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Lavar aparte

Lavar aparte

Por Esther García Llovet

Cuarenta y nueve, cumplo cuarenta y nueve años nada menos; el último de los 40 Principales, fin de la cuarentena. En cuarenta y nueve años he aprendido un buen montón de cosas, de algunas hubiera preferido no enterarme nunca y la mayoría no me han servido para nada, salvo dos: dos cosas. Una buena y una mala. ¿Cuál queréis saber primero, la buena o la mala? Pues la mala, la más mala, o la más jodidamente chunga es que ahora ya sé que no me van a gustar las cosas que me hubiera gustado que me gustaran. He abierto bien los ojos y he acabado por darme cuenta, definitivamente, como después de una resaca, de todas esas cosas que hay que barrer para afuera.  Me hubiera gustado que me gustara Julien Gracq. Me hubiera gustado que me gustara Mahler. Me hubiera gustado que me gustara asistir a simposios sobre La Europa de Jean Monnet y rodearme de amigos de humor siempre neutro y sospechosamente contenido, con la raya de los vaqueros bien planchada, pero no pudo ser, no pudo ser. Ya no voy a ser la Mejor Versión de Mí misma. Sólo la Versión Simplificada. Como la “Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano” de Gibbon: simplificada. He acabado por ser práctica y atlética y hacer un ERE con todas las personas que ya no voy a ser, poniéndolas sin contemplaciones de putitas en la calle. A dónde van a ir, a dónde. Dónde aparcan las limusinas por la noche,  esa es la gran pregunta de la juventud que baila: dónde. Pues al mismo limbo a donde mando a los personajes eliminados de mis novelas, que no son pocos, los personajes. Un buen par de docenas tirando por lo bajo. Pongamos veinte. Veinte personajes zombies y en patera, solos. Y enfadados. Me miran mal, muy mal; acaban resultando incómodos, los personajes. No acaban de marcharse y nunca sé muy bien qué hacen aquí, otra vez molestando como esta gente que se queda de pie en la puerta de salida del autobús y no te deja sitio para salir, mis chicos zombies. Suelen intentar aparecer después en otro cuento o en otra novela pero los reconozco enseguida, se disfrazan fatal. Están sin un céntimo, están muy flacos, están cada vez más tristes: “Soy el Payaso Rayito. Dame una moneda”. Mal sentados. Y eso que algunos son eso que llamamos secundarios de lujo, que lo harían fenomenal, qué bien cantas, eres muy bueno tío pero ya sabes, al final todo se decide en la sala de montaje. Zombies feos, nada indies. Zombies latinoamericanos y desubicados. Zombies nerds. Y luego están esos otros chicos zombies: Ruco y Horacio y Los Ramones, esos personajes a los que sé que en realidad eliminé porque yo, Esther, como autora, no les gustaba nada. Ni un pelo. Si me los cruzo en el pasillo miran a otra parte pero lo que ocurre yo lo sé muy bien: les caigo como el culo, me tiene calada, soy una tiparraca. Claudia, yo creo que es sueca. Bueno, ha tenido otros nombres, no siempre ha sido rubia, pero ha hecho castings en casi todos mis relatos y en todas mis novelas con determinación de calvinista. Una y otra vez. Una y otra vez, Cladia Cardone. Comiéndose las uñas en a sombra. Yo a Claudia la imagino, la veo por las noches, dirigiendo sesiones de Terapia de Grupo con Ruco y Horacio y Joey Ramone y todos los demás, sesiones patrocinadas por las editoriales que rechazan mis textos, sus logos en un gran, en un gigantesco Photocall amarillo, al fondo. Se sientan en círculo. Hay donuts duros y secos en la mesa. Están cansados y aburridos porque hablan siempre de lo mismo, como en todas las terapias. No se soportan. De qué hablan cuando mastican las palabras a palo seco: de mí. De los libros que leo. De los libros que no leo y debería y de mi pereza. Pero sobre todo hablan de lo que escribo. De lo que escribo y guardo. De por qué escribo siempre sobre los mismos sitios, los mismos coches y esos perros, siempre con los mismos personajes dando vueltas y más vueltas alrededor del mismo tema, el gran tema sin nombre, el grandísimo atolladero literario en el que estoy metida, más grande y más profundo y más vacío cada año que pasa. De por qué no los dejo entrar, a ese atolladero, a ese socavón de la M40 que se traga autobuses enteros y del que me sacarían en un abrir y cerrar de ojos si yo me dejara. Y de los duras que están estas sillas de tijera.

La cosa buena que he aprendido en estos cuarenta y nueve años es que hay pastillas para casi todo.

 

 

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Sobre Esther García Llovet:

Esther García Llovet es una de las narradoras más imaginativas y perturbadoras de las últimas décadas. Es psicóloga clínica. Ha publicado las novelas Coda (Lengua de Trapo, 2003), Submáquina (Salto de Página, 2009) y Las Crudas (Ediciones del Viento, 2009).

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3 Comentarios

  1. Ritch
    09/03/2013 at 05:15 · Reply

    Acabo de descubrir el sitio (lo vi en el muro de JL Amores). Leí de un tirón esta entrada; me encantó. Que lo supieran.

  2. 09/03/2013 at 14:12 · Reply

    Me ha parecido revelador. Y, sobre todo, el final. Eso, “hay pastillas para casi todo”. Es una magnífica reflexión al cabo de la cuarentena. Enhorabuena.

  3. 26/03/2013 at 17:01 · Reply

    Recuerde que también está Dios y no la versión modernizada, si no el de las Escrituras, y yo a mis casi 47, lo encuentro como la mejor opción.

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