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Sobre un tablón podrido o el caso del escritor rechazado (carta a una editora)

Sobre un tablón podrido o el caso del escritor rechazado (carta a una editora)

Por Francisco Solano

… la desagradable impresión de caminar por un tablón podrido

Julien Gracq

No tengo, de momento, muy claro el sentido de esta carta, y seguramente ahí reside la razón de que la escriba. Si lo conociera, si supiera que tiene algún sentido, debería admitir que su intención sólo puede ser práctica; lo cierto es que irremediablemente se provee de eficacia y reclama alguna respuesta. Viene originada por la frustración, aunque aprovecha su energía para no caer en el resentimiento. No hay en este propósito ninguna aureola dramática, pero no puede desalojar la desesperación. Esa desesperación tiene que ver con el lugar vacío de la literatura, con su anulada vigencia en el espectro social.

Acaso no esté de más recordar que la literatura representó, en un tiempo no demasiado lejano, una aspiración del espíritu, y esa tentación de belleza a unos los llevó a la máxima riqueza imaginativa y a otros a la destrucción y la locura. Incluso quienes tantearon la forma de un sueño sin conseguir atrapar su radiación, murieron con el consuelo de que otros, mejor abastecidos de talento y determinación, habían traspasado el umbral y regresaron con los frutos de una experiencia que ampliaba los confines de la realidad. La literatura era entonces una tentación y un riesgo, y entregarse a ella podía acarrear graves consecuencias, pero su oceánico movimiento alcanzaba a todos, como la claridad de la luna. La literatura misma, el destello en la oscuridad, era la recompensa.

Hoy, aunque conserva un apagado resplandor, la literatura está absorbida por el comercio, y se mueve perentoriamente bajo los ímpetus de la oferta y la demanda. Siempre ha sido así, no obstante, pero la función de la rentabilidad, en épocas anteriores, era más bien dudosa, y en muchas ocasiones, sospechosa. El exceso de aceptación del público traía aparejada la equivocación; se decía, con cierto malabarismo conceptual, que el éxito, la fama o el reconocimiento eran la consecuencia de un equívoco, que la unanimidad rebajaba el valor artístico. Del público actual puede decirse que impugna lo mismo que desea. Aquello que le llega debe traer un consenso, pues esto es lo que el público suscribe: no sufrir modificación, es decir, no renunciar al orden establecido. La literatura, sometida a estas eficiencias, se expone para confirmar y mantener inalterable lo que ya se conoce.

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Con convincente precaución, pero juiciosamente oportuno, Julien Gracq señaló, al principio de su elegante panfleto La literatura como bluff: «No sabemos si hay una crisis de la literatura, pero salta a la vista que existe una crisis del criterio literario». Es obvio que esa crisis del criterio no puede achacarse sólo al público. Por muy relapsas que sean las maniobras de atracción que dirigen sus impulsos, el público no es definitivamente idiota. No diré lo contrario: que padece de insatisfacción y espera algún advenimiento. Pero entre la insustancialidad y la redención se extiende un campo, tal vez lleno de peligros, del que se ha decidido prescindir. En este campo operaba antes el editor abonándolo con su intervención. El editor no era entonces un mercader de paños que traficaba con la moda; más bien, si se me permite el exceso, era quien proponía paramecios en las telas de color uniforme o el ancho de mangas si predominaban los chalecos. Y no es que la función del editor radique en ir contra lo imperante, pero añadir más de lo mismo socavaba su virtud. Intervenir supone remover la calma, no empujar en un lago una embarcación de corcho. ¿Qué ha sucedido para que el editor se prevenga de la literatura? Hoy no existe —dicen— lo que no es rentable. Pero ¿cuándo ha sido rentable la literatura? Su rentabilidad, en todo caso, nunca ha sido inmediata. Puede llegar a ser rentable si se convierte en patrimonio; entonces, reconozcámoslo, es rentabilísima: da de comer a editores, impresores, libreros, catedráticos, críticos, periodistas, publicistas, y es motivo de promoción de tesinandos. Vista por el lado de la economía, el patrimonio literario es un valor estable.

