y a mí, si te soy sincero, todo eso me importa tres pitos. Lo que sí ha cambiado para peor, creo yo, es la crítica literaria, que cada vez tiende más al anuncio publicitario. Además las redes sociales y algunos blogs han contribuido a una especie de sobrevaloración psicológica añadida (o sea, de ansiedad) por parte de la mayoría de quienes aspiran a un reconocimiento o prestigio que cada vez atiende menos a un criterio de valor literario, de aquellos a los que les gustaría entrar en el “cogollito” de Madame Verdurin. Pero en fin… Como te decía, la realidad de uno es aquello en lo que pone su atención, en lo que se concentra.
Antes hablabas de cómo se te ocurrió el final de Escarnio. Me gustaría que nos contaras un poco tu forma de trabajar. Me da la sensación de que eres un escritor lento, muy perfeccionista, que trabaja por decantación…
No sé yo… Al principio voy muy rápido, con arrebato, por impulsos. Luego me cuesta reposar esa primera versión que casi siempre es excesiva, caótica, falsa. Me entran agujetas. Me impaciento. Me precipito y doy a leer el primer borrador demasiado pronto. Luego me desanimo con lo que me dicen. Me avergüenzo. Paro. Me invade la desolación. Lo retomo con inseguridad, con desaliento. Avanzo poco a poco. Comprimo, elimino, reescribo, releo mil veces lo que he escrito. Después me entra la preocupación de no ser suficientemente preciso y me llevo tiempo buscando la naturalidad en vez del artificio, quitando aditamentos literarios, todo lo que en algún momento me parece superfluo. Cuando más o menos está bien, sigo corrigiendo, suprimiendo o añadiendo cosas. Hasta en las pruebas finales hago correcciones de estilo. En Escarnio, de un borrador inicial de 350 páginas al final sólo me sirvieron ciento y pico. Con las dos novelas he dedicado un año más o menos a escribir y tres a destilar y darle vueltas a lo mismo. De El hijo del futbolista llené un armario de manuscritos. Con Escarnio descubrí el reciclaje y espero no haber dañado tanto el entorno. Por mucho que uno corrija, siempre encontrará el texto mejorable, siempre queda algún despiste, algún descuido, alguna autoindulgencia imperdonable. Cualquiera que lea esto pensará que he escrito La montaña mágica y Vida y destino, pero no me he pasado todo el rato escribiendo. La mayor parte del tiempo he estado cambiando pañales, jugando en la alfombra de mi casa o en el parque. La literatura es importante para mí, pero no es lo más importante. Si uno no tiene conciencia de sus límites y se toma demasiado en serio, lo más probable es que acabe enfermando de irrealidad.
¿350 páginas? ¿Y qué episodios, pasajes, etc., más importantes de ese material se quedaron fuera?
Casi no me acuerdo. La trama era otra. Había una tercera parte anclada en la actualidad. En vez de Ainara sólo, había varios personajes femeninos. La conferencia de Torres-Navarro la daba un economista y era mucho más larga. También me cargué un capítulo que transcurría en la Costa Brava, en Tossa de Mar, en el chalé del padre de Pablo, y que a un buen amigo mío le recordaba demasiado a Marsé. Aparecía una abuela que no paraba de hablar desde la cama de un hospital. Era una novela completamente distinta, con la que yo no estaba cómodo. Es curioso. No hace tanto de ella y apenas la recuerdo, la percibo ajena, lejos.
Yo he leído Escarnio como una segunda parte de El hijo del futbolista.
Puede ser. Relatan dos periodos de la vida consecutivos, y también hay una continuidad histórica en el contexto, ¿no? Pero los personajes no son los mismos. Ni el escenario. Ni las circunstancias familiares. La verdad es que yo no pienso en ciclos cuando escribo. O si pienso, luego la escritura me lleva por otro camino. Escribo a partir de lo que me inquieta, generalmente a partir de una imagen que yo he vivido. Después la ficción toma el rumbo y casi nada acaba siendo como lo imaginaba en un principio. En la escritura hay mucho de subconsciente, de sonambulismo. Escarnio es una novela muy poco autobiográfica.
¿Seguirás avanzando en el tiempo cronológico y novelándolo como has hecho con tus dos novelas?
No lo sé, supongo. Después de publicar me quedo un poco desnortado. Necesito tiempo para que las ideas vayan arraigando. Ahora tengo varias en la cabeza y aún no sé cuál se acabará imponiendo. Pero me apetece cambiar. Quizás escribiendo algo más libre, no sé cómo explicarlo… Más como lo que me sale en un principio y luego acabo siempre recortando como un bonsái. Ya se irá viendo…
¿Cómo fue el proceso de publicación de cada una de tus dos novelas?
