Intento de escapada

Por Javier Moreno

Miguel Ángel Hernández. Editorial Anagrama. Barcelona, 2013. 16,90 €, 248 páginas. 

Iconostasis: barrera que separa el lugar de culto del espacio reservado a los fieles en los templos ortodoxos. No hay que romper la barrera, no hay que asomarse al otro lado. Es preciso mantener la ilusión. Ser ortodoxo. En caso contrario uno puede descubrir cosas terribles como que la magia no existe, que el arte no existe, que Dios no existe o, algo muchísimo peor, que Natalie Portman tiene arrugas. En definitiva, que el rey está desnudo. Jacobo Montes, uno de los personajes de Intento de escapada, rompe todas las barreras entre arte y realidad, algo que puede adquirir tintes bastante siniestros cuando uno encierra un inmigrante en una caja de embalaje como metáfora de la situación sin salida a la que se ven abocados los sin papeles y pretende hacer pasar esa instalación por arte.

Intento de escapada, como todos los libros interesantes, puede ser y es varias cosas al mismo tiempo. Desde luego es, o a mí me lo parece, una posible novela de formación del cínico contemporáneo. De la palabra cinismo dice la RAE: Desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables. Vituperable es una hermosa palabra. Entran ganas de buscarla también en el RAE. Buscar el significado de las cosas es un círculo vicioso que orbita alrededor del vacío. El lenguaje también está desnudo. Ojo, no estoy diciendo de Hernández Navarro sea cínico (como mucho, delata ese cinismo con un dedo acusador cargado de ironía), digo que Marcos, su personaje, acaba siéndolo o pareciéndolo. En dos ocasiones acaba tragándose el joven e inexperto estudiante sus conatos de dignidad. Una por sexo, otra por prestigio y dinero. Quién se atrevería a reprochárselo, cuando la mayoría de la gente la pierde, la dignidad digo, por motivos bastante menores que los anteriores. Marcos quiere ser bueno y decente pero no puede, no le dejan. Tiene buenos motivos para no serlo. Esta novela me parece también algo así como la obra de un apóstol que sabe que dios (el arte) no existe pero que recibe el encargo de escribir el evangelio, y lo hace. El trasfondo de la novela de Miguel Ángel me trajo a la memoria El complot del arte, de Baudrillard. Un sistema de artistas y críticos que se retroalimenta y que tiene como efecto la sobrevaloración de la banalidad y el sin sentido. Pero este no es un ataque en realidad contra el arte sino contra cierta idea del arte, un arte desprovisto de ética. Aunque yo diría que el objetivo de esta novela no es atacar ni siquiera ninguna concepción del arte sino hacernos reflexionar precisamente sobre los límites de eso que llamamos arte, acerca de los límites de la ética y la estética, del compromiso del arte con el hombre y su manera de representar el mal. El límite, otra vez la iconostasis. Esta novela es también un juego de espejos deformantes. Miguel Ángel como trasunto del redactor de la obra Intento de escapada, trasunto a su vez de Marcos, el protagonista de la novela, ese brillante estudiante de artes seducido sensual e intelectualmente por su profesora Helena y abducido artísticamente por la figura oscura y carismática de Jacobo Montes. Rafael Reig decía hace poco en una de sus columnas que toda verdadera pasión pasa a ser clandestina, necesita ser protegida y nos exige un nombre de guerra, una identidad ficticia y mensajes en clave que no puedan ser interceptados. Tras esta novela se adivinan las pasiones de un autor que acaba adoptando el nombre de guerra de Marcos. El lector asiste paulatinamente a su transformación de crisálida en mariposa o, más bien, en mantis religiosa. De onanista virgen y casi abstemio a (ahí van un par de rotundos spoilers) sujeto paciente de vigorosos deepthroats y colaboracionista del monstruoso Jacobo Montes. Eso es hacerse un currículum. Vale, he hablado del principio y del final, pero lo importante está en las páginas que van del uno al otro cabo, en los pasos sucesivos de la metamorfosis. Miguel Ángel Hernández ha escrito una novela que tiene un ensayo dentro, y viceversa. Es como un kínder sorpresa en el que uno no sabe muy bien cuál es el juguete y cuál la cubierta de chocolate. Y eso está bien. Es uno de los aciertos, de hecho, de este libro. La mezcla de vida y pensamiento, de lo  –en apariencia- intrascendente y de la profunda reflexión estética. La novela sigue siendo el lugar donde cabe todo si uno sabe cómo encajarlo. Y Miguel Ángel Hernández ha sabido hacerlo. La cosa tiene mérito.