Un libro (casi) perfecto

Por Miguel Barrero

Esta reseña se complementa con la entrevista que, a Juan Pedro Aparicio, ha realizado Lorenzo Rodríguez. 

Nuestros hijos volarán con el siglo. Juan Pedro Aparicio. Salto de Página. Madrid, 2013. 18,70 €. 312 páginas.

A la hora de juzgar una obra literaria, debería ser norma el no ceñirse exclusivamente a sus méritos estéticos —aunque éstos sean, a la postre, los más importantes—, sino tener también en cuenta la finalidad que persigue su autor y las herramientas de que dispone para tal fin. Es la adecuada ponderación de esos tres factores la que arroja un saldo final realmente fiable, y si tal operación se lleva a cabo con todo lo que encierra la última novela de Juan Pedro Aparicio, no podemos más que concluir que nos encontramos ante un libro realmente notable. No es nada fácil ubicarse en un escenario narrativo tan aparentemente árido como puede ser la España de la Ilustración, tomar como protagonista e hilo conductor a uno de sus exponentes más significativos, poner el foco en la palabra y no en la acción, encerrarlo todo en un contexto tan mínimo como asfixiante y obtener, a cambio, una novela que no sólo se lee con gusto y provecho, sino también con el ansia y la amenidad con que los lectores afrontan los grandes relatos que acabarán perdurando en su memoria. Escribí en otro lugar, a propósito de esta obra que ahora trato de nuevo, que Nuestros hijos volarán con el siglo era «una novela de aventuras que termina mal». Aun pidiendo perdón por el grado de petulancia que cabría atribuir a quien incurre en el pecado de citarse a sí mismo, sigo creyendo que es una definición que resume con bastante fidelidad no sólo el contenido del libro, sino la impresión que retiene quien lo lee una vez concluidas sus páginas.

Pese a la atracción que inspira la figura de Jovellanos a poco que uno se inmiscuya, aunque sea levemente, en su biografía, lo cierto es que han sido pocos los novelistas que han explotado el filón que proporciona un personaje que, si bien dejó en toda su obra un reflejo bien nítido de sus ideas, tuvo una vida lo suficientemente rica en enigmas y ambigüedades como para despertar la curiosidad de cualquier urdidor de ficciones con querencia por los entresijos históricos. Se me ocurren, en un primer repaso, dos narraciones que le toman como eje y motivo (Pentecostés, de Carmen Gómez-Ojea, y El alcalde del crimen, de Francisco Balbuena), pero, pese a los méritos que aglutinan ambas, ninguna llega a captar con tanta perfección como el último artefacto narrativo de Aparicio ni la atmósfera de una época convulsa y fascinante ni todas las connotaciones que encierra el legado de un pensador al que se sigue citando con frecuencia en determinadas latitudes, pero cuyas ideas de fondo parecen haberse postergado pese a enmarcarse dentro de unas coordenadas que sería interesante repensar en estos tiempos de zozobra. Tampoco era tranquilo, al fin y al cabo, el periodo en que se ambienta la novela, una España embarrancada en el conflicto napoleónico y que cifra una buena parte de sus esperanzas de resistirse al invasor en la llegada de Fernando VII, a quien aquí se presumía retenido contra su voluntad en tierras galas cuando en realidad disfrutaba allí de un retiro de lujo como recompensa a una ominosa actitud que su propia tierra padecería años después. Gaspar Melchor de Jovellanos, que ha regresado a Gijón, tras largo exilio, el 6 de agosto de 1811, se dispone a escapar de su ciudad para no caer en las garras del invasor, que acecha ya a las puertas de la villa que le vio nacer. Se encuentra en el ocaso de su vida y sabe que es muy probable que no pueda volver más a Asturias, y cuando se embarca en el Volante, un mínimo quechemarín vizcaíno que parte del puerto gijonés con la intención de atracar en la ría del Eo, lo hace con una agria sensación de derrota —que algunas veces le irrita y ante la que, en otras ocasiones, se resigna— y la obligación moral de hacer balance de lo vivido, una suerte de autoconfesión con la que, al menos, mitigar un poco el fracaso final al que le han conducido las circunstancias.

