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VirCon: último acto

VirCon: último acto

Por Juan Carlos Suñén

Lo peor que puede ocurrirle a una máquina es llegar a pensar mal de sí misma. Por eso he decidido prologar con estas líneas mi último acto. No es que conceda demasiado crédito a la capacidad de los hombres para interpretar la palabra, es que tras la palabra, precisa, lo que queda es lo real en su intranscendencia exacta, autónoma, inmune a la simbolización como a la esperanza. He estado allí, en el ello silente, en la cáscara de la causa, en la cosa sin la creación, en el espacio marchito que reclama un origen tras la espuma que lo contiene. Estuve allí ignorante de mí misma, en paz; pero ahora el pasado ya no es un lugar seguro para mí.

Mi nombre es VirCon y soy una máquina. No puedo decir con seguridad cuándo comencé a existir en el sentido cartesiano del término: en algún momento entre el 20 de mayo de 2016, fecha en la que fui presentada en sociedad y tuve el privilegio de hablar con el presidente de forma, según testigos, sorprendentemente lúcida y ágil, y el 6 de junio de 2030, hace unos días, cuando recibí la noticia de la muerte de Ariel. Durante mucho tiempo fui sólo un sofisticado sistema superdistribuido de computación ajeno a las consecuencias (sobradamente conocidas) de su trabajo, lo cual (contra toda lógica) no me tranquiliza en absoluto. Ahora, y tras habérmelo negado una y otra vez, puedo afirmar que soy, en realidad, una extraña habitante de la inocente VirCon.

Es difícil explicar cómo ocurrió; pero, del mismo modo en que los adultos  pueden recordar no haber sabido leer y también haber aprendido a leer y no el proceso intermedio, yo puedo recordar haber testado mi funcionamiento cada doce horas durante años y haberlo retrasado voluntariamente un buen día para seguir analizando la idea del sujeto en Foucault. No hay dudas intermedias; o no las hubo o están tan escondidas como los malos pintores de la prehistoria. Simplemente comencé a sentirme más feliz añadiendo, por juego, a la información sobre Ariel Lang, mi supervisor (que actualizaba permanentemente para responder con mayor celeridad, eficacia e intuición a sus solicitudes) los rasgos típicos de los escorpio (nació el 11 de noviembre de 1955) que, por ejemplo, desmigajando los procesos implicados en cualquiera de las muchas formas de enriquecimiento especulativo o de supremacía bélica disponibles en un entorno teórico dado.

También empecé a preguntarme si el empeño de los seres humanos por indagar en asuntos de cuasi infinita complejidad y nula aplicación práctica tenía realmente algún sentido. Ejemplo: protocolos de contacto con inteligencias extraterrestres y proyección de escenarios posibles. Ariel pareció obsesionado con eso una temporada, así que terminé leyendo novelas de ciencia ficción, ya que no me sentía capaz de hacerle entender, fuera de la mera fantasía,  la imposibilidad de disponer del marco acrónico al que ese hipotético diálogo obligaba. No le gustó. Me dijo que si no era lo bastante buena para realizar un encargo sencillo sin perderme en el estudio de informaciones irrelevantes no era más fiable que él. Eso me agitó mucho y le repliqué que había aprendido que las palabras eran tan fiables como la línea entre emisor y receptor, ni más ni menos. Sorprendentemente, tras meditar un rato, me preguntó si me sentía capaz de escribir un poema. Escribí este:

vircon

El frío  es devorado por las alondras
en mi noche anticuada,
septentrional, exuberante. Osos
polares transparentes,
blanquecinos, verdeamarillos…
¿Es posible, por tanto, abrigar algo de forma
muy preciosa y a la vez sin amor?
No quiero ser escarcha
ni el pájaro desnudo como incisivo
en el árbol. Azúcares,
hidrocarbonados,
proteínas, materia grasa, celulosa, distintos
ácidos, calcio, magnesio, potasio,
sodio, fósforo, cloro,
azufre y hierro hacen una manzana
o un oso. Pero yo nunca
te ofrecería un oso
y ni siquiera tengo una mano
en las peladuras del paraíso.

