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España, cruel doncella

España, cruel doncella

Por ratoncito comequeso

Porque es demasiado breve, comparemos la vida de los hombres con la peripecia de los árboles más longevos. Algunas encinas contemplaron el alzamiento de las pirámides. Oh, pirámides, oh felicidad de tiempos inmemoriales, nacida antes del hombre. Y aquellas pocas parejas, que sobrevivieron a la peor de las glaciaciones. Barcelona, bañada por la sombra, sombra, sombra de cien cruceros que cada día llenan sus calles de pantalones cortos y gorras de visera. Oh Barcelona, crujida por el turismo y el tiempo, despreciada por quienes nacieron en tus calles. Oh Barcelona, tan bella por tus complots y el recuerdo de una vida llena de equilibrio, ajena a la crueldad alemana y a la dejadez septentrional. Septentrión, bonita palabra. En Barcelona nunca hace frío. Cien recuerdos de Barcelona, las putas, las primeras putas que vi en mi vida fueron las callejeras de las ramblas. Las vi cuando siquiera sabía qué era una puta -no hay profesión más noble, ni siquiera la filantropía que practican algunas millonarias de Madison Avenue-. Oh, Barcelona, tierra de recuerdos tristes, que se convertirán en bellos cuando alcance la madurez. Es decir, en las fronteras de la muerte. Recuerdo con lágrimas los conejos de las Ramblas. Siempre las Ramblas. La soberbia negra de las interesadas. La comida con los amigos más cercanos, y más lejanos,  los espléndidos desayunos de los hoteles más codiciados y el pésimo zumo de naranja, zumo aguado, bastardo, ajeno a la fruta, de hoteles que perdieron su mejor momento. Y aquel desayuno, contemplando Marsella, aquel hotel maravilloso, nunca conviene ir a los lugares que amaste porque siempre, siempre decepcionan.  Conviene mantener limpio el recuerdo, congelado en el tiempo, ajeno a la evolución que todos sufrimos, que convertiría la belleza en un erial. Oh Barcelona, sé que por allí paseaste tu penuria.  Tal vez pude haber rozado tu gloria si hubiese perseverado en un intento que no era el mío – o sí lo era y preferí renunciar a una silla esquinada en el teatro-. Es todo tan, tan terriblemente desquiciante. Si pudiera volar a través de los tilos y conocer, sin duda alguna, cuál es el destino de las orquídeas y de las mujeres más hermosas y cuándo se extinguirá el último hombre sabio y la raza humana se convertirá en una manada de bastardos, destinados solo a engendrar, una manada de bastardos que ha olvidado la sabiduría y el buen comer y se dedica a caminar descalza sobre cristales afilados. Afilados como qué, como cuchillos, lógicamente. ¿Como qué van a estar afilados los cristales? Oh Barcelona, durante el segundo viaje te recorrí con angustia y recibí la mierda sobre mi pecho.  Cuántos viajes, Barcelona, qué pocas borracheras, pero qué intensas. En la penúltima compartí mesa con un poeta muerto, homosexual y encantador. No, me equivoco, con dos poetas homosexuales -que sepa, tal vez había más- y terminamos borrachos, esquinando la agresividad de los millonarios. Pobre Leopoldo, tan bueno, tan muerto por una enfermedad que nunca debía haber existido. Todos, todos tenemos nuestra larga lista de muertos, una lista que más pronto que tarde -no existe tarde en el lenguaje de los hombres- contará con nuestro nombre y, aunque no lo queramos asumir, con el nombre de nuestros hijos, nuestros sobrinos. Pero hay que vivir. Vivir. Y el único motivo de la vida es el amor. Oh, Barcelona. Sentí el avance de la locura sobre mis débiles neuronas, hice el peor ridículo en tus calles y lo hice al anochecer, Hay dos escritoras, una fea y otra que extrae lo mejor de su belleza. La fea introdujo a la 2 en el extraño mundo de la literatura y juntas volaron hacia el pequeño parnaso de los escritores junior. Parásitos, pequeños, el