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Quince días para acabar con el mundo

Quince días para acabar con el mundo

Por Sergio del Molino

Quince días para acabar con el mundo. Manuel Astur. Principal de los Libros. Barcelona, 2014. 331 páginas. 19,50 euros.

El suicidio de Kurt Cobain, del que se cumplen ahora veinte años, expandió la forma más intelectualizada de moda adolescente de la que se tuvo noticia desde el existencialismo (si me aceptan existencialismo como moda juvenil). Pocas corrientes han expresado con tantoacierto estético el nihilismo melancólico de un chaval blanco con acné atrapado en un pueblo perdido, como la que inspiró la música de Nirvana. Hasta la Jerusalén que escogieron, esa Seattle lluviosa y casi ártica que quedaba a desmano de todos los mapas, en el culo de Estados Unidos, se parecía mucho más a un burgo provinciano que a Manhattan. No es que en las anteriores ciudades soñadas del pop no lloviese ni hiciera frío. Londres y Nueva York tienen un clima espantoso, pero lo compensan con charme y glamour. De Seattle sólo sabíamos que llovía a todas horas y que estaba ridículamente lejos de todo. La historia del grunge sólo podía acabar en suicidio. Lo sabían todos los chavales de pueblo que escuchaban SmellLikeTeenSpirit en su habitación, atufándose con su propia peste adolescente.

Si había algo peor que tener acné en tiempos de Nirvana, cuando el pop ya no ofrecía paraísos artificiales a los que huir, era tener acné en tiempos de Nirvana en un villorrio asturiano más perdido aún que Seattle. Ese es el decorado de la primera novela de Manuel Astur, Quince días para acabar con el mundo (Principal de los Libros), cuya publicación coincide oportunamente con el vigésimo aniversario de la voladura de cabeza del mesías de los pantalones anchos. Una novela a dos voces, con dos tramas autónomas que confluyen al final, el día del suicidio de Cobain, el 5 de abril de 1994. Es la historia de dos hermanos enfrentados a la asfixia de un mundo que no les deja apenas huecos para respirar.

Pero el grunge, que tan importante parece en los reclamos paratextuales del libro, es en realidad un leitmotiv muy leve, apenas un ruido de fondo. Aunque me recuerda a veces a El club de los canallas, de Jonathan Coe (una novela ambientada en la eclosión punk inglesa de finales de los setenta), la música no ocupa un lugar central en el universo narrativo. Quince días para acabar con el mundo queda muy lejos de Nick Hornby y se estructura como una Bildungsroman de corte clásico, bien planteada en tres actos y con final conciliador y cerrado.

Las dos tramas se alternan en capítulos sucesivos. Una, la de Manuel, está narrada en una tercera persona que es un falso narrador omnisciente. La otra, la de su hermana (la Anoréxica o la Roxa), empieza presentándosecomo un diario y acaba en forma epistolar. Son demasiados recursos que, a primera vista, complican innecesariamente la estructura y parecen zozobrar en algunos momentos, ralentizando mucho la acción y ahogándola en un horror vacui de detalles, pero, en la tercera parte, se empastan muy bien, y la novela logra una unidad tanto estética como significativa que parecía imposible de alcanzar.

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Creo que todas las novelas de aprendizaje tienen algo en común con las novelas juveniles de fantasía. En esta, el paralelismo me parece evidente. En la literatura juvenil fantástica es frecuente que el mundo onírico donde suceden las aventuras sea un refugio contra lo gris y la miseria del mundo real. El Nuncajamás de Peter Pan, Wonderland, el País de Oz y hasta la escuela Hogwarts son lugares imaginados donde los protagonistas encuentran una felicidad y unas emociones que se les niegan en sus vidas cotidianas. Saber que existe esa otra realidad donde pueden proyectarse hace soportable la asfixia de sus días. En Quince días para acabar con el mundo, Manuel halla ese refugio en la música guitarrera y desmadejada de Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden y el resto de apóstoles de Seattle. Mientras escucha sus casetes, fantasea con un futuro de estrella del rock en el que se venga de las chicas que le despreciaron, de sus padres, tan ignorantes y brutos, de sus hermanas y de todos los paletos de su pueblo asturiano donde siempre está lloviendo. La diferencia con los mundos soñados de la literatura juvenil es que Manuel, a diferencia de Alicia, de Peter Pan o de Harry Potter, no cree que exista, por eso no se esfuerza en huir hacia él. Más que perseguirlo, se agarra a él con desgana.