El hecho calamitoso es que la literatura ha debilitado su significado. Ya no forma parte de la experiencia de la lectura. Se lee para informarse; la información se despliega como una masa de nubes que cubre el horizonte. Masa de nubes o niebla, hay que orientarse en la algodonosa información, averiguar las coordenadas del tiempo que marca el calendario, buscar el acceso para reconocer la época que nos ha tocado vivir. La información gestiona la actualidad, se acomoda al aquí psíquico del lector o adopta una narración subsidiaria de su biografía. Y aunque la literatura no es emanación de la actualidad, se nutre de su moralidad y se sirve, de paso, del trasiego que los hombres mantienen con los artilugios que usan a diario. La lectura realizada para adquirir información se desvía de la forma artística. Admite, no obstante, que una expresión ajustada, inesperada o bella, es más valiosa que una frase predecible o convencional; pero se altera si la escritura reclama atención sobre su propio funcionamiento. Algo dramático sucede cuando al lector se le exige que tenga en cuenta, dicho en términos antropológicos, los ritos de paso, que leer no sea una mera desviación de los hábitos cotidianos, sino la confluencia donde estalla el significado. Así pues, se debería leer para probar suerte con la revelación, no para matar el tiempo.

Estas reflexiones, más bien urgentes y descompuestas, han surgido después de una conversación telefónica con una editora. Atendiendo a los hechos, conviene informar que esa editora tenía a examen una novela del que suscribe. Este autor ha publicado siete libros —novelas, un libro de viaje, prosa variada, una biografía— y durante algún tiempo ha gozado de cierto prestigio o recelo como crítico literario. No es un hombre que haya sabido gestionar eso que antes se llamaba carrera literaria. Ninguno de sus libros ha conseguido traspasar los límites de una recepción discreta; la crítica, sin embargo, se ha mostrado tolerante con sus escritos y en alguna ocasión ha alabado sus propuestas. No obstante, no ha logrado establecer puentes sólidos de comunicación entre la orilla de su mundo literario y su destinatario natural, que tal vez —si en efecto existe ese destinatario— no se ha percatado de su existencia o pertenece a la improbable masa ignorante de esa literatura. Con este historial, por lo demás incrustado bajo un clima dominado por el empeño empresarial, las editoriales que han recibido su nueva novela no ven en su publicación una acción que los estimule a la aventura. Caigo en la cuenta de que esta palabra —aventura— viene con adherencias inapropiadas en este contexto. Pero acepto su intromisión por la calidad de su resonancia: desprende la frescura de matorral de las lindes de un bosque. En algo hay que apoyarse para que la constitución de escritor que aquí voy esbozando no se difumine del todo. No haber tenido éxito, pero tampoco haber sufrido fracaso, coloca su figura en una tierra poco propicia a la identificación. Y si insiste en ejercitarse en una escritura literaria, no en utilizar sus destrezas para elaborar libros que tanteen la rentabilidad o el éxito, no es improbable que la masa receptiva, indiferente al fracaso, lo coloque entre aquellos que han perdido la oportunidad de hacerse un nombre, o como sucede ahora, una marca de referencia que propicia la venta de libros.

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Recojo, a continuación, un texto de décadas pasadas donde ya me explayaba sobre el asunto, y lo inserto aquí entre paréntesis: (La transmutación de los valores de que habló Nietzsche se ha degradado hoy en caricatura. No ha sido transmutación, en efecto, sino amasijo, y de esa masa informe brota un hedor insoportable. A ese hedor, a falta de otro nombre mejor, se le llama éxito. Como si fuera la única certeza necesaria, el éxito ampara a quienes lo alcanzan, revistiéndoles con un manto de impunidad. No hay, actualmente, ningún novelista de éxito a quien la estructura mediática (periódicos, radio, televisión) no adhiera a su cuerpo algo así como un púlpito desde donde arrojar sus ocurrencias, invectivas y deseos. El éxito, por tanto, además de una notable provisión de fondos económicos, supone la apropiación del lugar de la palabra. Claro que ese lugar es un espacio confuso, o para ser más precisos, no es confuso el lugar sino la concurrencia de voces, la multiplicidad de hablas, que no de discursos, que «el viento mueve, esparce y desordena». La función del púlpito, en otros tiempos, era administrar la fe, y tanto los anatemas como las apologías eran previsibles o amonestaban lo ya sabido. Pero se trataba, en todo caso, de un discurso, en cuyo enunciado había una concepción del mundo. Ahora el escritor de éxito y púlpito administra, por un lado, los retruécanos de una creencia que se traduce en sentirse satisfecho de sí mismo, y por otro en la más pedestre de las tautologías, esa que consiste en repetir, hasta la extenuación, «yo soy yo», en un patético esfuerzo por destacar el acento propio en el coro de ecos que repiten lo mismo.

