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La antirrevista femenina o cómo ser mujer

La antirrevista femenina o cómo ser mujer

Por Elvira Navarro

La columnista y crítica de televisión Caitlin Moran describe así una escena de pornografía heterosexual del siglo XXI:

  “Érase una vez una niña con la uñas largas y muy mal vestida sentada en un sofá, intentando parecer sexy, pero con cara de haber recordado esa fastidiosa multa de tráfico que aún no ha pagado. Puede que también bizquee un poco por lo apretado que lleva el sujetador.

            Un hombre entra en la habitación, un hombre que camina de una manera extraña, como si llevara una silla de jardín invisible delante de él. Esto se debe a que tiene un pene inútilmente largo, en erección, que parece escanear la habitación en busca del objeto sexualmente menos interesante.     

            Tras rechazar la ventana y un jarrón, la polla finalmente localiza a la chica del sofá.

            Mientras ella se pasa la lengua por los labios con gesto indiferente, el hombre se inclina hacia ella, e inexplicablemente, sopesa su pecho izquierdo con la mano. Esto parece ser el cruce de alguna clase de Rubicón sexual, ya que 30 segundos después, él se la folla por delante en una postura muy incómoda, y luego por detrás mientras ella pone cara de dolor. Todo esto suele ir acompañado de unos azotes en el culo por aquí o unos tirones de pelo por allá, cualquier variación que se pueda introducir en una sencilla filmación a dos cámaras en menos de cinco minutos. El final llega cuando él eyacula sobre la cara de la chica, descuidadamente, como si estuviera glaseando caprichosamente un pastelillo en uno de los desafíos de Generation Game.

            Fin”.

Esta escena se sitúa casi en el arranque de este libro que, como si fuera autoayuda o el nombre de una revista para chicas, se titula Cómo ser mujer, y que es un catálogo de los modos y las modas dictadas por un patriarcado que siempre ha considerado a la mujer como una mercancía con unas labores específicas: reproducción, cuidado del hogar y de sus moradores (propios o ajenos). El libro de Moran habla mucho de sexo, de hijos, de bodas, de príncipes azules y de cánones, asuntos en teoría no tan determinantes ya para las mujeres en el mundo occidental, donde las féminas no estamos obligadas a casarnos ni a reproducirnos para realizarnos de manera respetable, ni tampoco a practicar un tipo de sexo que no nos gusta. Ahora bien, si esto es así aunque aún no exista una igualdad total, ¿cómo se explica el éxito de ciertas revistas femeninas en las que sus redactores se afanan por que seas la mujer ideal, sin pelos, sin grasa, sin olores, sin neuras, sin arrugas, con un buen vestido de boda, sin que se te canse la mandíbula al hacer una felación y dando la impresión de que todo eso lo has elegido tú, de que la liberación de la mujer finalmente coincide con una idea bastante tradicional de lo que nos corresponde si tenemos vagina?

Aquí hay una cuestión crucial: el desprestigio del feminismo. A pesar de que la publicación en España del libro de Moran es reciente (salió en junio de 2013), ha habido no pocas reseñas y entrevistas a la autora, y la que esto escribe ha comprobado la reacción negativa en las redes sociales de algunos hombres cuando leían declaraciones como: “si quieres que no te llamen feminista, entonces, vale: no tengas educación, no tengas un trabajo, o déjalo cuando te cases, admite que si te violan no se considerará un crimen y devuelve tu derecho al voto”[i]. En general estas reacciones negativas partían de la creencia de que el feminismo es lo mismo que el machismo, aunque poniendo como dominadoras a las mujeres y como dominados a los hombres. Es decir: esos hombres que tildaban de dogmática a Moran en las redes estaban de acuerdo con la defensa de la igualdad en el trabajo, la educación o el voto, pero no les parecía que eso tuviera algo que ver con el feminismo. La queja es sintomática de la tergiversación de la palabra, que según Moran se debe a la impropiedad con la que se usa: “Acabó siendo invocada en tantos contextos inadecuados que, quien no estuviera al tanto de los objetivos principales del feminismo, e intentara averiguarlo por las conversaciones que lo rodeaban, creería que era una combinación espectacularmente poco atractiva de misandria, amargura e hipocresía, partidaria de la ropa fea, del malhumor y, seamos realistas, de que no hubiera sexo”.  Como consecuencia de ello, ni siquiera las mujeres quieren ser feministas: “las estadísticas señalan que sólo un veintinueve por ciento de las mujeres norteamericanas se describirían a sí mismas como feministas, y sólo un cuarenta y dos por ciento de las británicas”. En España sólo un 1,7% de los españoles se considera feminista[ii].