La hermana, en cambio, no dispone de ese refugio. Su forma de defenderse de la hostilidad del mundo (muy amarga en su caso, pues es víctima de acoso en el instituto) es narrar sus miedos. En la segunda parte de la novela, es un psicólogo, Juan, quien incentiva esa forma de enfrentarse a los problemas, animándole a escribir mucho. Sin embargo, la confesión no le ayuda, aunque al principio parezca que sí. La paradoja es que, mientras Manuel, tan ingenuo y frágil, consigue al final sobreponerse, su hermana naufraga sin remedio, de una forma que no puedo desvelar sin estropear el final. Intuyo una moraleja implícita: que los sueños y las fantasías de futuro, por delirantes que sean, son cruciales en la educación sentimental.

Me ha interesado mucho el uso del paisaje como proyección anímica de los personajes. Hay un par de reflexiones muy ingeniosas sobre cómo la lluvia ha condicionado el carácter de los asturianos y, en general, la prosa fluye bien, con destellos de intensidad lírica bien logrados que nunca caen en lo cursi. Si bien es cierto que el estilo de Astur brilla más en el registro coloquial que cuando el narrador en tercera persona se distancia. Los diálogos y algunas partes confesionales de los diarios de la hermana se encuentran entre lo mejor del libro, algo notable en España, un país donde muy pocos narradores dominan el arte del diálogo y los coloquialismos. Sin embargo, en otras partes (aquellas en las que el narrador quiere ser más convencional), la prosa se vuelve demasiado plana. Incluso se atasca en adjetivaciones tópicos, rimas internas y un exceso de adverbios en mente que denotan un descuido estilístico que rompe el ritmo de la lectura. Puede decirse que la prosa es irregular, alterna pasajes brillantes con otros fallidos o escritos al descuido, y quizá esto se deba a la cantidad de técnicas y registros que usa Astur, puede que por su empeño en demostrar lo ducho que es en su arte, anteponiendo la exhibición a la eficacia narrativa.

Pero no es esto (un rasgo, por lo demás, muy común en una primera novela en la que el autor se siente impelido a demostrar algo) lo peor de Quince días para acabar con el mundo. Lo peor tiene que ver con la edición, algo más que mejorable. Incluso desastrosa en ciertos momentos. Es penoso que la editorial no se haya esmerado en la corrección y en la edición, pues el texto está plagado de erratas y de algunas faltas de ortografía inexcusables. Muchas más de las atribuibles a un despiste razonable. Quince días para acabar con el mundo me descubre a un autor cuya carrera me apetece seguir, con un mundo propio, sentido del humor, inteligencia y una sensibilidad refinada que nunca cae en lo cursi. Es un libro interesante (una feliz rareza, en realidad: la novela rural de aprendizaje con fondo musical es algo casi inédito en España) que, en manos de un buen editor de la vieja escuela, de un Herralde o de una Beatriz de Moura, podría haberse convertido en un libro muy poderoso, mejor estructurado y con menos altibajos. Cuando los adalides de la autoedición se preguntan para qué sirven las editoriales, siempre pongo ejemplos como este: un mal editor puede estropear un libro prometedor, mientras que uno bueno puede hacer de ese mismo libro prometedor una novela redonda. Astur merece mejor suerte en el futuro en ese sentido. Ojalá la encuentre.

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Sobre Sergio del Molino:

Sergio del Molino es escritor y periodista nacido en Madrid en 1979, aunque reside en Zaragoza y le gustaría haber vivido en una mansión eduardiana del sur de Inglaterra a mediados del siglo XIX. Su última novela es La hora violeta (Literatura RandomHouse, 2013), premios El Ojo Crítico y Tigre Juan. Grafómano e incauto, no deja nunca de escribir, en libros, periódicos y revistas tanto de papel como digitales, y casi siempre sobre literatura, que es como escribir sobre todo y sobre nada. También da la tabarra en algunas radios y teles. Su verborrea le causa muchos disgustos y, de vez en cuando, alguna alegría.

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