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Entrevista a Sergio del Molino

Entrevista a Sergio del Molino

Por Recaredo Veredas

Hoy mismo Álvaro Colomer reseña para micro-revista La hora violeta (Mondadori, 2013). Como nunca está de más escuchar la voz del autor, ofrecemos esta breve entrevista a Sergio Molino, autor de esta conmovedora novela (¿o memoria?) sobre la más dura de las pérdidas: la muerte de un hijo.

¿Por qué opta por la elipsis para el momento de la muerte?

En primer lugar, por una cuestión de pudor e intimidad, y en segundo lugar, porque narrar la agonía y la muerte de mi hijo habría desbaratado mis presupuestos de contención y rechazo al tono melodramático. Habría convertido el peor momento de mi vida, el más trágico, en un cliché cursi, traicionando no sólo la dignidad de mi hijo, sino todos los esfuerzos literarios de lucha contra el arquetipo que desplegué en la escritura del libro.

¿Cómo se trabaja con un protagonista, un niño, ajeno por naturaleza a los matices, que gana el amor del lector con su sola existencia, sin necesidad de una construcción previa? 

Pablo es un personaje, pero no es el protagonista del relato. El protagonista soy yo, que orbito en torno a él. Y sí que hay una cierta, aunque tibia, construcción de Pablo como personaje. Cuando establezco los términos en los que nos relacionamos, cómo nos encontramos tras su nacimiento y otros pequeños detalles apenas apuntados. Suficientes para que el lector entable una simpatía básica y animal por él. Con los niños pequeños, ya sean literarios o reales, el amor surge con muy poco esfuerzo: estamos biológicamente programados para amarlos y protegerlos por instinto. Por eso me valen unas pocas frases para que el lector se enamore de mi hijo, de la misma forma que mi hijo, cuando vivía, necesitaba de muy escasos gestos para ganarse el cariño de cualquiera. Los niños pequeños son seductores inconscientes.

Resultan muy interesantes los secundarios, enfrentados a la contradicción, a la necesidad de ofrecer un consuelo que muchas veces saben imposible, como los amigos, como los hermanos, como las enfermeras. ¿Cómo se ha puesto en su piel?

Ojalá tuviera una técnica o una receta que pudiera explicar en pocas palabras. Supongo que funciono por empatía primaria. Como muchas otras cosas en La hora violeta, hay aquí mucho más de intuición que de intención literaria. Hay miradas y gestos elocuentes, y a mí me ha resultado muy fácil trasladarlos al papel porque son miradas y gestos que he sentido muy cercanos. Supongo que he hecho un ejercicio de traslación, como los músicos que adaptan una partitura para un instrumento distinto para el que está escrita.

La música es omnipresente en el libro. Parece la mejor terapia para el narrador. ¿Lo es?

Rehúyo deliberadamente el término terapia, porque implica un propósito curativo o, al menos, de control de los síntomas, y la música no me ofrecía ni lo uno ni lo otro. Prefiero hablar de acompañamiento. La música me ha acompañado sin mitigar el dolor. A veces, ha servido incluso de amplificador, en el sentido de que expresa el dolor a través de un lamento melódico. Lo curioso de todo (y me he dado cuenta de eso hace poco) es que la mayoría de las canciones que “suenan” en La hora violeta y que le sirven al narrador (a mí) para poner un contexto a su pena y rellenar el silencio de la casa son canciones que hablan de la nostalgia por el hogar perdido. Hablan del placer cotidiano, del lar, de la necesidad de un refugio contra la intemperie del mundo. Por eso me atraían, porque expresaban mi mismo deseo: un anhelo de calma y normalidad.

¿Cómo ha influido en su cotidianeidad actual una estancia tan dura y tan intensa en el territorio de los enfermos, en ese lugar regido por una cotidianeidad tan distinta, tan ajena  y tan cercana?

Por un lado, siento que me ha encallecido emocionalmente. Soy menos receptivo a los problemas ajenos, tengo menos paciencia con quienes se ahogan en un vaso de agua. Ya no sé animar a un amigo que sufre por lo que yo considero que es una tontería. Pero, al mismo tiempo, y quizá paradójicamente, me ha arrojado de lleno al carpe diem. La conciencia radical e inapelable de la mortalidad (que, sin una vivencia directa, es siempre una abstracción que no nos tomamos demasiado en serio) me ha hecho alguien más propenso al disfrute de cualquier placer. He leído a los epicúreos griegos y romanos, y creo que ahora vivo como uno de ellos. O lo intento, al menos.

