Miseria y posibilidades de la crítica literaria

Por Javier Sáez de Ibarra

Es ya un lugar común, aunque todavía no una convicción general, que las reseñas literarias de nuestra prensa escrita adolecen de una calidad media si no baja. La falta de independencia y de rigor, el abuso de alabanzas, la complacencia con los autores establecidos, junto a la superficialidad, la prisa, la falta de espacio, ocupado a menudo por palabrería vana, así como la atención casi exclusiva a la novela, y a los autores anglosajones en perjuicio del resto (incluidos los hispanohablantes) son algunos de sus defectos más notables.

En el suplemento cultural de ABC (19 de enero 2013) hallo un ejemplo de algunas de las insuficiencias mencionadas. (Para colmo, dicha publicación lleva en la portada una foto con el titular: “Foster Wallace, eslabón perdido”, al que se dedican otras cuatro páginas en el interior -una sólo para retratos de autores estadounidenses-, seguidas de dos para Tony Judt). La página 10 nos presenta a Jesús Carrasco, nacido en Badajoz en 1972, quien acaba de publicar Intemperie, su primera novela; obra que incluso antes de aparecer ha sido convertida por la Feria de Francfort “en un éxito internacional: sus derechos fueron vendidos a Reino Unido, Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos, Holanda, Noruega, Israel y Brasil. Y en la cola aguardan China, Corea y Taiwán”.

Dicha página se divide a partes iguales entre una entrevista con el autor y la reseña de su libro, a cargo de un crítico de prestigio. Tal reseña consiste en un resumen incompleto del argumento, y una única consideración valorativa que se repite cuatro o cinco veces, cuya formulación más concisa denuncia: “le falta una mayor proporción entre los elementos de la historia y su lenguaje”. La pobreza de contenido de este texto no es, sin embargo, lo que más me importa comentar. Consideremos que, en la descripción del estilo (dejando al margen su valoración), el crítico acierte: “el único inconveniente de esta novela estriba en haber extremado el relieve otorgado al propio estilo y su meticuloso fraseo, hasta conseguir que la pantalla del lenguaje… entretengan en exceso su significación”, y por ello resulte enojoso que “no deja nunca el lector de tener al lenguaje como una pantalla en la que refracta la propia fábula”. De entrada se le ocurre a uno pensar en Lezama Lima o en James Joyce como ejemplos mayores de lo que se censura aquí. Pero preguntémonos aún, esa razón que exhibe el crítico, ¿en qué se funda?, es decir, ¿desde qué estética se hace? Desde ninguna que explícitamente se enuncie. Las entradillas simplemente condenan: “Una fábula ahogada por el lenguaje” y “Excesivo formalismo”. La posición de partida del reseñista se deduce sólo de sus impugnaciones; entendemos, entonces, que para él, una obra literaria lograda es aquella en que el lenguaje “transparenta” la anécdota, no la distrae.

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Quiere la casualidad que seis páginas más allá demos con el análisis que Javier Montes dedica al trabajo de la artista Lara Almácegui, nacida también en el año 72, en Zaragoza, y que se presentará en la Bienal de Venecia. De ella se establece parte de su recorrido: San Sebastián, Madrid, Sao Paulo, León… La comparación de ambas reseñas es esclarecedora. Ninguno de los analistas declara el punto de vista estético desde el que aborda su crítica; sin embargo, en el caso de Montes es irrelevante, pues su análisis parte del conocimiento de la obra y su esfuerzo de comprensión, de la que dice: “Lleva tiempo camuflándose como una ‘técnica solidísima’, seria y concienzuda… por debajo hay también un trabajo ‘delicado y soñador’… el interés de su obra ha consistido en ofrecer las dos caras fundidas en un sola, con un rigor formal que supura una evidente crítica política y social… su trabajo obliga a preguntarse por el rumbo y las prioridades del urbanismo y la vida en comunidad contemporánea”. Por el contrario, vemos que el crítico literario decide sobre la calidad de la novela desde una estética que cree inatacable y absoluta, y que determina su juicio por completo. Mientras el otro tenía en cuenta la pretensión de la obra artística misma; este la desdeña de partida, considerando hasta tal punto que el suyo es el único juicio estético válido que ni siquiera cree que el autor haya podido escribir deliberadamente la novela de esa forma, sino que tal forma se debe a un error, error, además, explicable por causas psicológicas: “Carrasco sabe que escribe muy bien y, como escritor primerizo, hubiera tenido la necesidad de deleitarse en exhibirlo”. Su censurable “alarde estilístico” no es, en consecuencia, una opción del autor, sino una señal de bisoñez que la experiencia futura acaso logre eliminar. El crítico literario no se ha dado cuenta de que caben otras posibilidades formales distintas a la que defiende (el lenguaje como transparencia). Su juicio preconcebido le impide contemplar la existencia de otros modos de entender el texto literario y la novela como propuesta estética.

