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Literatura y enfermedad

Literatura y enfermedad

Por Elvira Navarro

Es fácil hacer metáforas con la enfermedad, pues ¿qué conflicto irresoluble no acaba derivando en el pudrimiento de las partes implicadas, y de qué va la literatura sino de conflictos que muchas veces quedan sin resolver?

Según la RAE ni siquiera necesitamos hacer metáforas, pues por enfermedad se entiende: 1) Alteración más o menos grave de la salud; 2) Pasión dañosa o alteración en lo moral o espiritual; y 3) Anormalidad dañosa en el funcionamiento de una institución, colectividad, etc. Estas tres definiciones engloban los dos tipos de conflictos que encontramos en las ficciones: aquellos que afectan a los personajes, sea el propio conflicto una enfermedad física o, como es más habitual, un padecimiento debido a una pasión o a una, volviendo a lo que dice la RAE, alteración en lo moral; y los conflictos que no proceden de los personajes, pero que los afectan: la quiebra de una empresa, un desahucio, una estafa. Por tanto, la literatura casi siempre habla de patologías, y cuanto más definida es su forma, como ocurre con los géneros, más fácil resulta el diagnóstico: la novela negra retrata sociedades enfermas, la rosa a individuos tocados por un delirio recurrente: el enamoramiento.

Si la ficción es el paraíso para los virus y las bacterias existenciales, cabe preguntarse qué suelo resulta más fértil en orden a que los invasores proliferen, si el de la buena literatura o el de la mala. Yo diría que el de la mala: quién no sabe que las novelas románticas son fabulaciones profundamente enfermas. Añadamos aquí otra cuestión: ¿la literatura se hace cargo de nuestra enfermedad para curarnos o para cronificar nuestro mal? Tal vez para ninguna de las dos cosas, pero aquí vamos a jugar a que tiene sentido plantear esta disyuntiva.

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Es un tópico decir que las ficciones nacen de la inadaptación de quienes las escriben. Lo que ya he oído menos es que este impulso que lleva a crear un mundo aparte produce aún más inadaptación, o sea, que las creaciones, o al menos parte de ellas, no curan, sino que agrandan la herida. Hay al menos dos grandes novelas de la literatura universal que tratan sobre ello: Don Quijote de la Mancha y Madame Bovary. El pobre don Quijote enferma a raíz de leer demasiadas novelas de caballería; a Madame Bovary, por su parte, las novelas rosas le han llenado la cabeza de pájaros. Don Quijote y Madame Bovary son obras que hablan de otras obras para, precisamente, señalar que la literatura, o cierta literatura, ofrece una ilusión para cada problema, y que en consecuencia lleva, debido al contraste y a la impotencia (nunca podremos ser personajes de novela), a agravar el conflicto inicial.

Desde el punto de vista de la enfermedad, el canon literario tiene dos lecturas: podemos pensar que en él encontramos ficciones que procuran no hacer más honda la herida por ser estas ficciones más críticas con los finales felices y las visiones naif para no generar falsas expectativas, o bien podemos pensar que esas ficciones críticas (o que al menos eluden los finales felices y las visiones naif)  se proponen como enfermedad misma. Alguien que busque en la literatura algún tipo de amarre, de motor más potente para avanzar en un mar bravo, podría, tras leerse La metamorfosis de Kafka o Tala de Thomas Bernhard, acusar con razón a lo literario de recrearse en lo más mísero. No le objetaríamos nada, salvo que la literatura es libre de hacer lo que le venga en gana mientras lo haga bien.

