Lavar aparte 4 (La Cordelia de la Costa del Sol)

Por Esther García Llovet

Hace unas semanas estuve en la playa, en Fuengirola, nuestro pequeño Bangkok español. Todos los países tienen su Bangkok, un paraíso barato okupado por ingleses borrachos y pensionistas suecos y hippies de rastas petrificadas y cerebro petrificado y pupila petrificada para siempre. El nuestro está entre Torremolinos y Marbella, en Fuengirola, la hija fea y molona del tinglado, la Cordelia de la Costa del Sol. Ya antes de llegar en el tren de cercanías un niño le pregunta a su madre dónde ha dejado el libro de “El Fary Potter” y entonces es cuando realmente la magia está a punto de ocurrir. La magia chunga, de efectos secundarios, magia de tele de madrugada. Muchos colores. Todo muy ácido. A las tres de la tarde la playa está llena de gente, entre semana, es martes. El sol del martes, el moreno pillado entre semana, qué guapo. Aquí hay de todo. Adolescentes de pellas, chavalas marroquíes bañándose con hiyab, inglesitas en topless, las tetas pequeñas y coloradas como cangrejos. Y tías, muchas tías. Quiero decir madres, abuelas, primas y tías de las de tartera y bañador entero, tías locales, muy blancas, muy grandes, siempre contentas. Se come, en la playa. Tortilla. Las latas está bien, te las puedes traer de casa pero también puedes comprarlas frías al paki que las vende en bolsas por la playa. Cocacolas, cigarrillos sueltos. También se pasean una filipinas que ofrecen masajes aquí mismo, en la arena. ¿Cuánto? Dié. Dié euro. Al cabo del raro vuelve a pasar o es otra, otra filipina. Siete euro. Devaluación. Qué baratos, los bares del paseo marítimo. Desayuno de un huevo y bacon y judías y café: 1.95. También puedes desayunar a las tres de la tarde, no pasa nada. Los bares y los restaurantes funcionan en dos husos horarios simultáneos: el europeo de cenar a las siete de la tarde y el nativo de hacerlo a las doce.

Todo siempre abierto, las pizzerías abiertas, los bares abiertos, los espetos abiertos. Las librerías de segunda mano, de libros en inglés y sueco y alemán, libros hinchados por la humedad y con arena entre las páginas. Compro uno de tapas amarillas, la biografía de los Kray Twins, aquellos gemelos mafiosos del Swinging London de los 60. Los metieron en la cárcel en el 69: no llegaron aquí por los pelos. ¿Habrían comprado un bar, como muchos extranjeros? ¿Como esos ingleses dueños de media costa que no hablan ni media palabra de español? ¿No habíamos quedado en que los inmigrantes tenían que hablar el idioma para quedarse? Sí hablan español los camareros, no les queda otra, son marroquíes, pakistaníes. Y las dueñas de los “markets”, esas tiendas de tenderete abierto al paseo marítimo donde venden aceite solar de coco y chanclas y camisetas desteñidas y el Cosmopolitan de Inglaterra. Cierran muy tarde, si es que cierran. Al anochecer están siempre abiertas. Al anochecer la playa está fría, la arena está fría. Hay un grupo de alemanes de unos treinta años que viven en la misma playa y hacen esculturas de arena, están muy bien hechas, están de museo. Una rana gigante, una Última Cena con todos los apóstoles. La gente tira monedas. Al anochecer vuelven los pescadores de barca y salen los pescadores de caña y un tipo muy flaco vestido de negro, con capucha y un detector de metales que va recorriendo la playa de arriba abajo despacio, sin prisa, buscando monedas, libras, lana, guita que le haga rico y le saque de aquí de una vez por todas y le lleve de viaje al mundo a conocer suecas y a Bangkok.