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La flor del tiempo

La flor del tiempo

Por Juana Salabert

Esta reseña forma parte del especial Julio Llamazares, que se completa con entrevista de Lorenzo Rodríguez al autor.

Las lágrimas de San Lorenzo.  Julio Llamazares. Alfaguara. Madrid, 2013. 193 páginas, 18 €.

Un padre, Ulises vuelto a la Ítaca feliz de su primera juventud tras más de dos décadas de errancia por diversas ciudades europeas, y su hijo, un niño a las puertas de la adolescencia que aún no se sueña Telémaco, velan juntos en Ibiza la veraniega noche de San Lorenzo, atentos a su lluvia de estrellas. Tal es el punto de partida (y de llegada, pues pasado y porvenir se imbrican aquí con fluidez magistral y cíclica) de Las lágrimas de San Lorenzo, última novela de Julio Llamazares, nacido en Vegamián, León, en 1955. El autor de Luna de lobos, La lluvia amarilla, El río del olvido o Tanta pasión para nada, por mencionar únicamente algunos de sus títulos, no necesita más (ni tampoco menos) para componer una obra hermosísima, de hondura subyugante y esencial, acerca de la filiación, la memoria y las transmisiones, los dones y golpes del mundo. Sencilla y a la vez secretamente compleja, sutilísima y tan inteligente como emocionante, esta gran novela, en la que cada capítulo nace de la caída de una estrella alumbrando horizontes nocturnos y estelas y chispazos de recuerdo ante la melancolía del padre y la insomne y maravillada sorpresa de Pedro, el niño que “empieza a vivir” y al hacerlo reordena y a la par desorganiza el mundo, es cuento y recuento microcósmico de lo atesorado y perdido, y entrega imposible del cetro único y familiar, mágico y humilde en su grandeza íntima, de lo “por venir”. Es “la flor del tiempo”, verso de Paul Celan recordado por el narrador, profesor itinerante durante décadas por diversos departamentos europeos de español en su programada huida de sí, lo que arma la formidable épica secreta de esta obra por la que desfilan reales y fulgurantes fantasmas; la sombra del tío Pedro, miliciano con “una estrella en el gorro” desaparecido en la Guerra Civil, o la fatal de Ángel, el hermano mayor de juventud interrumpida y ya eterna, la de la madre de memoria devorada por la atroz enfermedad del olvido, la del padre muerto, que emigró a Euskadi desde su pueblo leonés y buscó refugio en otra clase de silencios. Y la no menos poderosa del hogar campesino prometido a la condena, de abuelos hortelanos turnándose para espiar en las acequias el especular dormir del agua… O las de los amigos de antaño, especie de revividos vandervögeln por la isla del tiempo más anheladamente detenido (¿acaso no se es imaginariamente eterno en cualquier lugar o estación de paso antes de los treinta años?), jovencísimos ibicencos de elección llegados en pos de la alegría del momento, los momentos, de las cuatro esquinas del mundo. Y las de las mujeres; aquéllas que como Marie, la madre de Pedro, francesa de origen español, hubieran querido “parar el tiempo” de la dicha del amor a imagen y semejanza de los amantes pompeyanos esculpidos por la lava del volcán, y esas otras que sortearon, fugaces, su tiempo y el de la ida juventud del protagonista en “playas de la felicidad”, o ante la buganvilla recuperada de un modesto muro payés herido por el tiempo, pero no aún por las piquetas de la especulación urbanística, que vendió rica quimera de veraneos a tanto el metro cuadrado bajo el sol, a este lado de un edén tasado.

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Con una escritura de plasticidad soberbiamente contenida y una trama donde el envés y el revés se entrecruzan como urdimbre mítica de las vidas y las relaciones de amor consanguíneo, Julio Llamazares consigue, como el gran escritor que es, el milagro literario. Convoca vida y la prende en el encenderse de las palabras sin alharacas ni banales o venales trucos de oficio. Cualquiera que lo haya leído sabe de antemano que posee un inequívoco mundo propio, que en nada se asemeja al cuasi programado de esos dóciles ¿escritores? enajenados por el hábito  absurdo de esas llamadas escrituras creativas de ciertos engranajes universitarios ante quienes la industria internacional se ha arrodillado desde hace décadas como ante un nuevo y fagocitador dogma de adocenamiento. Como Melville, De Rojas, Maupassant, Matute o Joseph Roth, por citar al azar unos autores cualesquiera de entre esa inmensa mayoría que han ido y van conformando nuestras educaciones sentimentales, literarias y artísticas, él empezó a nombrar y contar merced a un “oficio de vivir” que enseguida derivó en el arriesgado y solitario de “escribir”. Su obra nace de su talento, de su visión, de sus experiencias, de su sensibilidad y lecturas, y eso se nota y vaya que sí se nota. Por fortuna, nos quedan escritores como él, escritores de verdad. El protagonista, errabundo de vuelta y muchas vueltas y padre divorciado, es un novelista malogrado y novel que alguna vez se lanzó a escribir una novela llamada Las lágrimas de San Lorenzo, con poca, poquísima fortuna editorial, pero no es ésta en absoluto una novela de escritores o de escritura, aunque este detalle irónico, mínimo, no sea en absoluto baladí. Porque acaso la mayor creación de este narrador  que evoca e invoca presencias, antiguas y recientes en la atormentada cubierta del barco de su vida, sea precisamente la de mostrar a su hijo, entusiasmado porque “empieza a vivir”, la línea abierta de sus horizontes con todas sus luces y sombras agigantándose cual promesas y secretos a las espaldas de ambos. Sea o no esa noche cosechada de estrellas junto a su hijo la puerta por entornar del asentamiento, que no del asentimiento o la aceptación, del narrador, no es esto lo que importa en esta novela donde la iluminación es a la vez síntesis de los brillos de la finitud y el renacer, de la memoria y el devenir. Importan, sobre todo, su bellísima escritura, su profundo conocimiento del alma, la condición, la psique, la soledad y el vértigo humanos. Su aparente sencillez es la maestría de toda una poética de la vida y el hecho literarios.

Sin cabo suelto alguno ni concesiones al uso, Las lágrimas de San Lorenzo es un regalo. El regalo auténtico de un escritor de muchos géneros literarios que no se pliega a ninguno porque su voz única y generosa los trasciende todos al escribir, que no describir, su mundo, el mundo. Esta es una novela de las que conmueven y no se olvidan al cerrar su última página. Y uno da gracias, gracias a la vida y a la literatura, por haberla leído. Por seguir teniéndola entre las manos.

 

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Sobre Juana Salabert:

Nacida en París y licenciada en Letras, ganó el Premio Biblioteca Breve por Velódromo de Invierno en 1991. Es una de las novelistas más destacadas de su generación. Su última novela es La faz de la tierra. Otras obras suyas son El bulevar del miedo o Arde lo que será.

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