El crítico de arte, en cambio, una vez que ha asumido la obra tal y como es, se halla entonces en condiciones de, por un lado, ponerla en relación con alguna tradición artística (no con “la tradición” como suelen invocar los estudiosos de la literatura) y, por otro, tratar de comprender su significación en la actualidad. Con la ubicación de la obra en una corriente determinada y su “lectura” en el contexto actual, queda entonces convenientemente presentada y permite al lector de la reseña hacerse cargo de lo que aporta. El análisis de Montes cumple este doble objetivo: “Almarcegui entronca con esa genealogía a la que pertenecía también Walser: comparte esa defensa de la ineficiencia… Esa es, desde que empezó el siglo xx, la corriente mas subversiva del arte moderno, y, desde luego, la del arte que nos es más necesario a nosotros en nuestras sociedades ultratecnificadas, ultratipificadas, obsesionadas por la ‘optimización’”…

Por contra, el análisis literario que procede desde un planteamiento único y excluyente de la “obra bien hecha” se cierra a sí mismo la posibilidad de toda ulterior reflexión. Si el exceso de lenguaje es condenado como un error, ¿para qué perder el tiempo analizando sus relaciones con la “anécdota” que relata?, ¿y por qué detenerse a considerar que el papel fundamental del estilo constituye una tradición en la literatura? Simplemente, no hay nada que decir sobre ello. Lo mismo en cuanto al lugar de esta novela en su contexto actual o respecto al mundo cultural en que vivimos. La reseña guarda silencio. Se limita a marcar tres estrellas de cinco posibles para juzgarla de manera rápida y visual.

Ciertamente no todas las reseñas literarias se parecen a la que aquí he recogido, así como es fácil notar que las artísticas mantienen un semejante nivel de excelencia. (Y creo que la lectura comparada de unas y otras ayudaría a una mejora de las primeras.) Con todo, el análisis de las dos críticas puede servirnos para entender que en cada una subyacen sendas concepciones de lo que significa hoy arte y aun de lo que es un creador; concepciones o ideas que son compartidas por muchos críticos y periodistas culturales, no siempre de manera consciente.

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Una actitud como la del reseñista de la novela es sencillamente imposible para un crítico de arte. Porque este ha comprendido que, desde Duchamp, “todo puede ser arte”, ya no le está ya permitido negar esa cualidad a ninguna de las propuestas que se le hagan. El analista ha prescindido –o se le ha hecho prescindir más bien–, de la posibilidad de negar la mayor y, en consecuencia, desautorizar como “no artístico” lo que se le da. Por el contrario, ahora el trabajo está de su lado, y habrá de esforzarse en comprender la obra que se le entrega y argumentar hasta el límite sus propias apreciaciones (aun sabiendo que no son científicas ni definitivas).

En el lado opuesto, este crítico literario, como muchos otros, parte de un concepto cerrado de lo que es literatura conforme al que juzga lo que lee. Por más que nunca encontremos formulado de modo claro ese credo artístico, suscribiría sin problemas que: “No todo es literatura”, y “no toda la literatura es buena”. “Hay que escribir de este modo”, o “la escritura de calidad tiene unos límites, la mala está fuera de ellos”. Provisto de una definición taxativa de “la calidad literaria”, se dispensa de argumentar, le basta con dejarse llevar por impresiones que puedan apoyarse en esa opinión infalible. “La obra es buena o mala: está bien o es un error”. Mientras que para el crítico de arte no hay errores sino propuestas que examinar conforme a lo que ellas mismas pretenden, y, caso de que existan errores, o, mejor, inconsecuencias y fracasos, deberán señalarse desde los presupuestos mismos que plantea el artista, y que exigen ser atendidos.

