Primer bebé

Por Natalia Carrero

Después de toda la mañana en casa comportándome como un radar de cualquier necesidad de mi criatura de tres kilos seiscientos, decido salir. Voy a la farmacia para comprar las gotas de la bilirrubina que nos indicó la pediatra. Aprovecho para entrar en el mercado y comprar fruta. Casi cuatro kilos de comida no prefabricada van en la cesta del cochecito que empujo con orgullo y vergüenza. El orgullo lo muestra mi andar seguro, mi espalda erguida y mi abrigo de paño verde Jocomomola. Me sienta como nunca me ha sentado nada porque ahora tengo pecho. Doy de mamar y eso ha otorgado un plus a mi figura. Es una percha más conforme al mundo que me rodea. Soy una chica como las de mi círculo, nada diferente. Ahora incluso me peino mejor, y no solo con los dedos. La vergüenza me la callo porque, ¿quién lo entendería, si casi ni siquiera yo…? En el fondo esto de ser madre ha hecho conmigo algo que nunca nada había logrado, me ha sometido. Ha diluido en leche mi rebeldía que hasta los treinta seguía tan vigorosa. Esto de ser como todas, de anular mi punto de distinción, ¿a qué viene de repente? Esa espera plácida ante la puerta de la pediatra y esa fe ciega en ella y en todo lo que su sabiduría dictamine, amén, ¿a qué viene ahora, si yo siempre he sido descreída, escéptica e incluso malpensada? ¿Qué pasa si a mi bebé no le doy las gotas de bilirrubina? ¿Qué pasa si digo que me he dado cuenta del poder que poseo sobre el bebé, que puedo hacer con él lo que me dé la gana?

Sumida en la corriente algo alterada de mis pensamientos que son olas que asoman su cresta blanca como en cualquier tempestad comenzando por la de Shakespeare, casi me ahogo. Miro alrededor y me aseguro de que nadie nota nada extraño en mí. ¿Es esto una depresión postparto, una revolución hormonal? ¿Exactamente dónde estoy? El silencio que cargo viene de lejos y está borboteando, caldo de cultivo milenario removido con un cucharón de madera que va solo; unas palabras como de hechizo de bruja irrumpen tras cada burbuja espesa que cede lugar a la siguiente. No huele bien. No estoy viviendo una película sino que voy por la calle, ahora paso frente a la floristería Margarita se llama mi amor, macetas con un bulbo de narciso a 4 euros, empujando el cochecito de mi primer hijo, al que defino como un trozo de carne viva, un pollo que cabe en el horno, y siento que algo llama con rudeza desde dentro a mis labios sellados, exige mostrarse.

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The woven child. Louise Bourgeois

Ya que he dejado salir a esa criatura humana, también a lo otro, las palabras que ahora cobran esta forma, daré salida. Por primera vez en mi vida me propongo escribir y publicar porque tengo algo que decir. Todo esto hay que decirlo. Lo de la tempestad y el sometimiento. No sé cómo, pero lo haré, y en plan vanidosa escribo que ya que no tengo un trabajo y que soy vista como una madre más de las que no trabajan, una mantenida del montón, pues de todo eso haré una montaña, subiré a la cima y desde ahí, periódicamente, lanzaré mis panfletos, mis informes de cómo se ve todo desde este punto de vista tan maternal.

Operación llegada a casa. Abro la puerta del edificio. Cojo el cochecito con toda la fuerza de mis brazos concentrada en convertirse en los de Popeye, por algo estoy comiendo tantas espinacas y lentejas, y logro subir el tramo de ocho escalones. Resoplo y llamo al ascensor más lento del mundo. Entro el aparatoso vehículo, entro yo y, lentitud lentitud lentitud, subimos. Se abren las puertas, salgo y con una maniobra saco el cochecito al rellano. Tengo pis desde hace rato y las llaves en la mano. Abro y toda la casa vacía no está hecha de espacio; es un tiempo para mí, para lo que ahora mismo pienso hacer, aunque antes corro al baño mientras me quito el abrigo, lo suelto precipitadamente sobre el respaldo de una silla y cae al suelo.

En mi mesa de trabajo anoto esto que hoy, nueve años después, acabo de transcribir, retocar y enmarcar en un cuerpo de letra distinto.

De repente me doy cuenta de mi olvido, y noto esa sensación de la leche que sube y el pezón que se prepara. Corro a abrir la puerta y ahí está el cochecito, con mi primer bebé tan dormido hace más de dos horas. ¿Quién dice que siendo madre no se puede trabajar? A mí los bebés me han obligado a hacerlo. Mi primer libro se escribió con ellos pululando, y supongo que fue por y para ellos.

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Sobre Natalia Carrero:

Nació en Barcelona. Ha publicado dos novelas en la editorial Caballo de Troya, la primera se titula Soy una caja (2008) -ha sido traducida al inglés- y la segunda Una habitación impropia (2011). En ambas demuestra un mundo propio, tan intimista como perturbador.

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6 Comentarios

  1. Esther
    26/03/2013 at 12:48 · Reply

    un pollo que cabe en el horno!! geeeenial!!!

  2. 26/03/2013 at 15:31 · Reply

    Me encantó el relato, y me recordó un poco al estilo de “Máscaras” de un escritor chileno muy bueno, maestro de Duke, Ariel Dorfman. que me dejó substancialmente deseoso de seguirlo leyendo. Natalia Carrero sabe dibujar con gestos melancólicos y un dejo de ternura, un submundo incomprendido de la mujer que pocos han explorado desde una óptica tan realista como la suya. Felicidades por esta excelente obra.

  3. 26/03/2013 at 21:21 · Reply

    Qué fuerte! Mi cabeza como una batidora. Me ha encantado:
    Todo esto hay que decirlo. Lo de la tempestad y el sometimiento.

  4. Mar
    27/03/2013 at 07:42 · Reply

    Ya decía yo, tanto hablar del carro y dónde está el bebé.
    Me gustó

  5. 28/03/2013 at 23:12 · Reply

    Querida Natalia: Para mi es un placer haberte leído, sí qué fascinante tu relato, me ha gustado muchísmo, qué manera tan magistral de narrar sobre algo, que merece de mayor atención comos uele ser: La maternidad. Es un tema que aquí en México merece también de muchas adecuaciones. Recibe un abrazo

  6. RehtseRu
    03/04/2013 at 12:38 · Reply

    Decía que ésta escritora es buenísima; tiene fuerza, sensibilidad e inteligencia. Óle

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