mundo de lo mínimo, tan poco valorado, en el que juntos nos deslizamos en esta franja de luz entre dos enormes, enormes oscuridades. La escritora fea nunca pensó que la 2 se iba a convertir en 1 y desarrolló un enorme, enorme odio. Oh, humanidad, víctimas, niños, los niños son maravillosos , pero son pervertidos por esta sociedad enferma, encauzados en senderos perversos, alimentados por el capitalismo, feroz capitalismo. Las dos escritoras no fueron capaces de escribir una novela-novela, pero la 2 supo conectar con el espíritu de su tiempo. Ay tiempo, tan fugaz, tan difícil para un escritor conectar con su médula y hacer visible lo invisible, aquello que no somos capaces de vislumbrar o, mejor dicho, de convertir en palabras como las que ahora derramo, insensible y estúpido, sobre un papel virtual. Las dos escritoras se odian y en la fea crece el tumor del fracaso, un fracaso que solo podrá revertir con la ayuda de la poesía. Afilados cristales se clavan sobre mi pecho cada tarde, cuando vuelvo a discutir contigo, otra vez. Otra vez. Otra vez, por mucho que lo intentemos, la bronca crece en nuestra casa. Y no sé si regresar al placer del vino, que tanta desgracia me ha traído y tanto, tanto me tranquiliza. Por el vino  recorrí los peores antros de la ciudad, recibí el rechazo de todas las feas, feas, feas, feas de la infausta periferia madrileña. Veinte años son más de mil semanas. Cerca de mil cogorzas, no podría descifrar ni una centésima parte, algunas, muchas, permanecen hundidas en mi conciencia, ajenas a la memoria, a cualquier memoria, si no es cierto que todos los datos pueden recuperarse, como si fuera una enorme papelera de reciclaje en la que nada se borra. ¿Y a dónde va nuestra memoria, nuestros olores, nuestros primeros besos -qué cursi es la realidad. LA REALIDAD- cuando nuestro corazón se detiene y lentamente -porque las neuronas, como los árboles, poseen su propia velocidad- las neuronas se apagan como velas de cumpleaños y regresamos al tiempo no tiempo conocido como muerte? Pero muchos, como las dos escritoras, se empeñan en vivir como si la muerte no existiera y pelear en luchas tan inútiles. ¿No son todas las luchas inútiles? No, aquellas que salvan las vidas de los desheredados reconfortan nuestra conciencia. Oh Batman, sálvanos de las penurias. Y las escritoras se querrán para siempre. Querida amiga, por qué me has abandonado. Por qué rehuyes mi presencia, tanto asco te da. Conociste a la escritora fea, bendecida con el don del dinero, que, paradojas de la vida, le ha impedido el conocimiento de la verdad, de las miles de verdades, de la vida o de lo que creemos que es esta existencia tan misteriosa, tanto como la vida de los caimanes o los erizos. Algún día descubriremos que ellos también aman a sus hijos y no han dominado el mundo porque son cuadrípedos. Nos debemos a nuestra facultad de levantarse sobre dos piernas. Gracias a tan insólito don hemos fundado ciudades, devastado océanos, emprendido guerras y masacrado especies. Qué cómodo es el fascismo, libra de la incertidumbre y de las peculiaridades de la vida nocturna. ¿Debo regresar al vino y a la inercia de la muerte? No, me debo a mi pequeña joya, a quien cuido y cuidaré como si fuera de oro, como si guardara dentro de sí todo el oro del mundo, todos los dones naturales y divinos. Ay del valor de quienes soportan el dolor, de quienes viven al margen de la muerte. Y los perros, a quienes mataremos con vileza porque no corresponden a nuestros intereses. Intereses malévolos, peores que los sufridos por todos los seres humanos, intereses que arrastran a los hombres por los peores vericuetos. También a los dos escritores. Oh Barcelona, Barcelona, ciudad con miles de aristas, fundada hace miles, miles de años.  