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Sentirse como el hijo de Bonnie y Clyde

Sentirse como el hijo de Bonnie y Clyde

Por Laura Fernández

Canadá. Richard Ford. Anagrama. Barcelona, 2013. 510 páginas, 20 €.

Amante del detalle cotidiano hasta el extremo (¿qué es la trilogía Bascombe sino un minucioso recuento de día a día de un periodista deportivo que acaba convirtiéndose en comercial inmobiliario y perdiendo a su familia por el camino, en una América a la que le traen sin cuidado los tipos que la pueblan?), Richard Ford construye (siempre atento al mínimo gesto, “la cara suave de miope, las manos pequeñas y frías, el aliento dulce por el dentífrico de Ipana y acre por el té” de la Madre Condenada, Neeva), la tragedia bonnieyclydenesca de los Parsons, una familia autoinmolada por una deuda que enmascara el deseo juvenil de un padre, ex Fuerzas Aéreas, que siempre ha soñado con convertirse en el Clyde Chestnutt de Montana. Familia de la que salen despedidos Berner y Dell Parsons, los gemelos quinceañeros de la pareja protagonista (el sonriente e impulsivo Bev y la culta aunque sumisa Neeva), obligados a vivir por su cuenta después de que sus padres cometan el atraco que Ford anuncia (con la voz del joven Dell) en la primera frase de la novela (un arranque con pinta de clásico: “Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después”). ¿Y viven por su cuenta en Canadá, como promete el título? Oh, no exactamente. Digamos que Dell no vive por su cuenta, sino por cuenta de un misterioso personaje (pero sí en Canadá) y que, aunque Berner sí lo hace, sí vive por su cuenta, no lo hace en Canadá, sino en San Francisco.

La construcción de personajes, como es habitual en Ford, es de otro mundo. Ford los esculpe en piedra (todos sus personajes parecen sacados de una novela de John Steinbeck y, en ese sentido, Canadá es a todas luces la más sureña de sus historias, pese a que transcurre en el Norte de Norteamérica), los dota de aristas (casi siempre puntiagudas, incluso en los más inesperados: atentos a la escena de sexo que sigue a la partida de Bev y Neeva) y los encierra en un mundo que da vueltas al margen de sus propias penas (y sus sueños). Dell, eje y voz de la novela, es un buen chico que lo único que quiere es seguir yendo a la escuela y aprender más sobre las abejas, y más sobre ajedrez, porque es fanático del ajedrez y sueña con ir a Moscú para conocer a los grandes genios y, quién sabe, tal vez poder batirse algún día en duelo con ellos. Un buen chico pervertido por un accidente (el atraco) que no tiene tanto de accidente porque, después de todo, Bev (el Padre) podría haber conseguido los dos mil dólares que le pedían los indios cree (con los que anda trapicheando desde el inicio de la historia) de cualquier otra manera. Pero decide atracar un banco. Porque, como acaba concluyendo Dell, “se estaba convirtiendo en lo que siempre había querido ser”. Sí, el maldito Sueño Americano. Sólo que un Sueño Americano de desvío. De Chico Malo cansado de hacer el Bien. De aventurero maldito. Como siempre, mejorado por el barniz cinematográfico (antológica es la escena en la que Dell y su padre salen del cine y se topan con el supuesto coche de Bonnie y Clyde, convertido en un coladero y Bev prácticamente se emociona).

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Desde Canadá, Ford arremete contra América, asegurando, en boca del misterioso personaje que acoge a Dell (el casi abogado exiliado por voluntad propia que regenta un hotel lleno de cazadores, Arthur Remlinger), que los americanos tienen miedo al fracaso y destruyen todas las pruebas del mismo que consiguen encontrar (lo hace cuando asegura respecto a su amiga, la pintora Florence, lo siguiente: “Ya no quedaban posibilidades de éxito. Los estadounidenses tienen mucho miedo a eso. Ahí abajo tienen un encaje erróneo de la historia”). A la soberbia (y a la vez, gris) odisea del pequeño Dell se suman el puñado de dardos envenenados que Ford, narrador de altura (nadie como él es capaz de hacer interesante hasta las tortitas de nata agria que los protagonistas toman de desayuno cuando siguen siendo los Parsons), lanza contra su país y los despiadados engranajes de la vida adulta en la jungla, la feroz jungla o el insidioso Lejano Oeste que en los 60 y aún hoy sigue cobijándose bajo la omnipresente bandera de barras y estrellas.

Pero no sólo eso. Ford, siempre dispuesto, como los grandes, a dar lecciones, lecciones como la que aprendió Tom Sawyer sometiéndose a la orden de pintar la valla que rodeaba la casa de la tía Polly, le dice a su protagonista, a través de la mencionada Florence, la bohemia Florence, que la vida “se nos da vacía” y que nosotros somos los responsables de “llenarla”, nosotros, dice, “tenemos que inventar la parte feliz”, máxima que recuerda a la dura argumentación de Lionel Shriver, en la poderosamente cruel y perversa y aún así enorme Tenemos que hablar de Kevin, al asegurar que, ciertas personas, en concreto, en ese caso, los padres de la protagonista, “no saben para qué sirve la vida” y se limitan a tratar de ocupar su tiempo libre sin preguntarse, como se preguntaría Florence, si están tratando de inventar esa parte feliz que nadie piensa inventar por ellos. Como diría W.B. Yeats, “Nada puede ser solo o entero que no haya sido desgarrado”, y Dell y su hermana van camino de convertirse en Alguien, Alguien Desgarrado, sí, pero Alguien al fin y al cabo, en ésta, a todas luces, obra magna del minuciosamente portentoso Richard Ford. Nadie como él para hacer que el lector contenga el aliento (o lo que ocurre cuando los chicos Parsons visitan en la cárcel a sus padres el día siguiente de su detención, con la intención de llevarles gel, champú y una toalla; el doloroso cartel SUICIDA que pende de los barrotes de la celda de su madre) y trate de vivir luego, una vez todo se ha acabado, una vez todas esas vidas han vuelto a ser interrumpidas, con lo leído.

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Sobre Laura Fernández:

Es periodista, escritora y crítica literaria y musical. Sus últimas novelas son “La Chica Zombie” (Seix Barral) y ‘El Show de Grossman’ (Aristas Martínez). Actualmente colabora en Vanity Fair, Qué Leer, El Cultural, La Luna de Metrópoli, El Mundo y Go–Mag. Antes pasó por Super Pop y fue reportera de televisión. Mucho antes trabajó en un videoclub y montó una banda. Es autora de la ‘sit–com’ galáctica ‘Bienvenidos a Welcome’ (Elipsis, 2008) y de la sátira superheroica ‘Wendolin Kramer’ (Seix Barral, 2011). Quimera ha publicado dos de sus historias de Rethrick (‘¿Por qué, por todos los dioses galácticos, tenía que ser ELLA?’ y ‘Cafeteras de Otro Mundo Vanderbilt’), y la tercera (‘¡Maldita seas, Doris Dane!’) fue incluida en la BLACK PULP BOX (Aristas Martínez, 2012). Otro de sus relatos, ‘Oh, Vinnie Kansas, ¿no harías tú lo mismo?’ formó parte de la antología ‘La lista negra. Los nuevos culpables del policial español’ (Salto de Página, 2009).

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