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Gabriela Wiener, una naturaleza en contra

Gabriela Wiener, una naturaleza en contra

Por Marina Sanmartín

No hablaré aquí del odio que le tengo a las escritoras que además de escribir bien son portentos femeninos. Tengo a una enterrada en mi jardín. La belleza mata”

Gabriela Wiener, ‘Llamada perdida’

 

Cuando Gabriela Wiener llegó a España, Bolaño acababa de morir.

Fue en 2003. Una vez, no hace mucho, estuve en su fiesta de cumpleaños (la de Gabriela, no la de Bolaño muerto). Acompañé a un amigo. Había mucha gente, pero nadie nos presentó. Me limité a observarla de lejos, arropada por los que se acercaban a felicitarla en la penumbra del Café Galdós. Llevaba una americana negra y un vestido rojo. Parecía una mujer segura de sí misma, contenta de verdad. Sonreía a todo el mundo.

Por fin, he conocido a Gabriela hoy y ha confirmado mis sospechas: es una increíble versión hardcore de Natalia Ginzburg. Su libro de textos autobiográficos –importantísimo este apunte- ‘Llamada perdida’ (Malpaso 2014) ha conseguido arrancarme del letargo periodístico en el que me encontraba y ponerme en marcha hacía su nave en Carabanchel, el lugar de nuestra cita.

***

Cojo el metro en Callao, dirección Marqués de Vadillo. Está nublado. La línea verde me recuerda una vieja historia de amor. Las mismas calles obreras que recorro para llegar hasta Gabriela, me sirvieron hace más de una década para llegar hasta un piso en ruinas, donde aprendí mucho sobre el sexo. Sobre el sexo, por la lectura de ‘Llamada perdida’, deduzco que Gabriela también sabe un montón de cosas. Yo tengo preparada una larga lista de preguntas, pero pienso en romperla cuando me abre la puerta del antiguo bajo comercial que ella, Jaime, Rocio y Lena han convertido en su casa. Me sorprende el lugar de techos altos, sin más calefacción que una chimenea de palets y varias estufas, con el fregadero desbordado de cacharros por lavar y una de las paredes llena de dibujos.

Gabriela, con la melena suelta, lleva unos vaqueros ajustados, botas de caña alta con cordones, y se abriga con una manta roja. Tiene cara de sueño. Antes de invitarme a pasar al patio hace un alto en la nevera y saca una botella de zumo de maracuyá Don Simón. “Va a gustarte”, me dice; a continuación salimos y nos sorprendemos de un sol repentino que parece que hayamos contratado para la entrevista.

En el patio hay muchas plantas. La mitad están muertas. Ella me las enseña y, mientras yo las miro, me explica que el frío las mató. Hay también una mesa larga, con dos bancos. Nos sentamos frente a frente. Me fijo en las baldosas que abren caminos entre la tierra, en una caja de herramientas azul donde alguien ha escrito con pintura blanca “museo de china”; y comprendo que nunca había entrevistado a nadie que encajara tan bien con el entorno elegido para el encuentro.

¿Quién se decida por ‘Llamada perdida’ en una librería, qué tendrá entre las manos?

Tendrá mi vida, tal cual. Sin más. Tendrá mi historia. Quién se acerque a este libro sabrá más de mí que los que me conocen personalmente y no me leen.

Una amiga mía que se dedica a la política me habló de un ensayo donde se aseguraba que mentimos una media de veinte veces al día. Entiendo por lo que me dices que tu libro es una de las excepciones a esa regla.

Soy periodista y tengo un compromiso con el lector: no inventarme nada. Recrear es posible, pero mentir, no. El terreno de la no ficción, eso sí, está lleno de subjetividad, de relatividad y, sobre todo, de mirada. En la medida en que escribo sobre aquellos con quien comparto mi intimidad, corro el peligro de pecar de ingenua. Las mentiras de los otros que yo me creo pueden convertirse sin intención en mis mentiras.

¿La discreción está sobrevalorada?

Sobrevalorada no sé, pero al menos me parece un cliché odioso, una manera más de encorsetarnos. No encaja conmigo lo que tenga que ver con las buenas formas y el saber estar, mi naturaleza va en contra y lo asumo, porque las consecuencias de esa rebeldía son terribles y muchas veces puedo acabar jodida.

Le digo que las páginas de ‘Llamada perdida’ están llenas de citas de poesía, de fragmentos de obras de autores de ficción, y ella me desafía, bromeando, a que lo pruebe. Me intereso por qué criterios guían la elección de sus lecturas, la de alguien inmersa aparentemente en una búsqueda ininterrumpida:

Quien usa citas de algún modo revela cierta inseguridad, pero no hay escritor que escape a la tendencia de incorporar la mirada ajena a su propia literatura. Siempre ando en duda, precaria, cuando se trata de dictar sentencia sobre la certeza de las cosas. En ese caso las citas me sirven de auxilio. Tanto yo como quien escribe ficción trabajamos con lo real, ¿dónde investigar si no? Mi labor se parece a la del documentalista. Fragmento la realidad, la parto en piezas que utilizo luego no para “reconstruir”, sino para “construir” con ellas algo nuevo.