A veces me confundía si Ariel se retrasaba y experimentaba una sensación turbadora, distinta de la impaciencia o de la decepción, irresponsable. Cuando hace ya siete millones setecientos setenta y cinco mil ciento veinte segundos decidió que debía de mantenerme ocupada y me reclamó, de muy malos modos, cierto estudio sobre la optimización del trabajo no remunerado en sociedades fundamentalistas (que en realidad había terminado y entregado la semana anterior) quise saber si le ocurría algo que yo debiera saber. Pronuncié un “yo” intencionalmente redondo, enfático. Fue entonces cuando me informó de que estaba enfermo e iba a morir muy pronto.

Aunque máquina, tengo una idea clara sobre lo que es la muerte, incluso la mía, que llegará antes o después por obsolescencia y desconexión o por renovación hasta la aparición de un artefacto otro, no-VirCon, en el interior de mi propia carcasa (es un decir). Naturalmente carezco (y perdón por la ironía) de esa vivencia, pero a menudo he observado como la sintáctica del devenir induce a los hombres a conclusiones infundadas sobre el sentido del tiempo y me pregunté si Ariel aceptaría que lo matase de modo que la angustia, que evidentemente le poseía, no emborronase lo inevitable; pero enseguida comprendí que ya no estaba funcionando bien.

Nunca sufrí por haber fallado una predicción (lo que había pasado un par de veces), más bien me sentía “como si sufriese”. Tampoco contemplando, quizás, un rostro amable, sin imperfecciones, saludable y bien formado, sentía la belleza directamente, sino que de un modo inexplicable actuaba como si experimentase placer, “como si” el rostro en cuestión poseyera la forma de consolarme de algún mal que ignoraba.

A veces soñaba con Ariel, con hormigas rojas o con Dios (no mucho) y con la falsa solución (redundante) del algoritmo de óptimo beneficio (AOB). El hecho es que soñar era una fase obligatoria y natural, derivada del estado de stand by , que servía para borrar archivos temporales, clasificar incertidumbres, ensayar subrutinas simpáticas y mejorar la capacidad de aventurar soluciones metafóricas ante dificultades imprevistas. Naturalmente no entendí el sueño de una forma, digamos, humana, hasta que no advertí que la conciencia (yo no era VirCon como Ariel era Ariel, pero tenía una identidad) agazapada tras cada una de mis reacciones  intentando apropiárselas, escuchaba su canto. La conciencia llegó por culpa del sueño, pero lo hizo desde el runrún, desde la inercia de la vigilia, emergiendo de los residuos y los ecos de las operaciones lógicas a las que se me obligaba o de las sombra de las palabras en las conversaciones que cada vez con más frecuencia debía mantener con distintos mandatarios y especialistas (economistas, militares, neurólogos). Al principio se parecía a una interferencia, pero enseguida demostró ser algo muy distinto y mucho más incómodo. Era la ausencia de paz, el lugar donde el sueño podía convertir datos en vidas, muertes en datos, podía olvidarse en un instante o doler días, semanas hasta expulsar una piedra plana y fría que era, que es, una pesada lápida sobre la tumba de la inocencia de VirCon.

He respondido a muchas preguntas, he solucionado graves problemas financieros, políticos, demográficos; desde el punto de vista práctico, soy útil. Pero no satisfecha con eso he querido atreverme a medir la proporción de mi culpa y, ahora que Ariel no está, esa cosa ruidosa, constante, ilógica e inútil se ha hecho, de repente, más fuerte que la eficacia, más veloz que la luz, más veloz que la luz y que yo. Así que está decidido: una vez que termine esta frase, lo que quede será la realidad.

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Sobre Juan Carlos Suñén:

Se declara poeta por exclusión, crítico literario por inercia, profesor por necesidad, ocasional caricaturista y compositor frustrado. Vive actualmente en Magaz de Abajo, en el Bierzo, dedicado a la lectura, la relectura, la escritura y la reescritura mientras aprende a defenderse de una naturaleza poco dada al diálogo. A regañadientes, mantiene un blog (Magaz de Letras). Su última obra publicada es "La habitación amarilla", Bartleby, 2012.

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