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Son esos parámetros los que orientan la acción de la novela de Aparicio, y es ése —la bodega del modesto quechemarín— el escenario que plantea para propiciar la interacción de un grupo de personajes que actúan como síntesis de la España de su tiempo y convierten el interior del barco en una sencilla metáfora donde encuentran eco las tensiones y los acuerdos entre las distintas sensibilidades políticas que habrían de dar paso a un siglo XIX pródigo en cardiopatías sociopolíticas. El autor consigue que dichas pugnas, casi siempre exclusivamente dialécticas, capten sin ambages la atención del autor, pero además logra que articulen su relato como si, en vez de a una discusión intelectual, estuviéramos asistiendo a las vicisitudes de una gran batalla naval. El gran mérito de Nuestros hijos volarán con el siglo no radica tanto en aprovechar el tortuoso viaje del Volante —la tempestad provocó que su travesía, que sólo iba a durar unas horas, se prolongase a lo largo de toda una semana— para condensar en unas cuantas páginas admirables la epifanía de la Ilustración y su ulterior caída como en el acierto con el que transforma esa peripecia intelectual en una narración del máximo interés, hilada con prosa tan fina como rotunda y encarnada en un puñado de personajes que ponen, según el caso, el complemento o el contrapunto perfecto al omnipresente Jovellanos —no en vano, es él mismo quien asume las competencias del narrador— para trazar un fresco apasionante y sustancioso de un tiempo histórico concreto y de las perspectivas divergentes con las que se abordaba entonces —y también ahora, pero ése es otro tema— la idea de España.

Debo señalar que hasta el momento me he referido, únicamente, a la primera parte de la novela, que ocupa la mayor parte del libro y es la que aborda el que finalmente fue el último y frustrado viaje de Jovellanos —en vez de a las costas de Galicia llegaron a la ínfima población asturiana de Puerto de Vega, donde el ilustrado acabaría falleciendo pocas jornadas después de su desembarco— y que, a mi entender, constituye lo que siempre debió haber sido la novela en sí misma. El autor, sin embargo, ha querido rubricar el libro con una segunda parte, ambientada en el Londres del presente, protagonizada por un español que viaja a la capital inglesa para completar sus conocimientos en torno al ilustrado español y a la relación que mantuvo con Lord Holland, el aristócrata inglés que le había ofrecido refugio en la ciudad ante los avances franceses. Aunque este último tramo del libro pudiera haber tenido cierto interés en otras circunstancias, acaso como relato independiente, no acabo de ver la pertinencia de su inclusión en Nuestros hijos volarán con el siglo, ya que ni aporta nada al grueso de la obra ni siquiera las andanzas de sus protagonistas resultan la mitad de interesantes que las de los inquilinos del Volante. Puede, sin embargo, que la incapacidad para hallarle sentido a esta segunda parte sea un déficit de quien esto firma, y que las páginas a las que me requiero tendrán sin duda virtudes que otros sabrán ver. Tampoco quiero que se me malinterprete, porque ni ese estrambote final provoca el olvido del buen sabor que deja el resto del libro ni hace que éste sea menos recomendable, pero sí que causa en el reseñista una cierta incomodidad, porque, de haber finalizado la novela con las últimas palabras puestas en boca de Jovellanos, podría concluir este texto aseverando que la última novela de Juan Pedro Aparicio es, en muchos sentidos, un libro perfecto.

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Sobre Miguel Barrero:

Nació en 1980. Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008) y La existencia de Dios (Trea, 2012). Dirigió la revista El Súmmum y fue fundador y miembro del consejo editorial de El Cuaderno. Ha colaborado en publicaciones como Qué Leer, JotDown, La Vanguardia, El Mundo o Culturamas.

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