Para esta crítica y columnista inglesa, hay que restablecer el valor del feminismo. Negarlo equivale a pisotear conquistas históricas de las mujeres como el derecho al voto o el derecho a no ser una propiedad del hombre con quien te casas, además de incurrir en una contradicción. Señala Moran sobre este último aspecto: “Ahora, sin embargo, estoy mucho más tranquila desde que me di cuenta de que es técnicamente imposible que una mujer se oponga al feminismo. Sin feminismo no te dejarían debatir el lugar de la mujer en la sociedad. Estarías demasiado ocupada pariendo en el suelo de la cocina, mordiendo una cuchara de madera para no estropear la partida de cartas de los hombres, antes de volver a limpiar la cal del retrete. Por eso me hacen tanta gracia esas mujeres columnistas del Daily Mail que se quejan diariamente del feminismo. Te pagan mil seiscientas libras por ello, querida, pienso. Y apuesto a que van a tu cuenta bancaria, no a la de tu marido. Cuantas más mujeres protesten, en voz alta, contra el feminismo, más probarán que no sólo éste existe, sino también que disfrutan de sus privilegios, ganados con tanto esfuerzo”.

Si se trata de volver a poner en valor la lucha feminista, ésta no puede dejarse sólo en manos de cuatro académicas: “no creo que puedas hablar de cambiar la sociedad y luego decir: ‘Sólo le voy a contar a TRES PERSONAS cómo hacerlo’. Entiendo el miedo de ser atacado y criticado, pero entonces, si eres una mujer en una banda, vas a ser criticada y atacada DE TODOS MODOS. Mira, como chica de clase obrera, que creció en un lugar pobre y tremendamente represivo, debería haber tenido un enorme golpe de suerte para poder haber pescado los referentes contraculturales que me podrían haber sacado de ahí. Si quieres vender un mensaje, entonces hazlo”[iii].

La autora británica rechaza casi todas las imposiciones, algunas de ellas nacidas en el seno del feminismo, sobre cómo debe ser una mujer: “Porque el propósito del feminismo no es hacer un tipo determinado de mujer. La idea de que hay ‘tipos’ de mujer inherentemente buenos o malos es lo que ha jodido al feminismo durante tanto tiempo; la creencia de que ‘nosotras’ nunca aceptaríamos chicas fáciles, chicas poco inteligentes, chicas criticonas, chicas que contratan señoras de la limpieza, chicas que se quedan en casa con sus hijos, chicas con un mini Metro rosa con pegatinas de ‘¡Impulsado por polvo de hadas!’ en el parachoques, chicas con burka, o chicas a las que les gusta imaginarse casadas con Zach Braff de Scrubs, con el que se acuestan a veces en la ambulancia mientras el resto del reparto mira y luego aplaude. Pues ¿sabes una cosa? En el feminismo entramos todas”.

