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Muertes anunciadas, muertos previsores

Muertes anunciadas, muertos previsores

Por Juan Carlos Suñén

A menudo me he preguntado si en los periódicos, al menos en los más espabilados, tendrán escritas de antemano las esquelas de los famosos ya ancianos o, simplemente, “de riesgo”. No es obsceno pensar que, en los tiempos que corren, cualquier periodista en la línea de tiro debe tener, al menos esbozada mentalmente, una idea sobre cómo escribiría el obligatorio reportaje hiperlaudatorio en caso de la abdicación de don Juan Carlos I, por ejemplo, y es más que probable que el panegírico de Nelson Mandela, cuyas visitas al hospital, a su edad, no auguran nada bueno, sea uno de esos que espera discretamente en los cajones de más de una mesa de redacción. Esto podría parecer una cosa rastrera, pero es comprensible en un ambiente competitivo donde cada minuto cuenta a la hora de levantar una primera página. La muerte de Mandela o la abdicación de un rey son cosas ante las que conviene estar preparado. Sin embargo me disgustaría saber que alguien tiene ya medio acabado, a falta tan sólo de unas últimas líneas con los detalles más sórdidos, el correspondiente artículo sobre Gabriel García Márquez. Lo digo porque percibo cierto revuelo de buitres en torno a la figura del cataquero; que, poco a poco, se van tomando posiciones a la orilla de la previsible corriente de publicidad gratuita que su muerte significará para quienes tengan el producto listo. Las noticias se van escalonando: que si está perdiendo la memoria, que si no, que si sí, que si ha salido a tomar el aire, que si no. En poco tiempo, se nos informa de que la Biblioteca Nacional se rinde a su hechizo, de que le hacen una biografía gráfica (digo “biografía gráfica” refiriéndome a un cómic que narra la vida del maestro como ahora, generalmente, se dice “novela gráfica” a un cómic de ficción cuya extensión y carácter aconseja distinguirlo de los tebeos), de que el presidente Juan Manuel Santos promoverá la Ruta Macondo en Aracataca, de la publicación del libro Gabo, periodista, una selección colectiva de artículos de prensa del colombiano, o de que el actor Christian Tappán lo interpretará en una película.

 

Mandela

 

Recuerdo que leí Cien años de soledad un verano, siendo muy joven, en la edición de Sudamericana (la quinta, del 68) que tenía esa portada con la “E” de “soledad” mirando hacia el lado contrario (¿acierto de diseño o errata?) y que lo disfruté enormemente. Y aunque luego hubo libros que pasaron sobre aquel como un tanque sobre un juguete no borraron del todo ese deslumbramiento. Incluso me sentí algo molesto al leer la crítica al mismo, nada elogiosa, del profesor Carlos Blanco Aguinaga: pertinente, justa incluso bajo su punto de vista, que era el de cierta escuela crítica hoy tan poco frecuentada como cualquier otra y más coherente que muchas. Luego vino El otoño del patriarca, cuyas vacas pesaron lamentablemente menos en mi imaginación que las hormigas del anterior. Quizás (era lo bastante arrogante para ello) pensé que García Márquez no era William Faulkner, después de todo; pero no dejé de agradecerle mi verano y, más tarde, me gustó encontrar en la Crónica de una muerte anunciada esa contención en lo imparable, esa pulcritud en lo excesivo: me reconcilié con él y (aun no leyéndole con la puntualidad de otros) le seguí en algunas piezas sueltas de calidad imponente. En general, creo que puedo decir que he mantenido la consideración por su figura y el respeto por su obra hasta hoy; aunque también una cierta distancia, una especie de resentimiento por no haberme acompañado en la superación de la infancia. Tampoco quise releer Cien años… No se me interprete mal: ante mí se abría un universo literario demasiado grande como para detenerme en la constatación de una fidelidad tan temprana. Además, esto es así: hay autores a los que no deseamos volver, simplemente. ¿Por qué revisar un texto que, leído en su día, nos abrió un apetito cuya voracidad educarían otros? La relectura la reservamos para esos autores que forjaron nuestro universo ideológico, nuestra visión del mundo, nuestro estilo, y, aunque envidio su talento (entre otras cosas), nunca fue exactamente esa mi relación con García Márquez.

