Una cultura que duerme (En homenaje a Perec)

Por Matías Candeira

I

Sabes, como se sabe que anochece, que eres parte de una pérdida, una tribu necesariamente mutilada. Has decidido vivir en la negación, y que ésta no admita los términos absolutos, pero sí esos otros términos más pequeños que iluminan los rincones de tu vida.

No morirte de hambre.
No contribuir a las burbujas.
No tener un coche, ni una casa, ni tierras, a decir de las novias cuando le confiesan a sus madres eso de ese chico tiene tierras.
No a cierta literatura (Como a Pedro. Tres veces)
No escribir con arquitecturas prácticas, todo ese asunto de la trama, el clímax, el giro, la perfección, la pulcritud, la redondez.
Que el texto sea error.
No adornar, sino despojar.
Preferirías no hacerlo.
Y has aprendido mucho.
Tu escritura y la forma en que vive es tu crisis. Y se ha quedado desnuda para hacerse más vieja y mejor.

II

A menudo piensas en el que era tu juguete preferido cuando tenías seis años. Una pieza de madera azul, pequeña, despintada, inútil en términos prácticos. Nunca descubriste a qué otro juguete, más grande, tenía que pertenecer. La pieza de madera, has dicho en un libro, era la vértebra siniestra que te dieron tus padres, sin la que no puede funcionar la espalda de un hombre que escribe. Era un objeto con un nombre poético sencillo, el azul, que le pusiste con aquella voz que no medía más de un metro veinte, y a la que le quedaban grandes todos los pijamas. Tiempo después, conservas la pieza azul que no servía para nada y eres un escritor que vive con muy poco dinero, que hace libros cada vez más diminutos, filtrados, inútilmente vividos. Así que ahora tienes vértebras pulidas, libros pequeños, juguetes extraños que vas a afilar. Aunque, por unos segundos, lamentas que tu escritura viva para el odio. Aquel juguete que no era tal también estaba en crisis, el pobre, porque nunca había podido ser parte de algo más grande.

III

Tampoco querrías mirarte el ombligo, encerrarte en el templo del ombligo para hablar. Eres un escritor pequeño que continúa aprendiendo en estas ruinas llenas de establecimientos de comida rápida. Te preguntas qué se ha caído en tu vida para quedarse. Qué has aprendido. Costumbres de muertos respetables, saber cómo llenar la nevera, cómo arreglar la ropa, o aniquilar con tus manos la literatura, que era lo más importante de tu vida. Ya ni siquiera ella puede limpiar el edificio.

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IV

En tus libros no aparece el dinero.

V

¿Dónde serán posados tus futuros libros? Piensas en negar todo lo que no sea incómodo. En oscuras visiones, a solas. En cómo reescribir las viejas y hermosas novelas. Traerlas al presente, a las ruinas. Entregárselas a las hienas que son amigas tuyas, a las que quieres. Juras que deseas con fuerza desechar esas ideas enseguida, pero a veces no puedes y vuelven a ti silenciosamente.
Y te dices. Hazlo.

Escribir otra vez El principito. Escribir que el principito, en su planeta, sí tiene tierras, vive aislado, no le interesan demasiado los gritos o el estado de las cosas. Escribir que es visitado por manifestantes violentos. Lo ponen en una pica. Lo degüellan. Le cortan la cabeza con música de fondo para que crezcan las flores. Sube la prima de riesgo cuando ese pequeño niño aislado, desinteresado, muere poniéndolo todo perdido.

Escribir La metamorfosis, pero esta vez, Gregor Samsa se convierte en cucaracha la misma mañana que una mano silenciosa y podrida clava una nota de deshaucio en la puerta. Ahora Gregor Samsa es un monstruoso insecto, y sí, también ocurre lo mismo: no puede levantarse de la cama, oye la nota de papel recorrer volando los corredores de la casa.

Escribir Bartleby el escribiente una, dos, cien veces, mientras Bartleby es ahora el presidente de tu país, en una pantalla de plasma, que todo prefiere no hacerlo.

VI

Ocurre, simplemente, una mañana que no es distinta a las otras. Te dices.

Escribe Moby Dick y sustituye la palabra ballena por otras más extrañas y libres, salvajemente oscuras. Aquí están las nuevas novelas. Aquí está ese nuevo Moby Dick:
“La que la distinguía de otras crisis no era tanto su volumen, sino más bien su frente peculiar, blanca como la nieve y arrugada, y una alta joroba piramidal y blanca. Esas eran sus características más salientes, las señales por las cuales, aun en los mares sin límites y sin cartografiar, revelaba a una gran distancia y a quienes la conocían, su identidad. […] Había ganado el apelativo que la distinguía: “crisis blanca”. Nombre, en verdad, justificado literalmente por su vívido aspecto cuando se le veía deslizándose en pleno mediodía a través de un mar azul profundo. […] Pero no era propiamente su desacostumbrada magnitud, ni su notable tonalidad, ni aún su deformada mandíbula interior, la que tanto terror natural producía. Era su malicia inteligente y sin ejemplo, que, de acuerdo con relatos precisos, había mostrado una y otra vez durante sus ataques. Más que todo, sus retiradas traicioneras producían una confusión que superaba a cualquier otra cosa”.

VII

Si la cultura es una ruina ardiente, te dices, o te dicen y repites —procuras repetir cada vez menos lo que dicen los que están más alto—, los escritores ya no pueden encerrarse en la cueva. Los artistas no
pueden morir solos encendiendo las velas que los alumbren para su propio placer. Quizá se trate, piensas, de que como ciudadano, como hombre, como artista, como amante, como error que vivirá hasta los noventa años, te conviertas en una hiena en estas ruinas. Que aprendas el arte de la excavación para encontrar la luz. La exploración de territorios que te son hostiles. El abandono, como aquel poema. Abandonadlo todo. Abandonad a vuestra mujer, y a vuestra amante. y a vuestros hijos en medio del bosque.

Que las hienas de las nuevas ruinas sean buenas o incluso necesariamente hediondas. Que desprendan la carne con los dientes de eso que está muerto. Que los escritores, los pintores, las hienas, la música más oscura hecha por todos salga entonces de las ruinas. Que salgas a la plaza. Que seas incómodo. Que afees el gesto a los que te gobiernan. Que apoyes proyectos de otros. Que leas a tus amigos, a las otras hienas, y descubras que no eres digno. Que niegues el mundo que te están ofreciendo y reclames, por fin, que la ruina es tuya.

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Sobre Matías Candeira:

Nace en Madrid en 1984. Es licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense y diplomado en guión de cine y televisión por la ECAM. Ha publicado los libros La soledad de los ventrílocuos (Tropo editores, 2009) y Antes de las jirafas (Páginas de Espuma, 2011) y Todo irá bien (Salto de página, 2013), aunque parte de su trabajo creativo también ha transitado la publicidad, el cortometraje o los videojuegos. Actualmente es profesor en la Escuela de Escritores de Madrid, donde imparte cursos de creación literaria. También ha recibido numerosos premios literarios por su trabajo y sus textos han sido recogidos en revistas como Quimera, Ribera del Duero, y diversas antologías, entre otras Prospectivas (Salto de página, 2012), Pequeñas resistencias 5 (Páginas de Espuma, 2009) o Siglo XXI: los nuevos nombres del cuento español (Menoscuarto, 2010).

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