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Acabamos de decir que las llamadas obras maestras suelen ser más críticas. A menudo se piensa que la crítica es un cuestionamiento que no implica dar respuestas, pero este planteamiento se olvida de que incluso eso es una respuesta, de que las preguntas se emiten desde un lugar que ya ha sido amueblado. Ricardo Piglia suele afirmar que la literatura es una manera de pensar a través de la ficción. ¿Y puede existir un pensamiento sin tentativas de respuesta? Todo esto viene a cuento de lo que he señalado antes: que hay consenso con respecto a la inadaptación de la que surge lo literario, pero que ya es más raro encontrar, al menos en los medios o en las declaraciones de muchos escritores, la aseveración de que buena parte de la literatura produce más inadaptación aún, o lo que es lo mismo, una mayor frustración. Lo que a menudo encontramos son declaraciones sobre la magia y el alivio de escapar a los reinos de la fantasía (o de la alta literatura): la ficción está aquí más cerca de ser sólo un plato exquisito para paladares exigentes, o su opuesto: comida rápida para estómagos contentadizos. Si prestamos oídos a lo que señalan algunos autores cuando les entrevistan, la huida del realismo no se debe fundamentalmente a que el mundo ya no se adapte a un determinado paradigma, argumento éste extrañamente realista que suelen usar quienes cargan contra el realismo, sino a que la realidad es decepcionante y mejor inventar otra cosa. La literatura se presenta como un placebo que en su versión más sofisticada no soluciona nada puesto que no ofrece respuestas sino preguntas, y que en su versión más vulgar simplemente entretiene, distrae. En ambos casos llegamos a lo que Flaubert y Cervantes problematizaban: la falsa solución. La literatura como forma de cronificar el padecimiento.

La idea de la literatura como enfermedad es a su vez muy literaria, y según en qué contexto la formulemos puede ser atroz o amable. La amabilidad la encontramos en esa clase de letraheridos que manifiestan morirse (vivir sólo) por lo literario. Ese tipo de letraheridos son los hinchas de la literatura. Suyo es el reino de la cursilería barata, y también de la alta cursilería. Quizá no les gustaría nada que apareciera un nuevo Cervantes advirtiendo que leer puede no ser siempre una cosa agradable, buena, distinguida y “deliciosa” (entre los letraheridos de esta estirpe abundan los epítetos gastronómicos), aun cuando uno se recluya en la llamada literatura seria. En todo caso, si hay un Cervantes que denuncia, que trata de decir que algo no anda demasiado bien, quizá podríamos también añadir que la literatura es ayuda e incluso autoayuda, puesto que se consume a solas y los modestos cambios que produce (si es que los produce, que yo creo que sí) ocurren primeramente en la cabeza del lector.

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Me serviré de una cita para llevar un poco más lejos este razonamiento sobre la relación entre la literatura y la enfermedad, y por tanto entre la enfermedad y sus remedios. En El Dostoievski de Joseph Frank, un ensayo de David Foster Wallace recogido en Hablemos de langostas, encontramos lo siguiente: “Dostoievski escribía narrativa sobre las cosas que son realmente importantes. Escribía narrativa sobre la identidad, los valores morales, la muerte, la voluntad, la oposición entre amor espiritual y amor sexual, la codicia, la libertad, la obsesión, la razón, la fe, el suicidio. Y lo hizo sin reducir nunca a sus personajes a portavoces ni sus libros a tratados. Su preocupación siempre fue cómo ser humano: es decir, cómo ser una verdadera persona, alguien cuya vida obedezca a valores y principios, y no una simple modalidad especialmente astuta de animal capacitado para la supervivencia”. Hoy en día no está de moda manifestar algo semejante sobre las novelas y los cuentos porque se ha extendido el prejuicio de que éstas deben estar alejadas de lo político; sin embargo, muchas de las grandes obras de la literatura universal lo son porque contienen una visión amplia del ser humano, y por tanto, propuestas éticas implícitas o, como a veces ocurre con Dostoievski, incluso explícitas. Así pues no sería falso decir que hay una literatura que lanza remedios políticos. Que ya no es sólo autoayuda, sino quizá filosofía o ética.