El escritor ha sustituido a la literatura, y desde esos púlpitos mediáticos no se oye otra cosa que nombres y apellidos, es decir, marcas de fábrica que garantizan la bondad del nuevo producto. La recepción pública, acorde con la generosa recepción crítica (para quien una novela, por el hecho de estar escrita, ya es una obra literaria), acepta sin pestañear, obediente a la oferta, guiada por los estímulos del mercado, que lo último es siempre mejor que lo anterior, que lo más reciente es mucho más fresco (se digiere bien, como las verduras, y conserva todas las vitaminas), y que un escritor vivo es tangible, real, un contemporáneo, alguien como usted y como yo, accesible, simpático, que se expone a nuestra admiración, que firma libros, responde con naturalidad y habla de la vida, a diferencia de los escritores muertos, que se expresan con una extraña ambigüedad y hay que recurrir, además, a sus libros, sin el consenso social y sin su alentadora presencia. En esta escenografía de luces restallantes, la literatura no está considerada como una de las bellas artes, ni la novela apreciada como género de expresión de la experiencia, de desvelamiento del conflicto del individuo con su tiempo cuyos dictados apelan a la compasión y a la inteligencia, sino que es una entidad borrosa que corre el riesgo de pasar inadvertida, o neutralizada bajo el marasmo infinito de nuevas novelas que amenazan con sepultar su razón de ser. «Escribir una novela —escribió Benjamin— significa exponer en su forma extrema, en la exposición de la vida humana, lo inconmensurable.»

¿Qué novelistas recientes han hecho suyo este propósito? Para un lector educado en la complejidad y composición de las grandes novelas (El Lazarillo, Gargantúa y Pantagruel, Madame Bovary, El proceso, La muerte de Virgilio) leer las recientes novelas predispone, cuanto menos, a la melancolía. ¿Quién, en su sano juicio, puede soportar tanta banalidad, cuyo máximo espesor narrativo es imitar, mal que bien, una peripecia de telefilm, una trama de bordado en punto de cruz, unos personajes tan leales a su conciencia que se despeñan en el autismo, unos argumentos que se fundan en un itinerario de bares o en la compulsión sexual? No obstante, es evidente que existe un público muy predispuesto a no despegar la lectura del campo del ocio, y así la tarea de leer es una visita al parque de atracciones, un poco agitada, pero de la que se sale sonriente, acorde con la alegría reinante.

En estas circunstancias es difícil concebir la obra literaria fuera del territorio de la información, pues ésta ha contaminado el estilo y la densidad del género novelístico. La crítica, en concordancia con los tiempos, hace ya tiempo que renunció a separar el grano de la paja. El periodismo ha invadido, en efecto, el lugar de la palabra antes ocupado por la literatura, y ya no hay diferencias, o son imperceptibles, entre un buen reportaje y aquello que aporta una novela. Rendido ante los beneficios de la velocidad, el novelista coopera en el engrasamiento de esta maquinaria (muy rentable como bolsa de trabajo) con el fin de convertirse en manufactura, en noticia, además de acceder a un estatus social de renombre que se surte, paradójicamente, del anticuado prestigio del artista como disidente.

La lectura social opera, igualmente, sobre la información. Cierto, se leen muchas novelas, pero del mismo modo que se leen prospectos o guías de turismo. No hay conocimiento ni experiencia de la lectura, sino utilidad, consumo, distracción de la responsabilidad. No creo, en consecuencia, que a esa relajación se la pueda llamar leer. Pero esto ya lo dijo hace un siglo Oscar Wilde, con muchísima precisión y gracia: «En los viejos tiempos los hombres de letras escribían los libros y el público los leía. Hoy en día el público escribe los libros y no los lee nadie».)