Ahora bien, rechazar decálogos de la buena feminista y afirmar que en el feminismo cabemos todas no implica no ser capaz de reconocer cuándo una mujer se está plegando a lo que el patriarcado quiere. Aquí Moran, muy sabiamente, no se va a cuestiones espectaculares, como por ejemplo la ablación del clítoris: es obvio que, fuera de la cultura que lo avala, casi cualquiera está en contra de esa práctica. Se va a lo que está tan normalizado que no parece ya evidente, a lo doméstico: moda, depilación, bodas, trabajo, maternidad, música, etcétera. Entre estas cuestiones la de la pornografía es para Moran fundamental. Ésta ha impuesto un modelo de sexo único donde no hay lugar para la diversidad, y sí para prácticas en las que el papel de la mujer es sumiso y autolesivo: “Depilación brasileña. Depilación Hollywood. Pechos de plástico grandes y redondos. Uñas acrílicas que te impiden atar la hebilla de un zapato o escribir a máquina. La MTV llena de entrepiernas y tetas. Nuts y Zoo [dos revistas para chicos adolescentes], con páginas y páginas de pechos de lectoras, ofrecidos voluntariamente, de buen grado, como un rito de paso. Sexo anal asumido como una parte del repertorio sexual de cualquier mujer. Pósters de productos de belleza o shows de televisión con mujeres de ojos vidriosos, con la boca abierta, preparadas para una eyaculación en plena cara. Bragas reemplazadas por tangas. Tacones altos, muy altos, que en realidad no están hechos para andar, sólo para tumbarse y que te follen. El calendario de ‘chicas’ de Hollyoaks, la foto ‘sexy’ de Lindsay Lohan antes de la cárcel. Si un doce por ciento de internet es pornografía (4,2 millones de sitios web, 28.000 personas mirando porno cada segundo), eso significa que un doce por ciento de las imágenes de mujeres en internet están a gatas, o embutidas en algún PVC altamente antihigiénico, o rodeadas de enormes genitales masculinos, como si sus diferentes aberturas fueran algún tipo de vendaje tubular compresivo”.

Estas declaraciones podrían llevar a pensar que Caitlin Moran está en contra de la pornografía, pero no es así. Sí está en contra de una industria pornográfica que reproduce estereotipos poco liberadores. Lo peor de esta situación, afirma, es que los niños y los adolescentes, cuya educación sexual pasa por internet, se ven abocados a modelos rígidos y sexistas que pueden condicionarles durante el resto de su vida: “no es sólo su educación sexual (una serie de hechos y detalles prácticos, y la información básica de dónde va cada cosa, o dónde podría ir si uno pone el suficiente empeño) lo que los niños están sacando de la red. Es también lo más recóndito de su sexualidad. Algo que alimenta su imaginación, al tiempo que incide en los aspectos prácticos”. La autora considera que no debería haber una sola pornografía, sino muchas, y que el porno de los 70 y los 80 era más libre: “por muy limitada, fragmentaria o centrada en Trevor Eve, que fuera la pornografía de mi adolescencia, había, al menos, cierto equilibrio entre el material que yo iba encontrando, cierta variedad. Tuve enaguas y espías y bosques y monjas y tríos en tumbonas al sol, y vampiros y cobertizos y chicles y faunos y asientos traseros de Ford Capris; y, casi siempre, incluso cuando leía algo del siglo XIX, las chicas lo pasaban bien. Las mujeres tenían orgasmos. Sus deseos se complacían. En realidad, esos eran los deseos de las mujeres”.

 


[i] Caitlin Moran: “Me llamaron ‘macho’ por hablar de la masturbación femenina”, entrevista en S MODA (EL PAÍS) a cargo de Begoña Gómez Urzaiz, 27 de junio de 2013.

[ii] Ibíd.

[iii] Cómo ser crítica musical (y divertidísima), reportaje de Miqui Otero para EL PAÍS, 30 de julio de 2013.

El resto de las citas pertenecen a Cómo ser mujer, Caitlin Moran (Anagrama, Barcelona, 2013). Por orden de aparición en la reseña: p. 42, p. 97, p. 94, p. 95, p. 104, p. 44 y p. 46.

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Sobre Elvira Navarro:

Joven novelista, cuyas dos primeras novelas son La ciudad en invierno (Caballo de Troya, 2007), por la que fue reconocida como Nuevo Talento FNAC y La Ciudad Feliz (Mondadori, 2009), que mereció el Premio Jaén. Ha aparecido en la antología Granta de nuevos narradores en lengua española.

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2 Comentarios

  1. 31/10/2013 at 09:05 · Reply

    Muy buena nota, un saludo

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