Pues muy sencillo. Sin misterio alguno. Mi amiga Elvira Navarro leyó un par de borradores de El hijo del futbolista y me dio consejos muy valiosos. Luego me recomendó que la enviara a la editorial en la que había publicado su primer libro. A Constantino Bértolo le gustó, me sugirió un par de modificaciones y acabó publicándola. Después tuve la suerte de terminar la segunda antes de que Constantino se jubilara. Siempre les estaré agradecido.
¿Cuál crees que será el futuro de Caballo de Troya una vez jubilado Bértolo?
Ni idea.
¿Se te ha pasado por la cabeza escribir algún ensayo?
Sí, claro. A mí me gusta igual leer ensayo que literatura. Hay libros de crónicas, por ejemplo, infinitamente mejores que muchas novelas. Pienso en Chatwin, en Chaves Nogales. Creo que ciertas cosas se pueden contar mejor sin acudir a la ficción. A mí me está pasando una cosa con la literatura: que cada vez me gusta menos la literatura que suena mucho a literatura. Siento una necesidad de simplificación. De que las cosas sean grandes y sencillas. De que tengan alma. Por eso nunca dejo de leer poesía. Pero, por otra parte, las aficiones se me desbordan cada vez por más lados. Para mí leer un libro sobre música de Ted Gioia o Alex Ross, o un buen ensayo que me explique los mecanismos neuronales de forma que yo lo entienda, me apasiona más que muchísimas novelas. Ahora mismo, por ejemplo, estoy con la Historia del arte de E.H. Gombrich, que no había leído antes, y cada noche procuro fijarme en dos o tres láminas de las que propone. Que esos cuadros y esas esculturas y esos edificios que nos resultan tan familiares, y que yo creía conocer más o menos, se me abran como mundos inexplorados y me revelen tantos matices en los que nunca había reparado, por ignorancia o mera falta de atención, me resulta fascinante. Disfruto más escribiendo una reseña de un libro no literario que de una novela. La curiosidad por casi todo es algo que desgraciadamente tengo desde niño y que luego ha potenciado en mí sobre todo Antonio Muñoz Molina. Me gusta divulgar lo que a mí me gusta y ojalá supiera contagiar el entusiasmo por un cuadro o una pieza de música como él lo hace. O como lo hacen esos ensayistas anglosajones ajenos a la palabrería francesa, con esa alegría en la transmisión del conocimiento tan opuesta a lo pedante. De los ensayos sobre pintura de Muñoz Molina, de El atrevimiento de mirar, he aprendido más sobre el oficio de escribir que con cualquier tratado de literatura. Cuando reflexiono sobre música o pintura, indirectamente estoy pensando siempre en el acto de escribir. Desde hace un tiempo ando dándole vueltas a los diarios de Mihail Sebastian, a un encuentro que tuvieron Shostakovich y Britten en plena guerra fría y a la trayectoria de Giorgio Morandi. Me atraen los artistas que en vida son detestados por igual por clasicistas y modernos, los intelectuales que son odiados por la izquierda y la derecha (por los que supuestamente son los suyos y por sus enemigos), la gente que al tomar partido se queda en medio de un fuego cruzado. Algo de eso hay ya en Escarnio, me parece a mí, en el paralelismo del destino de Torres-Navarro con el de Carlos. En cuanto a Sebastian, Shostakovich, Britten y Morandi: no sé si ahí hay una novela, un ensayo, varios libros de no-ficción o si al final, como sucede con tantas ideas, la cosa se quedará en nada.
González quitó la Filosofía del bachillerato, Aznar la volvió a poner, Zapatero quiso quitarla y al final no se atrevió, ahora estos están con las mismas, ¿por qué la casta política le tiene tal inquina a las humanidades?