¿Cómo ha sido el periodo de sedimentación, que ha permitido el tránsito desde la brutalidad del dolor a una narrativa refinada, demostrada en el dominio del suspense y en la creación de escenas con gran dominio técnico y del tiempo, como la del cumpleaños en la que el protagonista se compara con John Wayne? 

Prácticamente inconsciente y parejo a la propia escritura. La rabia se enfrió enseguida y ganó mi instinto de escritor. No me considero un escritor muy técnico, ni mucho menos pirotécnico. Quizá ha sido mi deseo de ser digno a la memoria de mi hijo lo que impulsó ese refinamiento narrativo del que habla. Yo, en cualquier caso, no fui consciente de cómo se produjo ese tránsito de la rabia a la escritura trabajada.

la hora violeta

¿Tuvo dudas en cuanto al narrador? ¿Pensó en algún momento en la tercera persona?

No, en ningún momento. Ni tampoco en ficcionar algunos hechos o en adoptar otra estructura que no fuera estrictamente narrativa.

¿Por qué este libro? ¿Qué novedad aporta respecto del mencionado Mortal y rosa, Las noches azules o películas como La habitación del hijo?

Eso tendrán que decirlo los críticos y los lectores, sería muy soberbio por mi parte dar una guía de lectura o hacer un ejercicio de literatura comparada sobre mi propia obra. Yo sólo puedo apuntar que no tiene la voluntad elusiva y eminentemente lírica de Mortal y rosa ni el carácter de testimonio casi notarial de Las noches azules. Con La habitación del hijo no siento afinidad alguna. Con las otras dos obras, sí.

Parece claro que La hora violeta quiere emocionar al lector ¿Lo ha buscado de manera directa, incididendo en aquello que causara mayor impacto o cree que ha realizado una descripción “objetiva” en la que los hechos emocionan por sí mismos?  

No existen las descripciones objetivas (aunque lleve comillas). Desde el momento en que hay un narrador y un punto de vista, toda descripción es subjetiva, sesgada y parcial. Y por supuesto que quiero emocionar, pero no conmocionar. Por eso, el sesgo y la selección no se ha hecho buscando los hechos que causaran mayor impacto. Callo mucho más de lo que digo. Le aseguro (y cualquier padre que haya pasado por una experiencia parecida a la mía se lo podrá confirmar) que lo peor, más morboso y duro de la enfermedad y muerte de mi hijo está en elipsis. Ni siquiera insinuado: directamente, en elipsis. Me gusta emocionar y que me emocionen, no abogo por un arte frío e intelectualizado, no veo razón alguna para que la literatura renuncie a hacer una de las cosas que mejor se le da hacer: remover sentimientos.

Realiza un recorrido consciente por todos los tópicos de la enfermedad, desde el pensamiento mágico a las metáforas bélicas, ¿cómo se siente uno al caer exactamente en los mismos lugares donde ha visto caer a seres cercanos y lejanos? Lo define muy bien cuando afirma “Me han encogido en un cliché. Soy una figurita de Belén”. 

Mal, muy mal. Me resulta insoportable ser reducido a un lugar común. Por eso lo he rebatido desde la literatura, que es un territorio donde los lugares comunes son especialmente groseros y quedan más a la vista. En el caso de la enfermedad, el cliché sirve para tratar lo que la sociedad considera intratable. A veces me sentía como si me hubieran empaquetado en una caja de cartón con el sello de “muy frágil”. La hora violeta es un intento de salir de esa caja y de mostrar un personaje redondo y vivo que exige ser tratado sin condescendencia ni apriorismos.

Estamos tan lejos de todo que no sé si encontraremos el camino de vuelta, afirma. ¿La escritura de la novela le ha servido para hallarlo? ¿Ha tenido para usted ese valor terapéutico que parece buscar?