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El texto precedente fue escrito hace aproximadamente quince años, o sea que la situación actual, una prolongación e intensificación de los males que allí se apuntaban, ya se veía venir. Retomo la noción de aventura, que quedó interrumpida. La utilizo por su claridad y porque semánticamente permite enzarzarse en su sentido sin resultar al cabo demasiado hiriente. ¿Hasta qué punto un editor merece tal nombre si en su tarea no figura una predisposición a publicar obras literarias? Se me dirá que el enunciado es vagamente operativo: «Señor mío, se siguen publicando obras literarias; pásese por una librería y allí verá que las mesas de novedades rebosan de literatura». Y, en efecto, no sólo rebosan, también rebasan toda expectativa, y para el curioso se diría que se encuentra en un paraíso de tentaciones. Pero ¿no es claramente perceptible, igualmente, una vejatoria homogeneidad, una indudable mercantilización, una mayoritaria apuesta por el entretenimiento? Los libros destinados al ocio y la distracción no se ocupan hoy de un ámbito del que en tiempos anteriores no se hayan ocupado; la diferencia es que ahora sólo se ocupan de ese ámbito. Cierto que, apartando la vista de las babélicas torretas de libros, desviándonos de esas mesas, podemos escrudiñar algún volumen inesperado, tal vez arrojado ahí, entre las histéricas novedades, como una premiosa inconsecuencia: un ensayo sobre el talento para la metáfora, un libro titulado Non olet, una colección de cuentos de una magnífica escritora rumana, cuyo título, Proyectos de pasado, parece pronosticar que no todo está definitivamente perdido. En la selva no sólo habitan serpientes, también hay orquídeas, aunque es necesario despejar la abrupta maleza y adentrarse por oscuros corredores. Esos descubrimientos son cada día más laboriosos; editoriales en las que tradicionalmente se podía confiar, se han sometido a la cuenta de resultados (el departamento comercial rige sus impulsos), y en sus maniobras de captación de títulos prima, por encima de todo, el intento imperioso de vender, no de proponer nuevas fórmulas de la realidad. La aventura, en tanto que renovación del espíritu, ha sido secuestrada, y ahora la detentan las agencias de viaje, que con un itinerario de siete noches en un hotel con piscina ofertan, por ejemplo, un zigzagueante viaje a varias islas griegas, para que el ciudadano se sienta anacrónicamente partícipe de una épica que, por lo que le han contado, fue protagonizada por hombres barbados con apelativos resonantes. Esa forma de aventura no es un mero sucedáneo de lo que evocan aquellas islas, sino un pretexto para abrir en su imaginación la noción de «épica», y lo que ésta comporta hoy de experiencia vicaria. En aquellas islas poco queda objetivamente de la Grecia clásica, pero aún así se fomenta la visita por su prestigiosa radiación cultural. El viaje es un acontecimiento: traslado a otra «época», cultivo de la sensibilidad, la fantasía de pisar una tierra memorable. Sin embargo, apenas reciben un soplo del mundo clásico; se impregnan la piel de sol, y con esa pigmentación vuelven a sus casas felices con sus caras morenas que prueban, con notable suficiencia, que han aprovechado sus días de vacación y ocio.