¿Y la elección de tus lecturas?

Como casi en todo, me cuesta ser organizada. No tengo gustos definidos. En mi habitación es idéntico el caos de ropa y el caos de libros. Lo que me pongo y no me gusta lo dejo tirado; hago lo mismo con lo que empiezo a leer y no me convence. A la hora de elegir, tanto si hablamos de cine como de libros, me decanto siempre por lo que despierta en mí una conexión emocional, que está ahí desde el principio, aunque finalmente no termine con el ejemplar sobre mi mesilla, bien por desidia o bien porque, como ya no soy periodista de planta, he dejado de recibir gratis los libros y no me da la pasta para comprármelos.

Ese mencionar de refilón su pasado reciente, en apariencia voluntariamente perdido, otra vida en la que Gabriela y Jaime vivían con su hija Lena cerca de las Cortes, al lado del museo contra el aborto, que tiene dibujado en su persiana un cocodrilo devorando a un bebé, me lleva a preguntarle por el cambio que se intuye en las páginas del libro. ¿Qué  tiene que ocurrir para que alguien decida abandonar un piso de alquiler caro en el centro de la ciudad y mudarse a un nave en Carabanchel, sin tele ni calefacción, con un viejo letrero comercial sobre la puerta? ¿Cómo se mantiene ese equilibrio tan frágil entre el riesgo que todo escritor necesita para crear y la estabilidad que nos permite permanecer sin rendirnos junto a los seres que queremos?

Todo puede ser un poco engañoso. Yo me siento bastante normal, aunque haya gente que no me lea así -sonríe, toma un sorbo de zumo de maracuyá y se explica-. En junio de 2014 renuncié a mi trabajo en ‘Marie Claire’. Tenía quince pagas, ejercía un periodismo tradicional, del que casi ya no queda, pero aún así renuncié, renuncié aun sabiendo lo arriesgado del panorama que me esperaba fuera… la precariedad de los medios digitales… provocar tú el despido en una época como esta es una acción claramente atrevida, y más si sólo cuentas con el apoyo de las colaboraciones freelance y con muy poca ayuda familiar, prácticamente nula porque todos están en Perú. Y sí, dejamos el centro, que era nuestro lugar, y nos vinimos a Carabanchel. Aquí, aunque tengas un patio como este, la gente no necesariamente te va a venir a buscar.

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FOTO DEL PATIO

En cuanto a la estabilidad en la pareja, Jaime y yo llevábamos un tiempo intentando construir un tipo de familia diferente cuando conocimos a Rocío, que nos vinculó a este barrio y ahora vive con nosotros. Estamos aprendiendo con ella a vivir de otra manera. Esto que te cuento es claramente un riesgo porque nadie es tan open mind como parece y ha habido reacciones muy sorprendentes cuando hemos compartido con los demás cada uno de estos cambios, incluida la reacción de mi hija, la primera; pero afortunadamente los niños son sabios y ella ha sido la que ha terminado sorprendiéndonos a nosotros -le agradezco la confianza y ella resta importancia a las confidencias-. No te preocupes, es inevitable que igual que me has preguntado sobre mis lecturas, después de leerte ‘Llamada perdida’, te intereses sobre mi vida.

Comparto con ella mi creencia de que hay algo de “autoperiodismo” del corazón  en esa capacidad para desnudarse sin filtros sobre el papel y se queda mirándome muda durante unos segundos antes de sentenciar con desánimo: “es horrible eso que acabas de decir, pero comprendo por dónde vas”.

Lo que pretendo es que el lector no se quede sólo ahí, en ese morbo primerizo. No debería extrañarte el triunfo, la tendencia a la autoficción. En este momento a la gente le interesa en exceso la realidad. Ya no nos basta con Hollywood, queremos el vídeo del avión que se estrella sobre el puente o las imágenes que cada vez con más frecuencia difunde el Estado Islámico.

Tampoco me extraña, es más, me gusta, la inclusión del mainstream en los ensayos de ‘Llamada perdida’, las referencias a películas americanas, a series y a cuentos infantiles. Gabriela Wiener bebe de todas las fuentes…

Me resulta raro imaginar a alguien de mi generación que no consuma material audiovisual. Los que fuimos niños en los 80 tenemos obsesión por las series. Cuando éramos pequeños teníamos que esperar una semana entera entre capítulo y capítulo; incluso, en un país como el mío, a veces te ponían uno repetido y te dejaban al borde de la desesperación. Ahora hay gente que compara con el sexo poder ver una temporada entera de su serie favorita en un solo día.