 

Gabriel-Garcia-marquez

 

Me pierdo en bagatelas para evitar que mi comentario se lea como una protesta del tipo “no pongáis vuestras sucias manos sobre Gabo” o, lo que sería aún peor, como una velada solicitud de abdicación al rey. Lo que intento transmitir debería de parecerse más a una constatación de lo sencillo que resulta plegar nuestro respeto a una capacidad de anticipación sospechosamente oportuna: cómo, si es que podemos, nos vamos colocando a esa distancia justa para que, a lo mejor, nos caiga casualmente en las manos el ramo de la novia (porque ciertamente sospecho que hay más de un artículo ya escrito, además de los productos citados al comienzo). Vale: quería hablar de eso y de los panegíricos, un género periodístico tan delicado que no soporta la objetividad propia del oficio ni la estrategia propia del oficio, y cuyo protagonista no puede responder (dicho sea con permiso de Iker Jiménez). De hecho lo ideal sería poder hacer como el estadounidense Sandor M. Polster, quien, fallecido hace poco a causa de una de esas enfermedades que avisan, tuvo a punto y distribuido entre sus amigos su propio obituario desde que fue informado por los médicos de lo irreversible de su situación. Así se aseguraba Polster una información fidedigna sobre su figura a través de un distanciamiento al que sus amigos nunca se hubiesen atrevido. También se ahorraba acabar siendo vulgarmente elogiado por uno de esos jóvenes dinámicos, animadores culturales, que llama a dormir en los cajeros automáticos “un estilo de vida alternativo” y que hubiese comenzado su comentario sobre la muerte de Truman Capote escribiendo algo así como “incomprensiblemente no murió estrangulado por su propio foulard”. Aunque, bien pensado, uno prefiere eso al tradicional “odiado por unos e idolatrado por otros”. En fin: es una pena que García Márquez no esté en condiciones, según parece, de redactar el suyo.

 

juan_carlos_i_of_spain_2007

 

También quería hablar de la elección del día, y aun de la hora, porque hay que elegir un buen día para morir cuando se es célebre. Polster lo hizo, pues no competía más que con un clérigo de Damasco cuyo nombre he olvidado y que, además, era pro-Asad. Peor le fue a José Agustín Goytisolo, que hubo de compartir cartel con el poeta (y político) mexicano Jaime Sabines y, lo que es peor, con Juanita Reina, que naturalmente eclipsó a ambos en los periódicos de aquí y de allá. Pero todo esto son prevenciones que no necesitan observar ni Mandela, ni Gabo. Ambos tienen garantizadas por méritos propios cinco columnas en cada portada. Salvo que se mueran al mismo tiempo (piense el lector en los quebraderos de cabeza que debió suponerle a los maquetadores hispanos el reciente fallecimiento sincronizado de Margaret Thatcher y Sara Montiel) y media hora antes del cierre. Si tal cosa llegara a ocurrir, y yo fuese el rey, abdicaría ese día.

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Sobre Juan Carlos Suñén:

Se declara poeta por exclusión, crítico literario por inercia, profesor por necesidad, ocasional caricaturista y compositor frustrado. Vive actualmente en Magaz de Abajo, en el Bierzo, dedicado a la lectura, la relectura, la escritura y la reescritura mientras aprende a defenderse de una naturaleza poco dada al diálogo. A regañadientes, mantiene un blog (Magaz de Letras). Su última obra publicada es "La habitación amarilla", Bartleby, 2012.

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Comentario

  1. Beatriz Fabiola García Marín
    21/04/2013 at 14:17 · Reply

    Debo reconocer mi ingonancia, , pues no conocía a Juan Carlos Suñén, pero al leerlo me îdentifique con su artículo. Me agrado mucho.

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