Los perros me están haciendo perder el norte. La ciudad y los perros, los perros como metáfora de la destrucción de este país, una tierra que no valora a sus héroes, una tierra yerma, arada mil veces, ensangrentada por las cuchilladas entre hermanos.  Los perros agonizan, hambrientos y me preocupo por ellos más que si fueran hombres, pero no detengo su sufrimiento. He causado mucho dolor, tanto que no puedo asumirlo, tanto que mis neuronas se han bloqueado y la culpa solo aparece en los sueños, transmutada en personajes extraños, cómicos, que carecen de otro sentido que el dolor. Dolor. Y sigo buscando, porque la muerte me acecha y no quiero perderme, aunque contemple las señales del amor, lejanas y próximas como las marcas que un faro deja en las cicatrices de los navegantes. Cicely Saunders, heroina, mujer cristiana, que luchó por aliviar el dolor de los sufrientes, que luchó con el ímpetu de los verdaderos cristianos. Tal vez haya que creer para salvar el mundo, tal vez haya que creer para construir una verdadera ética humana, porque quien no cree cae en el nihilismo, en el desprecio del hombre por el hombre, en los millones de muertos, imprescindibles para construir la sociedad perfecta. Cicely Saunders creía y por eso consiguió que los moribundos dejaran de gritar y se sumergieran en el sopor del opio, donde un sueño puede durar mil años. Tal vez todos vivamos en ese sueño,  o yo solo, y todo sea una penumbra perfecta, la construcción de una mente que corre al máximo de velocidad, como un Ferrari, como un Fórmula 1, y rotan en mi conciencia la historia de los perros y la historia de las dos escritoras que pelearon, y pelean, por un trono de barro. Ya he conocido la verdad: no hay trono de barro,  quienes lo adoran son los mismos que forman la corte y no existe trono sin pueblo, sin una masa más o menos amplia de mujeres, hombres y niños que griten al paso de los carruajes, que exalte la llegada de las princesas y su virginidad eterna, que busque las lágrimas de la reina y adore su barriga de preñada, cien veces preñada, porque el reino precisa cien vástagos que lo salven del acoso de los dominantes. Y las dos escritoras pelean por un trono de barro, no como Cicely Saundes que fue galardonada con los honores del Imperio Británico y allí sigue, en la memoria de todos los ingleses, en la memoria de los vástagos de sus pacientes, que lloran cuando contemplan su imagen, plena de bondad. La literatura es uno de los refugios favoritos de los débiles. Cambiar el mundo mediante las letras es casi imposible, solo lo consiguen viejos franceses, o jóvenes franceses, que desde hace siglos saben lanzar, proyectar su mensaje hacia las barricadas. Hacia las barricadas vamos, gritando y gimiendo con la desesperación de los héroes. Las dos escritoras creen en su triunfo pero, en verdad, el suyo es el peor de los fracasos, la ruina de quien cree su importancia y olvida su intrascendencia. Dormir, olvidamos el mundo de los párpados, ¿con qué soñarán los perros abandonados, con qué? No sé con qué sueña nadie, nadie puede contar ni siquiera sus  propios sueños. Son patrimonio de alguien, de alguien que no es nadie, patrimonio de Dios, si existiera y viviera en el no tiempo, en ese lugar desde donde pueden contemplarse los sueños, todos los sueños, el balcón del cielo, con enormes aperturas en el cerebro de todos, de los líderes y los míseros, de los místicos y las putas, de todos, nadie puede cerrar su conciencia a la mirada de los héroes. Qué pena de mundo, qué sabios los hombres que renuncian a sus títulos y fuman marihuana solos en su casa, sin otra distinción que el placer del buen costo. Oh mundo cruel, lleno de infamias. Invitar a comer a los amigos, qué hermosa peripecia. Adios España, adios, lugar de escritores enfermos y vagos que solo saben arrastrarse por los patíbulos. Adios España, donde nadie entierra