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Mollinor: obra y muerte

Mollinor: obra y muerte

Por Juan Carlos Suñén

Fue el artista conceptual llamado Mollinor, tal vez el último genio, quien decidió, en las postrimerías de la Época Precedente, emprender la acción dramática sostenida más  radical intentada hasta entonces. Muy joven se apartó de su entorno, rompió sus escasos lazos familiares, ejerció diferentes oficios antes de colocarse de bedel en un colegio privado y casarse con una chica a la que un más que elevado número de hombres hubiese considerado adecuada, y tuvo hijos: dos, un niño y una niña cuyo carácter ni preocupaba más de lo habitual ni brillaba más de lo sostenible. A su mujer le pidió matrimonio muy sinceramente, es decir, sin cortesía ni arte pero nervioso; lo que anotó como uno de sus primeros logros verdaderos en la metáfora que fraguaba. A sus hijos los educó sin pasión ni distinciones. Por supuesto jamás reveló a nadie el verdadero sentido de inefable creación al que su vida aspiraba, la cualidad de materiales (necesarios, emergentes o generadores) que quienes le rodeaban (amigos y enemigos, seres queridos, mascotas, jefes o subalternos, vecinos o conocidos ocasionales) adquirían por el sólo hecho de cruzarse en la ejecución de una experiencia que, obligado por su carácter pionero, iba documentando mediante la acumulación de certificados y facturas, extractos bancarios, cartas y correos electrónicos, recuerdos musicales o fotográficos que, a modo de pequeños testigos neutros, resultasen útiles a la hora de afrontar el relato de su ingeniosa maquinación. Pero, ¿qué hora sería esa? Al principio decidió darse un plazo lo suficientemente generoso como para que su brevedad no fuese un demérito. Luego pensó que tal vez la misma idea de imponer una duración desvirtuaba una empresa cuyo motor principal era la búsqueda apofática de la belleza perfecta y cuya paradójica autenticidad, por tanto, no podía ser puesta en entredicho por semejante gesto de autoridad.

mollinor

Parchear el inconveniente con un suicidio, o cometiendo algún aparatoso crimen hubiera sido una solución populista, en absoluto digna de elogio. Le preocupaba especialmente no defraudar a aquellos que, poseedores de la precisa altura intelectual para captar su mensaje, hallasen gratuito o demasiado fácil un final por debajo de la expectativa creada. Y una mañana de primavera, contemplando el luminoso cielo azul cubrirse de nubarrones oscuros como argumentos hostiles, decidió que la coherencia exigía la severa elegancia de que el azar y sólo el azar determinase el momento de la última pincelada. También pensó, viendo caer el primer rayo en algún esquivo punto del horizonte plomizo, que su pasado (había estudiado bellas artes y llegado a significarse relativamente con ciertos artistas jóvenes) arrojaba una mancha sobre la motivación de su esfuerzo que adquiría, desde la lógica del mismo, el aspecto de una falta de previsión que lo afeaba sin remedio. Si el desenlace aconsejaba la asunción de la contingencia, el comienzo requería la ambigüedad de la imprevisión. Debía excluirse a sí mismo como causa, y de esa manera borrar su percepción (difusa e intuitiva, pero indeseable) de las cosas de las que sería inevitablemente razón última. Debía olvidar que estaba construyendo algo,  pues sólo así podría garantizar su pureza y, de ese modo, sin contradicción quedar expuesto a fatigarse, fracasar, arrepentirse, dudar, encolerizarse o abatirse, anular el pasado y hasta votar a un partido conservador sin arriesgar la modernidad inherente a su falsificación de la medianía. La solución a este último problema fue sencilla: comenzó a mencionar aquí y allá, si resultaba pertinente, que de joven deseó ser artista, que llegó a iniciar una carrera como tal y que supo de alguno que convivió con lobos y hasta que conoció, en Madrid, a otro que se puso a sí mismo a la venta en cierta renombrada galería. Así convirtió, poco a poco, su vocación sagrada en una frustración baladí. Cuando comenzó a notar que su mujer y sus hijos le miraban con condescendencia cada vez que repetía tales anécdotas, y que los amigos las terminaban por él, comprendió que su estratagema había sido un éxito. Su mujer, sin embargo, adquirió una enojosa curiosidad hacia ciertas formas de experimentación, y no era raro que viniese a mostrarle noticias sobre tal “colega” que se había expuesto a la crueldad de su público en una urna o sobre cierto poeta al que había comenzado a leer y que se había desfigurado el rostro con ácido cuando era más joven (“en tus tiempos”, decía). Intentó, naturalmente, evitar dichas conversaciones, llegando incluso a mostrarse poco considerado. Tal era la angustia que el peligro de verse influido en su empeño por el recordatorio constante de su secreto le producía y, finalmente, teniendo treintainueve años el mayor y treintaiséis la menor, se separó de su mujer al regreso de un viaje a Cancún en el que, ingenuamente, habían depositado la esperanza de un reencuentro en la vulgaridad que resultó imposible. El divorcio le obligó a abandonar una gran parte de los documentos acreditativos de su proeza (aunque conservó muchos de ellos) y supuso un duro esfuerzo de improvisación. Sin embargo, pocos meses después, se consideraba orgulloso de haber superado aquella crisis que a punto estuvo de dar al traste con el resplandor que, sin duda, su representación unitiva sabría merecerse en el infalible futuro de las performances ejemplares. Al fin y a la postre, no era la fidelidad al modelo, sino la autenticidad de la copia lo que siempre había considerado el verdadero y escurridizo meollo de su aventura. Cambió de trabajo un par de veces, mejorando despacio, hasta terminar de jefe de sección en una compañía distribuidora de recambios de cobre.