No, creo que este camino es de una sola dirección. Ya no volveré a sentir la vida como la sentía antes, no podré recuperar nunca la visión del mundo que tenía antes de que mi hijo enfermara. La novela no ha tenido valor terapéutico en el sentido, de nuevo, de que no me ha curado de nada ni ha amortiguado ningún dolor, pero quizá sí en el sentido de que me ha ayudado a manejarlo. Lo he traducido a unos términos, los literarios, que domino y comprendo. Antes de eso, el dolor era informe, grandioso e incomprensible. La literatura le ha dado una forma que puedo dominar y llevar conmigo sin que me destruya. Pero desaconsejo vivamente la escritura como herramienta terapéutica, porque la introspección y la maduración del recuerdo sólo conducen a una intensificación del dolor. Cuanto más lo trabajas, más retuerces el cuchillo en la herida, por utilizar un símil manido pero fácil de entender. Yo estaba dispuesto a ello, pero si alguien escribe con propósito sedante, se va a llevar una seria y fatal decepción. A veces, mi pareja sufría al verme en el ordenador y me instaba a dejar de escribir. Ha llegado a empujarme para apartarme del teclado. Si te hace daño, ¿por qué escribes?, me preguntaba. Y la única respuesta era porque lo necesito. El tiempo ha justificado esa necesidad, pero era una necesidad íntima y absolutamente intransferible.

Leyendo Mortalidad de Christopher Hitchens me impresionó el cambio del ¿Por qué yo? al ¿Por qué yo no? Algo de eso he hallado en su libro. De ese, le puede tocar a usted, tome conciencia, no hay nadie exento, no nos protegen las estadísticas. ¿Cómo se siente, a día de hoy, frente a la incertidumbre?

La segunda pregunta, “¿por qué yo no?”, es la más pertinente, sin duda. La primera no se puede responder sin salirse de los más básicos parámetros racionales y conduce inevitablemente al pensamiento mágico, a la religión y al misticismo. Las tres cosas son pozos ciegos de los que casi nadie sale. Vivimos en una sociedad que se niega a aceptar la fatalidad. Llegamos a extremos de suma ridiculez por esa terquedad: todo el sistema de seguridad de los aeropuertos es una gran y fastidiosa caricatura de esa negación de la fatalidad. Una caricatura que deviene paradoja cuando convertimos en héroes a deportistas de riesgo que subliman la fatalidad por el mero placer de desafiar a la muerte, mientras que la negamos de forma paranoica en nuestras vidas cotidianas. Personalmente, le he perdido todo el miedo a la muerte, aunque le he ganado mucho miedo al sufrimiento físico y a la agonía. No temo mi propia muerte, pero me angustia que pueda morir la gente que yo quiero. Me angustia hasta extremos que antes no habría concebido.  No quiero ver morir a ningún ser querido más, y la conciencia de que ese deseo es absurdo, que voy a ver morir a unos cuantos más, me resulta insoportable. Quisiera librarlos a ellos de la fatalidad y de la incertidumbre.

Fotografía del autor de Pedro Anguila.

Licenciado en Derecho. Máster en Edición. Reseñista en numerosos medios, como Quimera, ABC o Qué Leer. Profesor en la Escuela de Letras. Fundador, junto a otros, de Culturamas. Autor del libro de relatos Pendiente (Dilema Nuevos Narradores, 2004), Cómo escribir un relato y publicarlo (Dilema, 2006) y Nadar en agua helada (Bartleby, 2012).

Nació en Madrid en 1979. Su último libro, La hora violeta, acaba de ser publicado por Mondadori. También es autor, entre otros libros, de la novela No habrá más enemigos (Tropo Editores, 2012). Escribe habitualmente en varios medios impresos y digitales.

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Sobre Recaredo Veredas:

Licenciado en Derecho. Máster en Edición. Reseñista en numerosos medios, como Quimera, ABC, The Objective, Política Exterior o Qué Leer. Profesor en la Escuela de Letras. Fundador, junto a otros, de Culturamas y creador de micro-revista. Autor de los libros de relatos Pendiente (Dilema Nuevos Narradores, 2004) y Actos imperdonables (Bartleby, 2013), del manual Cómo escribir un relato y publicarlo (Dilema, 2006), del ensayo No es para tanto (Silex, 2019), de los poemarios Nadar en agua helada (Bartleby, 2012) y Nadar en agua helada (Bartleby, 2019 y de la novela Deudas vencidas (Salto de página, 2014).

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3 Comentarios

  1. Áurea
    29/03/2013 at 08:24 · Reply

    Perfecta entrevista por los dos lados: entrevistador y entrevistado.

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