a las calaveras que yacen en las cunetas. Recuerdo mis primeros escritos, tan, tan parecidos a este, cuando vivía en un palacio de hierro y recibía más golpes de los que podía contar. Tiempo de castigo, tiempo de penitencia, de una penitencia que dura hasta nuestros bellos días, cuya belleza es ocluida por la angustia. La decadencia del jazz es la decadencia del hombre, de un hombre transmutado en ciborg por la implacable ley del capital mutada en sadismo por los asiáticos. La única esperanza que resta a la humanidad es Francia, tierra del hombre, tierra de las perversiones  más extrañas y más humanas, de las putas más bellas y de los cigarros negros. Tierra de los grandes ríos y de los macarrons de chocolate. Qué ricos los macarrons. Eric Clapton perdió a un hijo, Eric Clapton tenía un Ferrari y salió con la primera dama de Francia. La decadencia del jazz es la decadencia de América, de la belleza creada por los más ilustres hijos de América: los negros. Nadie ha reivindicado el horrendo crimen. Porque no todos los crímenes son horrendos, algunos nacen en el amor, un amor tal vez errado, pero amor al fin y al cabo. Qué cruel destino el de primera dama de Francia: disfrutar el trono, las opíparas cenas, la compañía de los premios Nobel y de los ilustres académicos, de la leyenda y las enciclopedias, pero sufrir la cercanía imbatible de las amantes. Uno de los pocos puestos con auténtica categoría que restan: Presidente de la República de Francia. No amo París, solo alguna vez he hallado en sus calles el impulso que la ha mitificado. París dejó de ser París hace décadas, cuando las franquicias invadieron el Quartier Latin. ¿Qué hacer? ¿Asirme a la desesperanzada vida de los hombres y rechazar el impulso maldito de las caravanas y los aeroplanos? ¿Seguir la danza negra de los hombres que nunca han bailado o ingresar en la cofradía de los abducidos, la secta mundial de aquellos que rechazan el canto de los pájaros y anhelan las pamplinas de la televisión? Es imposible escapar de la condición humana. Tanto como hincar las narices sobre un alambre de espino. Incluso más porque fuera de la condición humana la mirada cambia y la rata sabe cosas –vaya palabra, cosas, fruto de la postmodernidad y el desprecio de nuestros tiempos por la mot juste-. París y Barcelona, las ciudades más bellas, destrozadas por el turismo y el ansia. Creo en la educación libre, en los niños que corren al margen de las leyes de los hombres, que limitan sus elecciones a las fronteras del lenguaje porque, ¿cómo definir al viento que mueve las hojas de los sauces? ¿Cómo definir la mirada de un hijo ante el llanto de un padre? El lenguaje: herramienta de opresión, de limitación de una realidad que huye de la geometría. Todas las ciudades poseen sus barrios nobles, donde la penuria aún no se ha instalado. La mayor penuria del hombre es el grito. Acabo de escuchar el grito de un vecino. ¿Por qué gritar? ¿Soluciona algo gritar? Es una muestra absoluta de inmadurez.  Los hombres duros nunca gritan, tampoco las mujeres benévolas. Raza en extinción donde las haya. Solo espero que mis descendientes sean libres,  conozcan las fronteras de su piel y no crean en las alabanzas de la poesía. Cuántas ideas circulan a lo largo del día por la conciencia de un hombre, de cualquier hombre, juntémoslas todas, todas, por qué no se rebelan los hombres, por qué no podemos unir las ansias de libertad de todos y correr libres por la jungla, sin otra atadura que la vida. No soporto más días cercados por las normas. No dejemos que la franja de luz, esa minúscula llama donde habitamos, sea cercenada por las normas. Los hombres antiguos vivían el tiempo de los hombres, pero la sociedad creció e impuso su régimen de castigos y libertades.  