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Occidente, del latín caer

Occidente, del latín caer

Por Miguel Ángel Serrano

La gran degeneración. Cómo decaen las instituciones y mueren las economías. Niall Ferguson. Traducción de Francisco J. Ramos. Debate. Madrid, 2.013. 204 páginas, 15,90 €. 

NiallFerguson, historiador británico de renombre y profesor de Harvard, es persona acostumbrada a los focos y a entrar en polémicas a veces un tanto disparatadas. Su posición ideológica de defensa del capitalismo hace que muchas veces la humareda del debate político no deje ver que algunos de sus planteamientos, discutibles como todos, ofrecen ideas para la reflexión que deberían incorporarse al análisis del estado de las instituciones democráticas occidentales: la discusión es necesaria para salvarlas y fortalecerlas.

Además, sus análisis culturales suelen pecar de anglocentrismo, sesgo por lo demás muy habitual. Sin embargo, La gran decadencia es un libro interesante pues pone el dedo en algunas llagas vivas y en algunas escoriaciones en franca corrupción.

El análisis se apoya en cuatro pilares que el propio autor señala como armazón metodológico, a saber: el gobierno representativo, el libre mercado, el imperio de la ley y la sociedad civil, de las que el autor sostiene que son cajas negras porque habitualmente se prefiere centrar el debate en otros términos. Apoyadas en tales pilares, las sociedades occidentales han podido prosperar y dominar el mundo desde el siglo XV, con consecuencias indeseadas para muchos pueblos. No es amigo el autor de suponer causas en lo cultural o religioso, sino en el hecho de que las instituciones proporcionen un marco legal suficientemente claro para que se desarrolle el progreso. Naturalmente, las definiciones sobre qué es el progreso no están en discusión, puesto que la posición de partida es casi smitheana: el progreso es el bienestar creciente, pero no se discuten las palancas de distribución del mismo o qué quiere decir realmente bienestar. Del mismo modo, la decadencia de las instituciones occidentales no necesariamente valora la pujanza de otros sistemas pseudo o no capitalistas, como el capitalismo de estado, o de otros modos de organización institucional no democráticos que alcanzan razonables cotas de prosperidad y participan de modo inesperadamente poderoso en el juego de los mercados, por más que resulten lesivas para algunos derechos fundamentales y por lo tanto condenables. Es decir, que a los males propios de Occidente, se une una competencia económica más sofisticada de otras zonas y modos culturales del mundo.

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Superadas estas premisas, no obstante, el análisis del libro ofrece perspectivas de diagnóstico inteligentes y propuestas de solución sobre las que será el lector quien deberá decidir si son viables o plausibles.

El primero de ellos se hace sobre el funcionamiento de las instituciones: si no está asegurada su calidad (las relaciones entre todas ellas, por ejemplo, o las fuentes de legitimidad no sujetas a elección o escrutinio público), es complicado que una sociedad se desarrolle, como lamentablemente vemos en algunos países precisamente subdesarrollados. La relación entre libertades políticas y libertades económicas parece clara para el autor. Así, la diferencia estriba en que las elites políticas sean extractivas (en la feliz denominación de Acemoglu y Robinson) o inclusivas. El asunto miliar se apoya en que sociedades como las europeas, en distinto grado, que han disfrutado de esta posibilidad de expansión pueden verse abocadas al decrecimiento porque se agota la potencia institucional, sea por el exceso de deuda o porque el entramado es tan complejo que resulta en parálisis.

El segundo pilar es el del mercado. Para el autor, la crisis financiera de 2.007 tiene en parte su origen en la excesiva regulación del sector financiero y no en que, como sostienen otros autores, la famosa desregulación de los 80 diera excesiva libertad. El problema de la ley no es que haya demasiadas regulaciones, sino malas regulaciones. La calidad legislativa, en sociedades tan interconectadas como las actuales, es básica para delimitar las responsabilidades, puesto que el peligro de contagio rápido (por ejemplo, un pánico bursátil) es evidente. Para Ferguson, la metáfora darwinista, que tanto éxito ha tenido entre algunos teóricos del mercado, no es pura, puesto que tiene algo de creacionista en la figura del regulador, que es finalmente responsable (y a su través, añadimos, los contribuyentes).

El tercer pilar es el del imperio de la ley, como garante de las operaciones e intercambios cotidianos de cualquier tipo entre actores diversos. Ferguson detecta cuatro amenazas: la tensión entre derechos civiles y salvaguardas de seguridad, la introducción del derecho europeo continental en la legislación consuetudinaria inglesa (lo que parece un gran pecado para el autor), la complejidad del derecho escrito, esto es, la sobre-regulación, y finalmente el coste de la misma para las empresas. Y además, que el imperio de la ley se ha visto sustituido por el imperio de los legisladores.

El cuarto pilar carcomido es el de la sociedad civil, que es la que, según el autor, debe liderar el necesario cambio. El problema es que el asociacionismo está en declive. Las afiliaciones a sindicatos, partidos o asociaciones retroceden, tal vez porque su utilidad no siempre queda clara. Y, añadimos nosotros, que en realidad en una sociedad con órganos de representación pagamos a funcionarios y políticos para que sean ellos quienes lideren las reformas. Puede ser cierto que la única esperanza de cambio sea la propia sociedad, pero eso no oculta que, en tal caso, hay una dejación, como poco, de los gobernantes.

En resumen, La gran Degeneración es un libro interesante, con algunos puntos de vista discutibles (como en cualquier análisis de este tipo, por otra parte) y también cierto pesimismo sobre el futuro de Occidente. Si el lector es de los que cree en un mundo regido por la concepción europea, o mejor, anglosajona, del mismo, probablemente se estremecerá.

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Sobre Miguel Ángel Serrano:

Miguel Ángel Serrano (Madrid, 1.965) es novelista, ensayista, poeta y crítico. Obtuvo el Premio José María de Pereda de Novela Corta del Gobierno de Cantabria con Tango, su primera novela, a la que le seguirían Jardín de Espinos y El Hombre de Bronce. Fue además finalista del Premio NH de Relatos con El Veneno del Profundo Pesar. Es también autor del ensayo histórico La Ciudad de las Bombas: Barcelona y los Años Trágicos del Movimiento Obrero y del libro de poemas Un presagio.

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