Con la oferta de libros sucede algo semejante. El valor de la lectura, acreditado ahora por el mercado —que ha intensificado su uso, imponiendo al libro la misión de cubrir la demanda imaginaria del ciudadano, como la ropa cubre la demanda identitaria— tiene hoy un carácter puramente ocioso, de tal modo que el libro que pueda suscitar alguna desviación de ese ocio se identifica como un registro de infelicidad o desazón, y no conviene que ese componente sea tan premioso que perturbe la armonía general. La literatura, bien mirada, se ha ocupado en general —hay de todo, pero también lo más airoso se nutre de desasosiego— de explorar la zona inquietante de nuestra naturaleza, y este aspecto es justamente lo que las editoriales intentan evitar hoy proporcionando textos digeribles y vitamínicos, por repetir la imagen, aptos para el organismo. Y no es que lo que aquí llamamos literatura deba componer un comistrajo aderezado para perturbar el aparato digestivo o suscitar, por vía de apremio, intranquilidad al ciudadano. Pero si leer consistiera únicamente en refrendar lo ya sabido, en mantener el alma flotando en el líquido amniótico, de poco serviría leer, fuera de la imposición de su consumo; por otro lado, tampoco de la conversación —y aún menos de la información de cualquier medio— puede decirse que proporcione algún bálsamo en nuestra necesidad de exploración de la realidad. Y así sucede que ese gran invento, el libro impreso, que se erigió en paradigma histórico del conocimiento, tiene hoy la misma cualidad que cualquier objeto de una tienda de chinos o de todo a cien. El libro es hoy, en su sentido primario, un objeto desechable, y a esa cualidad de desecho ha contribuido Internet, paradójicamente, con su indiscriminada oferta de títulos que, al interconectarse unos a otros en una telaraña sin fin, despliega un texto inconmensurable que impide cualquier orientación por exceso de diversidad y falta de jerarquía. Una receta de cocina convive con un apotegma, un tratado gramatical con la crónica de un sorprendente movimiento de ajedrez, una opinión compulsiva, subjetiva y pasional sobre los problemas de tráfico con una reflexiva exposición sobre la materia oscura. Y no hay, en esa desorientación, brújula que pueda indicar alguna coordenada; ésta tiene que creársela el lector o navegante de Internet; pero, dada la necesidad de criterios de selección, lo que termina por imponerse es la fuerza de la mayoría, lo más visto, oído o leído; lo menos abundante se pliega al silencio, dejando apenas un rastro, o expresado con alguna esperanza, un tenue testimonio de secesión.

Y bien, ¿qué tiene que ver todo esto con el rechazo editorial? Se trata, a fin de cuentas, de un rechazo más, y no cabe dudar de que las editoriales publican menos libros de los que rechazan; lo contrario implicaría que los autores realizan una selección natural para dar a la imprenta sólo lo que merece exponerse públicamente, una situación tan fantástica como inconcebible. La vanidad es el motor, no exactamente de la necesidad de escribir, pero sí, en un grado alarmante, del propósito de publicar. De modo que los rechazos cubren la zona oscura del trabajo editorial, y es probable que suponga una diligencia irritante, aunque también sea, al mismo tiempo, una de sus principales tareas.

Lo sorprendente del rechazo (si se debe llamar así) ha sido que la editora, en conversación telefónica con el autor, ha elogiado la novela e incluso la ha calificado de tolstoliana, no del Tolstói panorámico de Guerra y paz, suponemos, sino el de Hadyi Murad, pues la novela postulada participa del género de la nouvelle. Aún fue más sorprendente que, después de esos elogios —no excesivamente enfáticos, en honor a la verdad—, y ya en el trance de decidir sobre la publicación, la editora pronunciara la frase que ha originado estas páginas: «No sé qué decirte». Una respuesta dubitativa, sin duda (valga el malabarismo), que se escoraba a la suspensión del juicio, evitándose tener que emitir una sentencia. Y hasta tal punto así lo parecía que el autor, necesitado de oír alguna decisión, se vio obligado a alojarse él mismo en el rechazo. Sus palabras, un tanto impetuosas, fueron: «Ya lo has dicho», indicando con ello claramente que el rechazo no formulado  se afirmaba con la suspensión del juicio, transfiriendo al autor el deber de pronunciarlo. Pero no se dio por concluida la conversación, sino que, estimulados por el fervor literario —pese a que, con ese rechazo, al autor se le inhibía de seguir siendo autor—, y absurdamente hermanados, se enredaron en un largo intercambio sobre el desaliento por la desaparición de la literatura en el que el autor, forzado a hacer de tripas corazón, ejercía de apósito en las heridas que el mercado del libro infligía a la editora, todo ello como si, en lugar de haberse visto rechazado por su interlocutora, responsable de una editorial de prestigio, se tratara de la charla de dos amigos letraheridos que no encuentran mejor cosa que hacer que lamentarse del estado de cosas. La situación podría calificarse de pintoresca, con el agregado de que también era (para el escritor) ridícula y ruinosa. En algún momento la editora mostró preocupación por el futuro del autor, preguntándole qué iba a hacer. Una preocupación ética segregada de la no aceptación de la novela. La respuesta («Seguir escribiendo») se añadió, por tanto, como ansiolítico al apósito, y ella se tranquilizó al comprobar que su rechazo no implicaba malograr una vida.