Entonces ocurrió algo extraño: como un lienzo que dejase de pronto de soportar la sólida levedad de la paleta del pintor, el contexto se tornó frágil e infiable. De la noche a la mañana, el mundo comenzó a desmoronarse objetivamente y el suelo a temblar sin remedio aparente bajo los pies de todos. Su hijo, acuciado y vencido por el pago de una hipoteca de la que Mollinor era avalista, se fue a vivir con él y él, contra su aversión a reclamar favores a pesar de tener a ello derecho (pues si bien no fue particularmente justo o injusto, contribuyó no pocas veces a la felicidad ajena) pidió ayuda sin obtener otra respuesta que la que suele darse a quienes no se desea expulsar ni acoger. Por entonces dejó de tener noticias de su hija, que desapareció un buen día, tras una visita de cumplido, llevándose el automóvil y el poco dinero que guardaban en casa. A su pesar recurrió entonces al Banco, pero la garantía de unos derechos de autor por un concepto hasta entonces desconocido para cualquier razón sensible no pareció impresionarles. Los retrasos en el pago de sus nóminas le llevaron a aceptar un segundo empleo, como vigilante en un aparcamiento, en el que pronto comenzaron también a incumplir sus promesas. Vendió su casa para hacer frente a las deudas y se instaló, con su hijo, en un pequeño sótano del barrio sur, esperando que el contexto recobrase la neutralidad necesaria para que su singular empeño recuperase el protagonismo que merecía. Obviamente, nada de todo aquello tenía derecho alguno a afectar el desarrollo de un proceso cuya subjetividad dependía enteramente de su propia voluntad; pero el derroche de atención que la realidad le reclamaba amenazaba, peligrosamente, con obligarle a relajar el grado de autoconsciencia, mínimo pero necesario, para garantizar su control sobre la titánica edificación estética en la que estaba tan íntimamente comprometido. Así, sopesó sus posibilidades de éxito y las pretensiones de gloria que, en el fondo de su corazón (por seguridad, muy en el fondo) seguía albergando y, si bien no fue capaz de dilucidar a lo largo de sus muchas horas de introspección quién había relegado a quién al papel de actor, si el artista al suceso o el suceso al artista, sí lo fue de imponer la irrenunciable trascendencia de su gesto a la profana insensibilidad exterior. En silencio y con calma se dejó conducir por los acontecimientos como quien los contempla desde un destierro del que no ha de volver. Su exmujer, que se había casado con un abogado griego, se ocupó de inhabilitarle y su hija, que había conseguido un empleo en Bielefeld (Alemania), de relaciones públicas en una exitosa firma de seguros, se hizo cargo, por adelantado, de las primeras mensualidades del asilo. No consta que se pagaran los tres meses transcurridos hasta que, en algún momento de ese mismo invierno especialmente frío en el que su hijo fue abatido por una bala perdida mientras intentaba regresar a casa en medio de los disturbios, la identidad de Mollinor fuera declarada irrelevante por los doctores Amperleg, Sánchez y Snut. No se ha hallado un certificado de defunción; aunque probablemente murió antes de la llegada de las primeras tinieblas, en vísperas del Acabose.

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Sobre Juan Carlos Suñén:

Se declara poeta por exclusión, crítico literario por inercia, profesor por necesidad, ocasional caricaturista y compositor frustrado. Vive actualmente en Magaz de Abajo, en el Bierzo, dedicado a la lectura, la relectura, la escritura y la reescritura mientras aprende a defenderse de una naturaleza poco dada al diálogo. A regañadientes, mantiene un blog (Magaz de Letras). Su última obra publicada es "La habitación amarilla", Bartleby, 2012.

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