Si dejamos lo político y nos desplazamos a lo puramente personal, por ejemplo a las vidas de los autores, para comprobar si la literatura sirve como asidero, tenemos que concluir que más bien no. Haber escrito o leído un buen libro, o incluso una obra maestra, no le quita a nadie su depresión, su alcoholismo, su ludopatía, su pobreza o su esquizofrenia, y es ingenuo plantear siquiera esta cuestión. Los escritores y los grandes lectores que han acabado suicidándose escupirían sobre estas palabras si la conclusión aquí fuera la contraria. Y es que, si bien los libros pueden contener remedios, estos no son comparables al litio, o a que los bancos decidan mañana no ejecutar más hipotecas. Los efectos de las ficciones, ya lo hemos dicho, son modestos. La idea de que la literatura es terapéutica procede de un tiempo en el que, si hacemos caso a los filósofos griegos, todo parecía ordenarse teniendo como eje la vida pública, incluidas las creaciones, las cuales debían producir un efecto catártico en el espectador. Hoy lo más salvífico a nivel personal que puede procurar la literatura es que el creador piense que gracias a ella su vida tiene una dirección y un sentido pequeño: escribir.

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Hay grandes libros sobre la enfermedad física. O mejor dicho: sobre los enfermos. Al narrarse dolencias corporales, es imposible no tener a la muerte como horizonte, por lo que podríamos aventurar que cuando la literatura trata de la enfermedad en realidad la está usando como motivo de ese otro tema que es la finitud. En la presentación de Sangre en el ojo, una novela de la escritora chilena Lina Meruane que versa sobre la diabetes y la ceguera, su editor español, Constantino Bértolo, se refirió a la enfermedad como a ese estado que suspende la dimensión temporal, esto es, la vida, pues el enfermo está absorbido por su padecimiento y no tiene para él sentido pensar en un horizonte vital. En un futuro. El convaleciente no planea.

Las narraciones sobre tormentos corporales nos invitan a romper la convención del buen gusto. Habrá quienes opinen que traspasar ciertas barreras no aporta nada y sólo sirve para satisfacer al ego, que siempre es exhibicionista y quiere nuestra destrucción. Yo en cambio pienso que hacerle un corte de mangas al buen gusto nos obliga a mirar lo que permanece oculto, amén del valor que conlleva enfrentarse a la convención, o lo que es lo mismo, a la censura. El creador que se permite mostrar asuntos de mal gusto siempre se la juega.

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Actualmente el tipo de patología que con menos frecuencia tratan los libros es la que no puede desligarse del contexto social que la produce. Parece que la crisis está cambiando un poco esta tendencia, aunque todavía no podemos decir si los libros que no tienen miedo de ser acusados de panfletarios (no tienen por qué serlo) van a poder escribirse y publicarse sin que los prejuicios nos asalten. A veces pienso que quienes tienen tales ideas no han leído mucha literatura, habida cuenta de que, y vuelvo a lo dicho un poco más arriba, los grandes maestros nunca han temido encarar contextos y soluciones, y ello no les ha llevado al panfleto. Quizá este miedo sea una de nuestras enfermedades, un miedo generado por un capitalismo que ha parido seres individualistas y desconfiados que recelan de las propuestas políticas que quieren construir otras formas de sociabilidad, como dice César Rendueles en Sociofobia. Nuestras ficciones no hacen más que reflejar esa desconfianza, y tal vez lo que nos toca es darle la vuelta a la tortilla, aunque sólo sea porque no podemos estar escribiendo siempre desde el mismo lugar si aspiramos a que la literatura esté viva.

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Sobre Elvira Navarro:

Joven novelista, cuyas dos primeras novelas son La ciudad en invierno (Caballo de Troya, 2007), por la que fue reconocida como Nuevo Talento FNAC y La Ciudad Feliz (Mondadori, 2009), que mereció el Premio Jaén. Ha aparecido en la antología Granta de nuevos narradores en lengua española.

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Comentario

  1. Marcela Orellana
    11/01/2014 at 11:27 · Reply

    Muy valioso este artículo. Un panorama que es un estímulo para seguir leyendo literatura que como toda pero más, ayuda a la empatía.
    Indispensable “La enfermedad y sus metáforas” de Susan Sontag.

    Saludos desde Mendoza. Argentina.

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