No hay peor falsedad que la democracia y peor falacia que su imposición. Quien no cree en sus virtudes es lapidado hasta la muerte. Democracia, ya nadie te quiere, nadie desea tu prosperidad, porque no has sabido alimentar a tus hijos y has vaciado sus bolsillos. No es ya posible arder sin consumirse. Y vuelvo a escuchar los gritos del vecino, empeñado en un deseo absurdo y siento fatiga, fatiga pese a mi radical indolencia. Y recuerdo a las dos escritoras, cuya peripecia no interesa a nadie, a no ser que la fea se suicide o las neuronas de la 2 revienten una noche de luminosidad cocaínica. He perdido una página de mis preciadas palabras, como Faulkner, que perdió un cuento perfecto escrito en los jardines de Luxemburgo. He conocido hoteles mediocres, incluso hoteles pésimos, emplazados  a la sombra de las estaciones de tren, en el mediodía de Francia, ese país, que conoció el mal, no tanto como otros, pero lo conoció, que exterminó a los argelinos, les lanzó desde los puentes del Sena, les fusiló contra las paredes de los zocos, hasta que no pudieron sofocar la revolución. Ninguna revolución puede detenerse, pero en España nunca tuvimos el valor de mantenerla. Es Francia la única esperanza del espíritu humano, pese a sus reaccionarios, pese a la amenaza continua de los inexistentes, de esa incomodidad que lleva a mirar hacia la derecha, siempre hacia la derecha, cuando la amenaza somos nosotros mismos, un sistema asentado en las ruinas del capitalismo, que no funciona fuera de su esquema ciego. De algo hay que morir, dicen, pero si es por una causa justa, mucho mejor. Morir víctima del tabaco, de las inhalaciones tóxicas, resulta mucho más elegante, nutritivo y sabroso convertirse en alcohólico y derrumbarse sobre una mesa de zinc, harto de ginebra. Ellos viven existencias largas, tal vez destruidas, pero alegradas por el vicio y el ridículo. Eso sí, los alcohólicos habitan en un casi eterno ridículo. Los niños salpican a las señoras en la playa. No hay historia mejor que la lucha de las células por la supervivencia, enfrentadas al asedio del cáncer, dibujando estrategias que nunca conducen a la victoria. Qué divertidas peripecias las del cáncer, sus avances concéntricos y reticulares, las mujeres que se arrancaron los pechos y rezan en silencio para salvar a sus hijos. No hay otra batalla, aunque toda lucha conduzca a la derrota. Los hombres que pelean por un salario de miseria en las factorías de Asia. Todos son hombres, todos sueñan con insectos y casas con cien puertas, pero nosotros les olvidamos, preferimos olvidarles porque no encajan con nuestra religión negra, castradora. Qué grandes los estafadores, los truhanes que roban en los mercados de valores, plataformas globales que rigen los destinos del mundo. El mundo ha cambiado: pronto solo los ricos podrán degustar un vaso de agua en una terraza del centro de la ciudad. Somos todos viejos, incapaces de contemplar el gran lienzo del mundo. Las dos escritoras pertenecen también al mundo antiguo. No hay futuro para las letras. Sí para quienes observan las estrellas y hurgan en los escasos resquicios que permite el infinito, su legado será eterno, aunque terminarán su vida tumbados en las consultas de los psiquiatras, rezando a dioses desconocidos, buscando en los burdeles y la cocaína la respuesta a enigmas cuya respuesta nadie conoce. ¿Cómo es la vida oculta de un psiquiatra de prestigio? ¿Tontea con las drogas, como los médicos gemelos de Cronemberg? ¿Reza a medianoche? ¿Practica sadomasoquismo en grupo o lo hace solo? ¿Se masturba pensando en los o las pacientes? Como paciente, deseo engullir torrentes de vino, como hacían los romanos, torrentes de vino negro, que iluminen mis vísceras y las llenen de esa luz nítida que salpica a los hombres. Ya no hace frío en noviembre, ni calor en verano, ni los hombres lloran en las rodillas de las mujeres. Los