Ambos críticos se acercan a dos creadores curiosamente nacidos el mismo año. No obstante, el trato que se les dispensa es desigual. El crítico de arte estima que la propuesta de la autora nace del rigor de la reflexión y obedece a una intención teórica que plasma en su trabajo y que, como hemos visto, responde a una tradición de pensamiento estético multidisciplinar y, además, se dota de un alcance político, incluso práctico. El crítico literario, por su parte, no hace el menor esfuerzo por entender qué teoría subyace al trabajo literario del novelista. No se pregunta por qué el escritor ha elegido esa anécdota y ese estilo; simplemente denomina al texto “fábula”.[1] Es cierto que un artista y otro tienen trayectorias incomparables, pero una edad común, que los hace merecedores del mayor respeto y la presunción de madurez. Y es en este punto donde se nos abre un cierto abismo. Pues mientras los artistas plásticos se ven exigidos por la actual situación del arte a justificar su obra, da la impresión de que tal cosa no esperan los críticos de los escritores, bien porque no consideran que lo necesiten, bien porque no creen que sepan hacerlo. Cada crítico fomenta y retroalimenta la actitud del creador; el de arte recoge, reconoce, y se hace interlocutor del pensamiento y la obra de la creadora. El literario no busca-no encuentra, ni imagina siquiera que exista una reflexión previa del escritor, es más, sea cual fuere, esta no importa en absoluto; el novelista no tiene que pensar ni justificar lo que hace, le basta con escribir bien, es decir, contar bien una historia (como hemos escuchado decir sin sonrojarse a muchos), algo que viene a significar: que se entienda.

Lo peor, me parece, no es que el crítico literario resulte dogmático, plano y perezoso en sus reseñas; sino que su actitud pueda ser, o llegar a ser, correlativa a una real y verdadera incapacidad para la reflexión de parte de los escritores. Porque la propia recepción crítica, desde el momento que no se predispone a escuchar ese pensamiento, tampoco lo estimula; al contrario, lo vuelve superfluo.[2] La publicación de obras literarias, entonces, más allá del “éxito” que logren o las traducciones que vendan, no valdrá nada como desarrollo del arte de escribir e impulso de la cultura, será únicamente producción en serie de libros sin por qué ni para qué.


[1] Javier Montes utiliza en su trabajo declaraciones de la autora, Lara Almarcegui, que cita entre comillas. El crítico literario no aprovecha la entrevista al novelista que aparece junto a la reseña, y viene firmada por A. Fontana. Se da la paradoja de que, si la hubiera leído, habría tenido que contestar a las intenciones estilísticas que hace explícitas Jesús Carrasco, y que se alejan diametralmente de lo que su reseñista afirma; a saber: “Si el estilo pudiera definirse como la marca personal que el autor le imprime al texto, me gustaría que esa marca fuera, en mi caso, lo más tenue posible. Me gustan los autores o los músicos que se ponen al servicio de la obra hasta diluirse en ella y desaparecer”. Lástima de diálogo imposible.

[2] O la situación es más compleja, si entendemos que el modelo cultural dominante no llega finalmente a distinguir entre literatura y best-seller, entre escritor creativo-artista y redactor de libros; de manera que se aplana y disuelve la diferencia hasta el punto que los críticos no hacen ya distinciones en su tratamiento de unas obras y otras. Se empobrece, así, la propia técnica y recursos del crítico, pues son innecesarios para abordar una novela de consumo; se empobrece el nivel de exigencia y compromiso de los autores con su propia obra (lo que implica también una mínima conciencia de su trabajo); y se acaba anulando la capacidad estética del lector que termina confundiendo obra con libro, literatura con prosa.

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Sobre Javier Sáez de Ibarra:

Es autor de un libro de poemas: Motivos, (Icaria, 2006) y tres libros de relatos, publicados por la editorial Páginas de Espuma: El lector de Spinoza (2004), Propuesta imposible (2008) y Mirar al agua. Cuentos plásticos (2009) con el que obtuvo el l Premio Ribera del Duero. Algunos de sus relatos han sido recogidos en antologías del cuento español más reciente.

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2 Comentarios

  1. Elena
    16/06/2013 at 13:36 · Reply

    No coincido plenamente: el papel del crítico de arte es interpretar obras que a veces ni el propio artista comprende y no siempre todo se ha considerado arte desde Duchamp: ha habido crítica negativa al pop art, por ejemplo, porque no se entendió de la misma manera. Al final no es sólo la crítica la que dice qué es bueno o qué es malo, el crítico es un factor importante, pero no el único: están, en el caso del arte, el galerista, el público, etc. En la literatura: el crítico, el editor, el lector… Quizá haya que darle a la crítica la importancia adecuada, ni tomárselo al pie de la letra ni dejarla caer en el olvido y guiarse únicamente por los blogs de los lectores. Algo intermedio.

  2. Paz
    17/06/2013 at 06:34 · Reply

    A esto lo llamo yo un buen artículo. Muy clarificador; muy necesario.
    Enhorabuena.

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