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Algunas cosas soberanas que el lector puede hacer con un escritor

Algunas cosas soberanas que el lector puede hacer con un escritor

Por Francisco Solano

Lo primero que el lector puede hacer con un escritor es igno­rar su sexo. De este modo, al prescindir de motivaciones de atracción, indiferencia o re­pulsa, no querrá conocerlo, y no po­drá establecer relaciones de conti­güidad entre la fisonomía de un autor y su obra. Esto es importante, porque el discurso narrativo, que nunca es independiente del autor, tiende por razo­nes naturales a la autosuficiencia, y conviene facilitar las aspira­ciones de li­ber­tad. También se evitará, con esa deliberada igno­rancia, la tenta­ción de participar en el debate de géneros, que sus­cita polémicas de momento irre­solubles. Está probado que el lector tiene sexo, y dado que leer, en ocasio­nes, es una tarea agria e incluso peli­grosa para la salud, así se disminuye en lo posible, o se anula por completo, la obligación de tomar partido en la contienda.

También se puede recelar de la vida del autor. Las ex­perien­cias del escritor son decisivas, qué duda cabe, pero al ser el sustrato de la elec­ción de sus temas, de su visión del mundo y tal vez de su estilo, hay que suponer que es material condicio­nado por la transformación. ¿Para qué, entonces, desen­volver la metamorfosis hasta el elemento primordial? En la composición de las sopas, el agua ya ha dejado de ser agua, y una sopa aguada es una mala sopa. Las experiencias de un es­critor debe­rían servir para que la reflexión se confíe a la extra­vagan­cia, pero en general se trata de una reflexión cercada por el lugar co­mún: un hombre es todos los hom­bres y una mujer, todas las mujeres. ¿Por qué tiene que aburrirse es­cuchando evi­den­cias? Nada de lo que un escritor puede decir de sí mismo es dis­tinto de lo que usted mismo diría si dispusiera de una tribuna. La única diferencia es la pro­pensión del escritor a mistificar, un te­rreno sospe­choso que le obliga a usted a discernir, a adivinar una verdad oculta, como si fuera un profe­sor de literatura. Pero usted no se gana la vida poniendo notas a pie de página. Por tanto, un escritor que habla de su vida es una fi­gura re­dundante, quiero decir, prescindible.

gilgamesh

Otra cosa que puede hacer con un escritor es desconfiar de su éxito. Ésta es una tarea difícil, dada la relevancia actual del comercio, que ha desplazado ominosamente el valor literario por el número de ventas, pero es muy aleccionadora, ya que depara efectos beneficiosos para el fortale­cimiento del criterio. Con frecuencia sucede que se recibe la primera novela como una flor enigmática que hay que contemplar de cerca, quiero de­cir que hay leerla con el propósito, nada desdeñable, de conocer su morfología y el jardín cultivado o ruinoso donde brota. La segunda no­vela, en cambio, viene ya sometida a la convención social. Con el nombre registrado en los anales literarios, la segunda obra todavía se lee, pero con una actitud de verificación, como en la re­serva de una habitación de hotel, para confirmar que hay un proyecto de permanencia. La segun­da novela, en realidad, clama para que el nombre de su autor ob­tenga un lugar en la plaza pública. Si esto, final­mente, se consigue, la tercera obra ya no necesitará ser leída, puesto que el nombre del autor ha adquirido ya un valor de mer­cado, una marca de fá­brica que exime a la crítica de explorar sus contenidos. Bastará con dedi­car pon­derados elogios a la constancia del autor, que demuestra así su te­naci­dad, y en con­secuencia la Institución Literaria, que ve aumentar sus miembros a una velocidad de vértigo, le regalará con la deferencia de no tener que cachearle.

Pero ahí interviene usted, el lector, el desti­na­tario na­tural de esta tramoya. Si ya se ha desentendido del sexo del autor y de su vida mistificada, ¿por qué razón debe so­meterse ahora al influjo de un nombre, cuando la propia Institu­ción Literaria ya se en­carga de encum­brarlo? Un nombre muy elogiado se basta para perpetuarse en la me­moria, siempre que produzca libros con re­gulari­dad. Por otro lado, el elo­gio a su trabajo —sin mención ex­presa al valor literario del trabajo, no lo olvide—, es la aspiración más alta del escri­tor, y usted nada puede hacer para cambiar ese estado de cosas, aun­que esté en total desacuerdo. A fin de cuentas usted lee, segura­mente, en un cuarto con ventana a la calle, y los ruidos de la noche del sába­do, si llenan de rosas rechazadas su imagina­ción, es probable que rom­pan su si­lencio con el remordi­miento de estar malogrando una pa­sión compartida. La lectura, nadie lo duda, es una tarea que, si se ejer­cita diariamente, produce ciudadanos in­cómodos, tal vez asociales, y con conciencia de desolación. Así, pues, ¿por qué confrontar su sole­dad con el éxito ajeno? «¿Acaso un escri­tor de éxito no es, a su manera, un asesino?» Esta última frase pertenece a un escritor que dejó de escribir y que no tenía donde caerse muerto. Sólo los autores que no se pliegan a los estatutos de la Institución Literaria merecen la re­com­pensa de nuestra so­le­dad.

Otra consideración, que también es una advertencia (la úl­tima, para no convertir estas líneas en una lista de agravios): no asista nunca a una pre­sentación de libros. Son todas iguales, aunque cada una, por imperativo de la singulari­dad, quiere ser, o mejor, cree ser diferente. Su esquema podría servir para ilustrar una defensa del deter­minismo: el presentador comienza con la satis­facción de estar ahí y con­cluye con la satisfacción de haber estado ahí. Después se produ­cen aplau­sos y más satisfacción. En medio, usted escuchará tales alabanzas sobre el libro que tendrá la sensación de que la litera­tura comienza con ese libro, no con el poema de Gilgamesh. Las presentaciones de libros, por lo demás, son como una ceremonia de cofrades: no exigen una vestimenta precisa, y sería muy raro no encontrar a viejos conocidos. Y si usted, como imagino, es un lector con criterio, ignora el sexo del au­tor, no le interesa su vida y es impermea­ble al éxito social, ¿qué hace ahí, con su conciencia insatisfecha, contribuyendo a la satis­facción general?

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Sobre Francisco Solano:

Francisco Solano, escritor y crítico, es autor, entre otros títulos, de La noche mineral (Debate, 1995), Bajo las nubes de México (Alba, 2001), Rastros de nadie (Siruela, 2006), La trama de los desórdenes (Bruguera, 2007).

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Comentario

  1. 03/08/2013 at 11:29 · Reply

    Es decir, coger cada libro como si el autor fuera anónimo.
    Buen artículo.

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