Aquella conversación ha sido la más paradójica que he tenido nunca y me ha llevado a intentar explicármela por escrito, lo que no excluye que estas páginas podrán ser leídas como una protesta inútil o con la indulgencia que se otorga al escritor desengañado. No obstante, espero que no sea una extravagancia afirmar que el carácter estrictamente mercantil de la edición actual de libros, o sea la estrategia de rentabilidad, impide saber si aún le queda a la literatura otra función en la comunidad. Sometidos a esas circunstancias, nunca podremos saber que estamos equivocados.

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Sobre Francisco Solano:

Francisco Solano, escritor y crítico, es autor, entre otros títulos, de La noche mineral (Debate, 1995), Bajo las nubes de México (Alba, 2001), Rastros de nadie (Siruela, 2006), La trama de los desórdenes (Bruguera, 2007).

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6 Comentarios

  1. Ip
    12/11/2013 at 16:44 · Reply

    “Más tarde medité en si debía uno aullar cuando le pegan y patean. ¿Vale más refugiarse en un satánico orgullo y responder a los verdugos con un despectivo silencio? Y decidí que debía aullar. En ese lastimero aullido que penetra de vez en cuando, y que se ignora de dónde proviene, en los sordos calabozos, casi impenetrables para el sonido, están concentrados los últimos restos de la dignidad humana y de la fe en la vida. En ese aullido, el hombre deja su huella en la tierra y comunica a los demás cómo ha vivido y muerto. Con su aullido defiende su derecho a vivir, envía un mensaje a los que están fuera, exige defensa y ayuda. Si no queda ningún otro recurso, hay que aullar. El silencio es un verdadero crimen contra el género humano” (Nadiezhda Mandelstam, “Contra toda esperanza”, Barcelona, Acantilado, 2013, pp. 80-81). El recuerdo va con un abrazo.

  2. 13/11/2013 at 20:08 · Reply

    Paco, yo creo que has quedado como dios, vamos… ¡Con un pundonor y una dignidad!… o sea justo lo que entona bien contigo. De leerlo con indulgencia, nada… con respeto y entusiasmo lo he leído…
    En cuanto a las consideraciones sobre qué se edita, etc… lo cuentas tan rematadamente bien que te pienso robar trozos .enteros cuando los necesite para algo (eso sí, no me los atribuiré, te citaré puntualmente )
    Hala, en cuanto pueda monto la prometida raclette para despotricar con la boca llena.

  3. 23/12/2013 at 22:12 · Reply

    Sospecho que las editoriales pueden en un plazo medio llegar a ser un ente superfluo. Ya ha pasado con la música, una vez que la confección del disco, el LP, se puede realizar en el propio domicilio sin necesidad de intermediarios. Internet ha logrado hacer superfluo el sistema de distribución a través de establecimientos especializados. ¿No creen que hay enormes similitudes con la literatura? Queda un refugio para la traducción, que desde luego requiere de la intervención de editoriales y filólogos. En la actualidad el negocio está en por ejemplo montar una editorialita y cobrar por leer los originales en plan asesoría o por avalar un curso de, pongamos, escritura creativa o estructura narrativa o semejante. La cosa va así. No hay que lamentarse. Creo que corresponde actuar, organizarse como comunidad, demostrar respeto por lo propio y lo ajeno y esperar la conexión con un público breve y selecto. Estamos a punto de un cambio radical que nos adentra en una red de relaciones y productos literarios nuevos.

  4. María José
    13/02/2014 at 19:31 · Reply

    Me sorprende la paradoja: se insiste con argumentos de hace quince años en el declive de la apreciación de la literatura en las sociedades modernas –se da por cierto que el autor ofrece material de calidad, y que justamente es su calidad lo que se rechaza–. Si el diagnóstico es el mismo de hace quince años, sorprende que en tanto tiempo el escritor no dé con la forma de lidiar con esas circunstancias adversas a sus intereses, cambiando de registro, por ejemplo. La situación parece pedir un tono de sátira y no un tono de denuncia moral. También: un crítico que ha sido feroz con novelas de autores noveles sabrá, seguro, lo que supone un rechazo categórico.

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