A mí me parece que eso se remonta casi al principio de la escritura, ¿no? Platón no quería poetas gobernando su república. Y Berceo, que además de buen poeta era un gran propagandista al servicio del poder, hace una alabanza de la ignorancia en los Milagros que tiene poco de inocencia virtuosa. Pero quizás lo que planteas vaya por otro lado. Desde la ley de educación de los primeros gobiernos socialistas se le ha dado un peso de un papanatismo ridículo a la pedagogía teórica. El centro de interés fundamental pasa a ser no aburrir al niño, no vaya a ser que se nos traumatice. Y lo que prima es lo práctico. Lo práctico, claro está, para un determinado tipo de sociedad: la que le convenga a cada partido. Luego el PP se da cuenta de lo primero y saca la bandera de la autoridad y el esfuerzo como si fuera Don Pelayo. Pero en lo segundo continúa el mismo camino: para ellos, lo verdaderamente práctico es la religión y el emprendimiento. Y por mucho que ironice, no bromeo. Es una tragedia. La clase política se ha cargado el sistema educativo con su mezcla de pedagogía idiota e ideología sectaria y, en ningún caso, está dispuesta a asumir la responsabilidad de lo que ha hecho.
Desde tu punto de vista como profesor de secundaria, ¿no crees que es un error haber mezclado la lengua y la literatura? Es como meter en un mismo bote un paquete de garbanzos y otro de judías pintas…
Completamente. Son dos asignaturas distintas. ¿Hay algo peor que hacer el análisis sintáctico de un poema? Algunos manuales lo contemplan de forma absurda —y contraproducente— para compaginar las dos. A la enseñanza de la literatura hay que insuflarle pasión, gusto por lo que cuenta y por cómo lo cuenta, no descuartizar sus textos como si fueran muñecos. Y a la de lengua le falta pragmatismo. ¿Acaso va uno por ahí, paseando por la calle, detectando morfemas y sintagmas adverbiales? En Andalucía, en el último curso de la ESO, se dan cuatro horas de inglés y tres de lengua y literatura… Y después los inspectores se quejan de la baja competencia lingüística de los chavales… En mi tierra, a fuerza de querer ser competitivos y más cosmopolitas que nadie, vamos por el camino de la confirmación del tópico del paleto andaluz que tanto se esfuerza en fomentar también la televisión autonómica.
Volviendo al proceso de escritura de Escarnio, tu estilo es falsamente sencillo, directo, limpio, en ocasiones, incluso, algo informativo. No sé si será sensación mía, pero incluso lo veo más destilado que el de El hijo del futbolista.
Procuro escribir con claridad. Ser lo más preciso y comunicativo posible. Para mí el estilo es un medio, no un fin en sí mismo. Siempre he intentado que sea lo más versátil posible. Entre otras cosas, porque es la historia la que me marca el tono, el ritmo, el lenguaje. El hijo del futbolista era una evocación que requería algo más de pausa, incluso de lirismo en la contemplación del paisaje. En Escarnio, sin embargo, la prioridad era contar, de ahí su aceleración deliberada. Escribir bien no tiene por qué ser sinónimo de escribir prolijo o altivo. No me siento muy identificado con quienes dicen que la literatura es sólo lenguaje, estilo, la vieja reivindicación esteticista que, cuando califica una prosa de “informativa”, lo hace de modo peyorativo. Primero, porque me da la sensación de que cuando dicen “estilo” se están refiriendo a “su estilo”. Y segundo, porque desconfío de quienes se denominan a sí mismos artistas, de manera directa o indirecta.
Has mencionado a Muñoz Molina, también a Marsé, sé que Chirbes te gusta. ¿Qué otros escritores españoles te gustan?
Carmen Laforet, Delibes, Josep Pla si te refieres a espacio y no a idioma… Una de las novelas que más me ha impresionado en los últimos años es Volver al mundo, de José Ángel González-Sainz. Y después están los diarios de Iñaki Uriarte, que son geniales. También me gusta muchísimo Óscar Esquivias, su libro de cuentos Pampanitos verdes…
¿Y extranjeros?
Pues por no gastarte la misma broma de citarte a los difuntos, a mí hasta el Philip Roth que algunos creen de capa caída me sigue gustando; cosa que no me sucede, por ejemplo, con el Coetzee posterior a Verano. La novela extranjera que más me ha atraído últimamente ha sido Brooklyn, de Colm Toíbín, de quien tampoco me ha llamado la atención lo que ha hecho luego. En cambio me fascina el último Don DeLillo, el de Punto Omega… Pero si hay alguien a quien admiro sin reservas es Alice Munro. Eso sí que es escribir bien. No hay ningún escritor vivo que yo conozca que me guste más que Alice Munro.
Sobre Lorenzo Rodríguez Garrido:
Lorenzo Rodríguez es un joven periodista y divulgador cultural. Fue uno de los fundadores de la revista Culturamas y es director editorial de la revista Otro Lunes. Ha colaborado con varias editoriales en labores técnicas y creativas.