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Ser punk y gritar silencio

Ser punk y gritar silencio

Por Violeta Serrano

Las poseídas, Betina González, Tusquets, Argentina/España, 2013, 16€

 

Recé diez minutos cada mañana antes de empezar la lección. Entoné el mea culpa sin saber muy bien de qué cuerno me hacía responsable. Me reprocharon que  jugara al fútbol en los recreos, no sé si porque era capaz de meter gol en mi propia puerta o porque les preocupaba que mis tetas se olvidasen de salir. Por las dudas, me pidieron que fuera a saltar a la comba con las niñas. Fui un rato, pero luego me cansé y me largué a charlar de nada con el niño gitano que lucía bigote antes de llegar a la docena. Una señora mayor, por mi bien, fue corriendo a alertar a mis padres. Mi amigo Ismael y yo nunca nos tocamos siquiera, pero la realidad es algo que importa muy poco cuando loquebienpodríaser le gana el pulso. Al poco tiempo dejé la escuela de los Hermanos y la sala se calmó. Todo volvió a su orden lógico: el grupo de niñas revoloteaba alrededor de la más rubia y el de niños aprendía a chutar a puerta formando equipos por orden de nivel de virilidad en las botas.

Me cambié de centro de estudios pero de todas formas, en el nuevo, había una niña muy guapa, aunque morena esta vez, que tenía un círculo de veneración asociado y, además, era la novia del más fuerte, más sano, más hábil con la pelota; del nene que siempre elegía primero quiénes serían sus jugadores. Creo que aún hoy siguen juntos. No importa. El caso es que yo vomité mi infancia en el campo de fútbol y dejé de rezar. Me puse a leer libros que había por casa, sobre todo los que mi padre había traído de estranjis en plena dictadura cuando consiguió pasar de vuelta, y a pie, la frontera de Francia. Las tetas me fueron creciendo sin remedio. Las manos cada vez se me torcían más. Empecé a rasgarme las camisetas, abandoné las clases de piano y me puse a cantar como loca La Polla Records por los rincones más rancios de un pueblo castizo de la España profunda donde algunos, la verdad, tienen aún hoy añoranza de Caudillo por aquello de que “con Franco vivíamos mejor”. Con el pelo tintado de rojo y pendientes por todas partes, sacudí las caderas al compás de una música del demonio. Me hice punk y grité muy fuerte cosas que la señora mayor que denunció mi relación con el gitano no entendía. La señal de la cruz y un cabeceo de negación fueron toda su respuesta a esa infamia incomprensible.

lasposeidas

A López, la narradora de Las poseídas, le pasa algo así. La joven necesita gritar y sólo le sale silencio. Comprende más de la cuenta y no encaja en su espacio-tiempo. El colegio de monjas la confunde más que la aclara y se ve en la necesidad de elegir entre el estigma de ser puta o virgen. Y decide que mejor ser puta, claro. Y para eso hay que ir con todo: follarse a un milico desconocido en un palomar, enmendando eso del Espíritu Santo a golpe de autoridad. Mientras la otra, la popular, la que con sólo una sonrisa vuelve loco a todo adolescente que se encuentre a un kilómetro a la redonda, se da besitos inofensivos con un cadete que, seguro, dirá después que fue él quien se la cogió. Aunque mienta: no pasa nada porque no va a venir San Gabriel a anunciar a nadie nada nunca. Y así López es un poco más viva que el común de las mortales que habita el colegio de monjas de Olivos, Buenos Aires, años ochenta, dictadura militar recién terminada.

Y en ese momento exacto, de pastel recién salido del horno que es mejor que aún no te comas a riesgo de que te caiga mal, llega Felisa. La nueva, la extraña, la que todas odian o temen o no saben bien qué les pasa. Porque lo nuevo, ya todos sabemos, mata la calma. Aunque en realidad, más que temor, lo que hay que tenerle es piedad. Hija de la barbarie, el personaje de Felisa es la metáfora de un país que se despereza del horror de pintura fresca que aún ahoga los pulmones. Que por momentos se quiere matar y otras veces prefiere ser matada. Mamá tiene bastante que ver en ese impulso suicida. Vera, la madre muerta, la accidentada por un pie de Felisa clavado en el acelerador. Esa mujer, la madre bien puta, esa sí, Vera, digo, podría ser un guiño a la Lolita de Nabokov, a una Lolita que, cuando su cuerpo no es ya más el de una niña, desea seguir saciando a su amante con otros sexos pueriles. El de su hija también sirve, claro, porqué no. La barbarie tiene esas licencias.

Y López, ante tal conocimiento, quiere quejarse, quiere reventar en serio, no conformarse con un pataleo ínfimo, quisiera ser como un militante en época de desaparecidos y fusilados, para poder jugarse el tipo, para saber si tiene huevos a cruzar una frontera con un libro prohibido o para conocer hasta qué punto un botín del ERP en un Colegio Militar bonaerense es una vergüenza anónima. Pero el tiempo de los revolucionarios ha pasado de largo cuando la protagonista despierta a la vida. Y grita bien alto pero le sale silencio. Por eso la elección de la voz narrativa es tan adecuada en esta novela. Betina González hace un juego inteligente para ser certera con ese personaje que enuncia desde otro lugar, desde el recuerdo de la adolescente que fue. Se desdobla para marcar la ruptura, la decisiva pérdida de la inocencia de la protagonista. La iniciación al mundo. Porque fue López la que más se acercó a la locura de Felisa, la que descifró el enigma de la violada, la que calló y supo, entre otras cosas, que las más lindas niñas tienen también secretos oscuros, que no hay perfección en la Tierra y que, por cierto y sobre todo, eso no hay Dios que lo arregle.

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Sobre Violeta Serrano:

Es licenciada en Filología Hispánica y Francesa por la UAB con el reconocimiento de Premio Extraordinario. También allí estudió Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, finalizando a través de un intercambio con la Universidad Torcuato Di Tella de Buenos Aires. En 2013 realizó el Máster en Creación Literaria de la UPF de Barcelona. Además, ha trabajado para la RAE, como investigadora para la UAB y como profesora en Francia. En la actualidad colabora con diversos medios digitales y mantiene un blog personal en Sigueleyendo. En este tiempo ha escrito una novela, un poemario y ha recibido menciones en varios premios literarios tanto nacionales como internacionales. Ahora vive en Buenos Aires y cuando va por la calle tiene la costumbre de zapatear por bulerías en las alcantarillas que no despiden humo, cosa que en los porteños, hoy por hoy, siembra inquietud. Información y contacto: www.violetaserranogarcia.com

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Comentario

  1. Eleuterio
    06/12/2013 at 12:05 · Reply

    Buena reseña, aunque la preferiría en castellano, puro. Por tu origen,digo.

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