cándidos adolescentes admiran la nostalgia de los atardeceres y las flores del otoño, y aún ríen con los poetas simbolistas, ignorando que son los últimos de la generación perdida, Los últimos de Francia, los últimos jóvenes que aplaudirán las manifestaciones en las calles, los últimos que abrazarán a los obreros, que conocerán la dignidad de las barriadas y llorarán en sus entierros. Porque vienen tiempos oscuros, tiempos dominados por el capital y por el dominio del hombre por el hombre. Ya no resta espacio para la dignidad, ni para la paz de los vencidos. Las mujeres trazan líneas negras, los hombres líneas blancas y nadie, nadie sofoca los gritos de la noche. Los libros y los hombres extraños reverberan cuando a nadie le importan los callados espasmos de la madrugada. Ay las palabras poéticas, las jodidas palabras poéticas, pronunciadas incluso por quienes naufragan en catástrofes aéreas y contemplan su inexorable caída desde diez mil metros de altura. Incluso entonces, incluso cuando caen hacia el abismo reproducen palabras poéticas, porque la realidad está incrustada en nuestro subconsciente y sobrevive incluso a nuestra muerte. Todos seguimos el ritmo iluso de los parlamentarios de la muerte. Ay de quienes ignoran el sexo, de quienes solo buscan las crisálidas de junio. Sexo chungo, sexo de pobres e inconscientes, de gente que solo contempla lo negro, lo más negro de esta vida y vuela hacia alturas inconscientes, hacia lugares solo transitados por los déspotas y los miedosos, gente que no conoce el amor y desprecia el dolor ajeno, porque solo valora el dinero y desconoce que las putas no follan con él por amor, sino por odio, que las mujeres negras caminan de puntillas por el valle de las sombras y solo, solo, anhelan la redención, no cobrar cien euros por permitir que un canalla se las folle, y para eso precisan, muchas veces, kilos de cocaína, la más pérfida de las drogas, inyectada en sangre o en odio. Ay, dolor de tantos hombres, anhelo negro que se remonta a los tiempos abyectos del imperio romano. ¿Por qué nadie desea los horizontes de grandeza, los lugares oscuros donde residen los ignorantes? ¿Por qué? Porque a nadie le importan los ignorantes ni los necios. Las ratas caminan en silencio por los acantilados del deseo. A mi segunda de abordo no le gusta nada de nada hacer vida social, prefiere permanecer en casa encerrada, conservando intactos los pliegues de libros que nadie leerá nunca. No hay placer para los necios, ni para los hombres que gozan con la muerte de las mujeres débiles, solo lo hay para quienes esconden en su mano las cinco cartas de la baraja, una baraja lanzada al vacío por hombres inconscientes, que anhelan su redención y el odio de las marionetas. Qué historia conforman las peripecias de la poeta, que cayó al vacío víctima de la anorexia y supo levantarse, como saben alzarse las mujeres que vivieron a la orilla de los ríos, como saben elevarse quienes palpitaron junto a los remansos. Ella compartió conmigo cien camas y viajó hasta mi lado en noches salvajes. Quiso que no bebiera cuando agotaba las noches y mi psiquiatra me recomendaba sosiego, quiso que mantuviera el tipo y ella me ayudó, pero renuncié a su sombra porque estaba loca, loca de atar, tanto que visitó día tras día todos los servicios de urgencia de España. Y volví a caer en espirales sin fondo, en noches sin sosiego, espoleadas por el calor de las mujeres más infames, por quienes ignoraban que existe el amor. Porque hay gente, mucha gente, que ignora que existe el amor y solo buscan dinero, dinero con el que vivir el transcurrir de los días. Dios mío, y permití que mi hija viviera sola. A ratos soy feliz, pero también a ratos siento sobre mi piel el transcurrir del tiempo y me pregunto, como han hecho y harán tantos animales de mi edad, qué somos