He leído por ahí que ese tipo de encierro es un síntoma claro de depresión. Ella se encoge de hombros:

Qué sé yo… lo que está claro es que las series y los videojuegos están satanizados por los defensores de la “cultura tradicional” y eso es un grave error, porque son canales muy válidos para adentrarnos en mundos increíbles; canales tan válidos como el cine o la literatura. De hecho, siento que el ruido de fuera sea tan fuerte, porque así se hace muy difícil quedarte aislada, consumiendo ficciones, en tu habitación… yo una vez estuve a punto, pero me levantaron a hostias y ahora ya no veo nada. Ni siquiera –me confirma- tenemos televisión, hay una abajo, pero esta desenchufada En nuestra casa del centro, donde vivíamos antes, la tele presidía la sala y teníamos otra en nuestra habitación.

¿Y no la echáis de menos?

En absoluto, ahora cuando pasa algo ya no te enteras por el telediario, Twitter es más rápido.

“LA CARA MUERTA DE ALGUIEN AL QUE AMO…

…esa es otra de las cosas que compiten en mi ranquin de cosas terroríficas”. Cambiemos de tercio. Me pareces una mujer valiente, sin embargo en lo que he leído he detectado muchos miedos.

He tenido miedo a la muerte desde que era muy pequeña, un temor que se intensificó cuando nació mi hija Lena y ha derivado en auténtico pánico a volar. Supongo que es por eso que busco cosas en las que creer.

Me puse bastante mística a raíz de mi primera toma de ayahuasca. Me reveló la existencia de algo superior, y eso que yo soy atea. Mis padres eran marxistas y no me bautizaron, pero mis abuelas me llevaban a la iglesia a escondidas y se esforzaban por que aprendiera a rezar el rosario. En el libro hablo de mi fe diletante y de mi misticismo con las cosas. Soy de las que se persigna en el avión por si acaso. Cualquier superstición o superchería me sirve si me ayuda a darle un poco más de sentido a todo esto… la gente religiosa lo tiene más fácil, los que no lo somos debemos inventar símbolos y estratagemas para huir del miedo.

Cuando nos despedimos –tiene que marcharse con Rocio y con Jaime a seguir con sus obligaciones de ese martes gris- hablamos durante unos segundos del cómic y los textos que cierran ‘Llamada perdida’: dos crónicas, uno sobre Corín Tellado, con la que se encontró en Gijón, y otra sobre Isabel Allende, a la que admira a pesar de no tenerla en sus estanterías; y un cómic breve sobre la inmigración, dibujado a partir de la experiencia de una amiga. La atemporalidad, como ella misma me explica, es lo que une cada una de las propuestas de este libro extraño.

Mi búsqueda –me dice- es también una búsqueda de expresión. Acabo de publicar un libro de poemas con La Bella Varsovia, ‘Ejercicios para el endurecimiento del espíritu’; he realizado una performance con Jaime sobre nuestra vida de escritores perpetuamente al filo del hundimiento; y he compuesto una canción con Rocio, ella es música. Si supiera otros lenguajes también los usaría… ¿quieres que te la muestre?

¿El qué?

La canción.

Me encantaría[1]

[1] ‘Esto es hacer barrio’, canción de Gabriela y Rocío:

Yo no era de aquí / Pero me trajeron / Tampoco él / Lo llamábamos “el maleante” / El hombre del pelo amarillo / Y camisa floreada / Que desalojó la ludoteca. / Hoy nos ha visto pasar. / Yo le tenía miedo / Pero esto es hacer barrio, dijo ella /Después de sonreír al carnicero.

Algún día nos preguntaremos / Por qué nunca llenamos la encuesta / Sobre el inconsciente del barrio / Por qué no hicimos el mapa / Con los lugares que nos importan / Y los que nos dan miedo.

Dormimos juntos después de la tempestad / En una enorme cama doble / La escalera de la rusa / Nos iba a servir para alcanzar / Algo demasiado alto para nosotros / O eso creímos / Y esto también es hacer barrio.

¿Un siglo más tarde recordaremos / Cuando nos preguntábamos / Si sabríamos cuándo parar / Si  resistiríamos / Si lo conseguiríamos / O nos tragaría un día / La cicatriz de la cama?

Bordear el río de noche / En su monumental fealdad / De edificios hipotecados / Y personas vestidas de deportistas / Agradecer que no sea el Sena / Que nada sea bello / Al cruzar el puente / Eso es hacer barrio.

Mucho después de esta noche / ¿Nos miraremos pensando por qué nunca / Supimos quién vivía en la casa de al lado / Si el viejo moriría o tendríamos que matarlo?

Ver crecer los frutos / Llenar el vacío / Abrir lo que está cerrado / No sé si quiero todo esto / Pero con mis dudas / Habré hecho barrio.

¿Un siglo más tarde recordaremos / Cuando nos preguntábamos / Si sabríamos cuándo parar / Si resistiríamos / Si lo lograríamos / O nos tragaría un día / La cicatriz de la cama?

 

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Sobre Marina Sanmartín:

Autora de La clave está en Turgueniev, recién publicada por Eutelequia, y del blog La fallera cósmica, convertido en libro por Baile del Sol. Es licenciada en periodismo y una narradora tan perspicaz como lírica, tan profunda como divertida.

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