y a dónde vamos, y no hallo otra respuesta que el silencio. Y el deseo, tal vez absurdo, de degustar un helado de chocolate, un helado derretido a la sombra de las magnolias en flor, mientras leo un libro tranquilo, tranquilo, que me suma en la relajación. Hay mujeres y hombres en España que mueren de hambre, que permiten que se les pegue, que hombres sin piedad hundan su puño en su coño, que azoten su espalda, que meen sobre su cara, incluso que las maten por llevar unos pocos euros hasta su familia. Dios, qué país, qué Europa, qué asco. Necesitamos un rearme moral. Pienso si es buen momento para afiliarme y tratar de levantar el mundo o ya pasó, como transcurrió el momento idóneo para la poesía y para las noches de verano. La poeta levantó la cara, mi esposa levantó la cara, todas gracias a la caridad insulsa de los psiquiatras. No quiero volver a la noche, no quiero regresar a las partículas de odio que siguen germinando en mi conciencia, agria conciencia que, como todas, desaparecerá con mi muerte. ¿Por qué vivimos al margen de lo inevitable? ¿Por qué permitimos que las noches no transcurran en vela buscando el sueño de Parménides? Porque la sociedad entera está construida en torno a la negación de la muerte y asumir lo contrario implicaría una torsión inagotable. Epicuro, Parménides, todos anhelan el suplicio, ninguno se ha zambullido en la laguna negra de los sueños, donde, tal vez, se encuentre el pasillo que conecta nuestro mundo, ese precioso decorado, con la laguna estigia. Asumir la muerte convertiría a la vida en un tormento, pero solo le ocurriría a unos pocos, que terminarían sus días penando por las calles, buscando una muerte digna, azotando las espaldas de las incautas. Dios mío, estoy enfermo, sigo enfermo y continuaré así hasta que me muera. Qué pena, qué pena de mí mismo, haber vivido tantos años con el vómito en el borde de la boca, sin disfrutar de aquello que se supone que es la vida. La jodida vida americana que me ha tocado habitar en esta franja de luz: ¿Somos americanos incautos? ¿Somos víctimas de un sistema depredador? Lo único que concede sentido a la vida es el amor y necesito continuar con un acto de amor absoluto, destinado a mi grupo, al único lugar que busca con desesperación mi cariño y me ayudará cuando lo necesite, tantas veces, tantas veces, y alejarme de los necios. ¿Por qué hay hombres que pagan por azotar a una cría? Dios mío, qué dolor, qué crueles pueden ser los hombres y con qué facilidad pueden justificar sus canalladas. Vivimos tiempos negros para los hombres, ¿por qué no surge alguien, un líder que pueda devolver la dignidad a los ciudadanos que la han perdido? Un líder ajeno al mal, un nuevo mesías que libere al hombre de la dictadura del hombre, que haga que regresemos a nuestras raíces de bondad, qué desprestigiada palabra, bondad. ¿Pecamos quienes ayudamos a que el capitalismo ahonde sus raíces en nuestra tierra podrida? ¿Peca quien no llama a los niños cuando lo precisan? Necesitamos el regreso al origen, a una tierra que no esté marcada por la ansiedad, ni por los dientes cerrados, ni por el dominio del dinero sino por la búsqueda del amor, por la comunidad, por el cuidado del hombre por el hombre porque el destino, nuestro destino es mimar a los niños y besar a los ancianos. Qué penoso divagar por las entretelas del mundo, qué triste es que los fenicios dominen el mundo, que la compraventa haya extendido su líquido negro por las calles y solo valgamos el precio que el mercado ha decidido por nosotros. España, Europa precisan redención, paz y redención, que el fluido negro de la ansiedad deje de fluir por nuestras venas cansadas, machacadas por la arteriosclerosis. Qué difícil mantener el equilibrio, qué difícil querer a los amigos cuando solo aspiran a que el odio corra por tus venas, raudo como los caballos salvajes de Georgia. ¿Por qué tiraron abajo el avión? ¿Por qué lleno mis venas de colesterol sucio, mugriento como los árboles que crecen en las ciudades, como las palomas que vuelan sobre las calles grises? ¿Quién sabe escribir? ¿Acaso los hombres más austeros? ¿Acaso las mujeres más lánguidas? Amo la paz de las mujeres, su sosiego, su forma de aquietar el ruido, ese ruido que crece en la cabeza de los hombres insomnes. Sentirse culpable es una manera de precipitarse en el vacío, en un vacío mayor que el de los cerdos. ¿Y los hombres que no beben? ¿Son de confianza? ¿Apelan a las vicisitudes del odio o cantan en silencio, reverberando el ruido, ruidito, ruido, ese ruido nacido en el hombre desde que es hombre? Grandes interrogantes sin respuesta, que nadie osa plantearse. Y hombres, hombres que beben ginebra de garrafa y sueñan con hijos e hijas rebeldes que nunca llevarán otra insignia que la roja del valor. Pronto llegará el verano definitivo, el último verano, todos los hombres deberían conocer su último verano: ser capaces de besar a sus hijas, contemplar la lluvia o el sol, aunque ya no brille como en otros tiempos, escalar una montaña o perderse en la noche buscando la sed. Oh Septentrión, dios de los húngaros, ayúdanos a sobrevivir en esta tierra marchita, donde crece la hierba negra. Qué afortunados los del vuelo de Malaisia, que cantaron libres cuando nadie quería escuchar sus cantos, que volaron sin angustia por el cielo de Rusia, el gran cielo de Rusia, testigo de las peores masacres y los mayores heroísmos. Oh, madre Rusia, tierra de villanos y artistas sin fin, Rusia, donde la muerte es solo un paso dentro de la muerte y los hombres solo lloran cuando muere su madre. Ay de los hombres sensibles, que luchan por una vida mejor y anhelan el silencio cuando otros buscan, buscan, buscan la resurrección de la carne. Ay de las mujeres iracundas, que reducen el tiempo al vacío y no poseen otra agenda que la muerte. Muerte, muerte, muerte, muerte. La muerte está presente en cada minuto de nuestra vida, define todas las agendas. Rusia, tu historia está llena de hombres que escribieron su testamento, cuántos bellos testamentos se esconden en el suelo de Rusia, cuántas palabras habitan tras el suelo de Leningrado, borradas por la tierra y el nuevo hormigón, azotadas por el tiempo y el silencio. Religión, opio del pueblo. Leer, pasar el día leyendo, recorriendo páginas y páginas, tragando información que se superpone a otra información. Rastrear las tentaciones del abismo, buscando tiempos pasados que no volverán nunca, ajustarse a una época temible, que no permite otra viabilidad que la nuestra. Hay tiempos y tiempos, tiempos negros y tiempos blancos, aunque ninguno sea el nuestro. Vivir en una época distinta, encerrada, es lo mismo, idéntico a vivir en nuestra época, dominada por el ruido, más ruido, más ruido, que no permite escuchar el sonido del alma, que susurra como un riachuelo, o como el silencio en silencio, un sonido al que solo pueden acceder los más despojados. Despojar la vida de ruido, conseguir un instante de vacío al que apenas accedan los hombres o, sobre todo, las mujeres, más capaces para sondear el silencio y, por ello, marginadas por esta sociedad, creada por el libre albedrío de los hombres para fustigar no solo a ellas, también al mundo que nos soporta, que sostiene este monumental engaño. Qué pena y qué suerte. Qué pena haber vivido durante décadas bajo el plomo de la ansiedad, qué suerte haber conocido sus límites, aunque no haya sido sino durante unos pocos días. Y la tentación, pese a la paz, persevera y arrastra sus tentáculos sobre mis neuronas, rotas por una excitación y un dolor que todavía memorizan. Pobres neuronas, tan ajenas al bien.

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